martes, 17 de noviembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Las oraciones de León XIII.

Adición recientísima que dio lugar a una abundante literatura rubricista son las oraciones de Leon XIII también llamadas por esa razón “preces leoninas”.
En sí consideradas son el último brote de la tendencia, siempre viva en la Iglesia, a añadir en tiempos de aflicción nuevas súplicas, de suyo pasajeras, pero que luego adquieren carta de permanencia. Ya hemos ido enumerando al paso las más importantes en el curso de los siglos, por ejemplo, las que se añadieron al canon por el siglo V; las de los kyries en el siglo VII, las oraciones por la paz y Tierra Santa entre el Paternóster y el embolismo o después del “Libera nos” en diversas épocas de la Edad Media.
Acostumbrados a la invariabilidad del canon y aún de toda la misa, cuando en el siglo pasado se presentaron nuevas intenciones urgentes no se atrevieron a buscarles un sitio dentro de la misa, y por eso las añadieron después de ella. Tal vez ha influido en esta decisión el deseo de que las rezase el pueblo entero y no sólo el celebrante; y como el pueblo no intervenía ya en las oraciones de la misa, no quedaba más solución que añadirlas al final.
A pesar de todo, en estas preces el pueblo únicamente interviene en las avemarías, la salve y la jaculatoria final. Lo demás lo reza el celebrante generalmente en latín.
Por la misma razón, es decir, para que el pueblo pueda tomar parte de ellas, se les ha dado una forma más popular rezando por delante tres veces el avemaría con la Salve. A la antífona se le añade, como de costumbre, un versículo y la oración sacerdotal “Deus refugium nostrum et virtus”.
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Oremos.
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Oh Dios, nuestro refugio y fortaleza! Mira propicio al pueblo que a Ti clama; y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, de San José, su esposo, y de tus santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los Santos; Escucha misericordioso y benigno las suplicas que te dirigimos pidiéndote la conversión de los pecadores, la exaltación y libertad de ;a Santa Madre Iglesia. Por J. N. S. R/ Amén.
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En un principio se rezaba únicamente una oración al final. La otra la mandó Pío IX el año 1859 a sus súbditos temporales ante los crecientes peligros que amenazaban los Estados Pontificios.
Como apoyo en su lucha contra el Kulturkampf alemán, León XIII prescribió estas oraciones para todo el orbe católico el año 1884. Aún conseguido en lo esencial este objeto, no se han suprimido, sino que se les ha dado una intención más general: la protección de la Iglesia y la conversión de los pecadores. León XIII añadió en 1886 la invocación a San Miguel a modo de exorcismo, que termina con la petición de que San Miguel arroje al diablo en el infierno.
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S.: San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sed nuestro amparo contra la maldad y acechanzas del demonio. reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. R/ Amén.
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Lo que motivó esta nueva adición parece ser que fue una nueva amenaza contra la Santa Sede por parte de la francmasonería. Contrasta fuertemente con ese final otra añadidura posterior, de inspiración privada, pero que luego generalizó en el año 1904 San Pío X: “Sagrado Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros”.
Es notable el carácter de urgencia de estas oraciones que no se pueden omitir, en las misas rezadas, ni siquiera en las fiestas más solemnes del año litúrgico. Sin embargo no se dicen en las misas cantadas o solemnes, ni en las conventuales ni en las votivas no privadas. En su forma y el modo de rezarlas, es decir de rodillas, se distinguen claramente de las demás oraciones de la misa, por la insistencia con que se urge su rezo.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Elementos adicionales: El último Evangelio.

Instrumento de bendición: tres razones.
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Es costumbre antiquísima considerar los primeros párrafos de un libro como expresión del libro entero. Por ejemplo, en el breviario cuando por cualquier motivo no se podía leer todo el libro en la lectura de la Sagrada Escritura, se recitaban por lo menos en una de las lecciones las primeras frases añadiéndose después un “et reliqua” ( y el resto).
Por otra parte, de antiguo a la simple lectura o escucha de la palabra de Dios se le atribuye cierta virtud santificadora como si fuera una bendición. Finalmente, existe una inclinación humana a mirar con más respeto y veneración todo texto que venga como envuelto en el cendal del misterio.
Estos tres elementos pueden explicar por qué al prólogo de San Juan no sólo se le ha mirado desde antiguo con una especial veneración, sino también por qué la Edad Media lo usaba como vehículo de bendición. Solían servirse de objetos sagrados para con ellos bendecir, lo mismo que se valían de la lectura de las misteriosas palabras de San Juan contra los males espirituales y temporales. Costumbre difundidísima fue la de leer el prólogo de ese evangelio sobre los enfermos y los niños. Más tarde se valdrá de esta misma costumbre San Francisco Javier en la India y lo recomendará a sus compañeros. Si añadimos la confianza que en dicho texto sagrada tenían contra las tormentas, comprenderemos de una vez la insistencia con que pedían los fieles se leyera después de terminada la misa como si se tratara de una bendición más.
La primera vez que se menciona su lectura en el cuadro de la liturgia de la misa es en el ordinario de los dominicos del año 1256. A los dominicos se debe, en efecto, la difusión de esta práctica. Gozaba de tal prestigio en el siglo XIII que cuando dichos religiosos fueron enviados a Armenia para tratar de la unión, consiguieron se adoptara en aquella liturgia; y en ella arraigó tan fuertemente que no desapareció ni aún rota de nuevo la unidad en el año 1380.
No nos imaginemos, sin embargo, que la costumbre de leer al final de la Misa un trozo del Evangelio fuera costumbre universal y menos la preferencia por el prólogo de San Juan. Durante toda la Edad Media rivalizó con él aquella lectura de las fiestas de la Virgen: Loquente Iesu ad turbas.
La primera congregación general de la Compañía de Jesús, cuando trató de unificar el rito dentro de la Orden, discutió también esta cuestión, y dejó finalmente libertad para escoger entre las dos perícopas evangélicas, puesto que ni siquiera en los círculos competentes de Roma había uniformidad de pareceres. Los cartujos no lo dicen ni aún ahora, como tampoco dan la bendición final.
En algunos sitios a veces consideraban la perícopa como antífona, haciéndola seguir de un versículo y de la oración “Protector in te sperantium” del 3º domingo después de Pentecostés.
Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.
A pesar de todo, se ha conservado en la liturgia el recuerdo de la finalidad primitiva del prólogo de San Juan: el obispo después de iniciado en el altar lo sigue recitando camino de la sede, no como evangelio, sino como una simple fórmula de oración, mientras va desvistiéndose de los sagrados ornamentos.
El último evangelio no es la última bendición ya en la frontera de la Misa. Según las diversas regiones y países existen otras muchas bendiciones adicionales, como por ejemplo, la del tiempo, que se da de cruz a cruz, con un “lignum crucis” contra las tempestades.
Existe otra costumbre más antigua con carácter de bendición, especialmente en Francia: el reparto del pan bendito. En las liturgias orientales se llama “antidoron” (antiguamente: eulogias), Su mismo nombre nos está indicando que se considera como una devolución de la ofrenda hecha en el ofertorio. En Occidente se conservó esta costumbre en muchos lugares hasta finales del siglo XIX. Veían en ella con frecuencia una especie de comunión, hasta el punto que en su presentación exterior no se distinguía a veces de las formas consagradas. En España y concretamente en Catalunya eran muchas las fiestas en las que al final, como último rito en el altar, se distribuía el “pa beneït”, dulce o salado, en formas de pequeños roscos o bollitos, con o sin aceite, la mayoría en honor de algún santo en su festividad.
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Abolición del último evangelio.
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Indicio definitivo en la curva evolutiva del último evangelio lo tenemos en su supresión ya en el Ordo Sabbati Sancti de 1951 para la misa de este día y su definitiva eliminación en el primer Decreto que la Comisión para la reforma litúrgica dio en 1964 y que entró en vigor el 7 de marzo del 65.
En el Misal de Pablo VI de 1969 queda definitivamente abrogado.
Próximo capítulo: Las oraciones de León XIII.
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 29 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Despedida del altar y Bendición final.

En el culto estacional.
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Lo que más llama la atención en el ceremonial del final de la Misa en la hoy llamada forma extraordinaria del rito romano, es decir el misal de 1962, es que el celebrante invita primero a los fieles a que se retiren y luego les da la bendición. Cuando explicamos antes la oración sobre el pueblo, vimos que no era éste el orden primitivo en el rito de despedida. Después de la poscomunión, verdadera bendición final, se daba el aviso de que se retiraran y en seguida se formaba la procesión para el regreso a la sacristía. Solían, sin embargo, acercarse los fieles al papa para pedirle una bendición especial, cuando bajaba al altar. Es más, todo esto se hacía con un verdadero rito: inmediatamente antes de ponerse en marcha la procesión, primero los obispos y luego por su orden los sacerdotes, los monjes y los cantores de la schola pedían con un “Jube, domine benedicere” (Dígnate, señor, bendecidnos). A continuación se acercaban también los abanderados, los pajes de hacha, acólitos, los que tenían cuidado de la barandilla, crucíferos y demás funcionarios del servicio papal. En el fondo es lo mismo que hacen actualmente los fieles cuando un prelado sale de la iglesia al final de una solemnidad: forman un pasillo y se postran para recibir la bendición. De aquella bendición pues, arranca la historia que condujo a la actual bendición final.
Pero antes de estudiarla volvamos por un momento al altar, donde el papa, antes de bajar para salir, besaba por última vez el ara. Era la ceremonia de despedida. Lo primero que había hecho al llegar era besarlo en señal de saludo; ahora, al retirarse, termina las ceremonias con un ósculo.
Ese beso al altar no es una preparación a la bendición, pues en esa época no existía la bendición final. Sólo al trasladarse la liturgia romana al Imperio de los francos, también a esta ceremonia tan expresiva añadieron no una, sino varias fórmulas. Nuestra oración “Placeat” se encuentra ya en el siglo IX en el Sacramentario de Amiens:
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Placeat tibi sancta Trinitas, obsequium
servitutis meae; et praesta, ut sacrificium,
quod oculis tuae majestatis indignus
obtuli, tibi sit acceptabile, mihique et
omnibus, pro quibus illud obtuli, sit, te
miserante, propitiabile. Per Christum
Dominum nostrum. Amen.
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Séate agradable, Trinidad Santa, el
homenaje de mi ministerio, y ten a bien
aceptar el Sacrificio que yo, indigno, acabo
de ofrecer en presencia de tu Majestad, y
haz, que, a mi y a todos aquellos por
quienes lo he ofrecido, nos granjee el
perdón, por efecto de tu misericordia. Por
J. N. S. Así sea.
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Por su invocación a la Santísima Trinidad delata su procedencia de tradición galicana. Se corresponde con el “Oramus te Domine” del principio de la misa, y se reza, lo mismo que aquella oración, con el cuerpo inclinado. Por última vez se ofrece el sacrificio a Dios y se pide que nos traiga una bendición copiosa. Como fórmula hecha para acompañar una ceremonia íntima y privada del celebrante, su despedida del altar va redactada en singular. El paralelismo que guarda con el principio de la misa era aún mayor en los misales medievales; generalmente traen en este sitio además otra oración en la que se alude a la intercesión de los santos.
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Tránsito desde bendición pontifical a sacerdotal.
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Para pasarse de la bendición del papa u obispo al salir del templo hasta la bendición actual del sacerdote en el altar hubo que vencer muchas dificultades. Se oponía a ello la prohibición que tenían los simples sacerdotes de dar la bendición públicamente en la iglesia. Sólo se les permitía bendecir sacerdotalmente en las casas particulares. De hecho en este particular encontramos dos tradiciones: la que prohibía al sacerdote dar la bendición en la iglesia y la que se lo negaba sólo si estaba presente el obispo. En la primera tradición quizá no se pretendía otra cosa que impedir que los sacerdotes diesen la antigua bendición episcopal galicana que, como hemos visto, la daban también en el rito romano durante la Edad Media antes del “Pax Domini” (el rito de la paz) recordando la antigua costumbre de despedir a los que no comulgaban antes de la comunión de los fieles. Sea la que fuera la razón, el hecho es que existían en las colecciones de leyes canónicas numerosas prohibiciones, las suficientes como retrasar su desarrollo y trasformación.
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Razones a favor de la bendición sacerdotal.
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La cura de almas y los deseos de los fieles estaba pidiendo que se abriera el camino para que los sacerdotes encontrasen un modo para otorgarla, especialmente en las regiones con pocas sedes episcopales. Existían además antecedentes en los sacramentarios romanos anteriores al Gregoriano, que traían fórmulas de bendición que podía usar el simple sacerdote: las oraciones sobre el pueblo. Más aún, el Gelasiano contenía un grupo especial de bendiciones para las misas en que faltaba la oración sobre el pueblo. Con la introducción del Gregoriano desaparecieron las fórmulas, y las oraciones sobre el pueblo se limitaron a la Cuaresma; era lógico, por tanto, buscar una solución al problema de la bendición final. Ya vimos que una solución fue considerar la poscomunión como bendición final, en vez de la oración sobre el pueblo. Pero esto no satisfizo a todos y por eso algunos siguieron usando las bendiciones finales del Gelasiano o, para mejor acomodarse al nuevo misal y al rito romano, se creyeron con el derecho de dar, inmediatamente antes de salir, la bendición que el papa daba después del “Ite missa est”. Solución esta última que debió de imponerse definitivamente en el siglo XI, aunque no la encontramos en los documentos litúrgicos hasta el siglo XII, ya que inicialmente fue un rito más tolerado que permitido y prescrito. Por eso un ordinario dominicano del siglo XII observa que la bendición se da cuando en la región hay costumbre o el pueblo la pide.
A pesar de todo el paso definitivo comenzó en el culto pontifical dando la bendición no al salir sino en el mismo altar. La misa presbiteral la copiaría más tarde.
A principios del siglo XIV se esboza la actual bendición papal con el “Sit nomen Domini benedictus” (Bendito sea el nombre del Señor…) para diferenciarse de la que ya estaba extendida para todos los sacerdotes en casi todas las misas.
La fórmula actual “Benedicat vos, omnipotens Deus..” (Que os bendiga Dios todopoderoso…) se encuentra por vez primera junto con otras en las actas del Sínodo de Albí en 1230. (Benedictio Dei Omnipotenti….descendat super vos et maneat semper)…
Parece ser que al principio el sacerdote trazaba la cruz sobre sí mismo diciendo: “Benedicat nos” (Nos bendiga Dios Todopoderoso) Luego para distinguirla de la del obispo, este la daba con la mano mientras el presbítero se servía de una reliquia, de una cruz, o de una patena o corporal. A veces incluso del cáliz. La reforma de Pío V uniformó esta ceremonia distinguiendo la sacerdotal y la episcopal, y entre las de dentro y fuera de la misa.
No ha faltado en la bendición final la consideración alegórica, leyendo en la elevación de los ojos y las manos al cielo el gesto de la Ascensión de Cristo a los cielos después de su Resurrección.
Próximo capítulo: Elementos adicionales: El último Evangelio.
Extraído de Germinans Germinabit.

martes, 27 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Ritos finales: La “oratio super populum” y el “Ite, missa est”.

Introducción.
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Terminada la misa sacrificial se despide a todos los fieles en general con un rito apropiado como se había hecho después de la liturgia de la Palabra o antemisa con los catecúmenos: consiste en un conjunto de bendiciones y en la invitación para que se retiren.
La reunión que acaba no ha sido un encuentro casual de cierto número de personas venidas para cumplir con sus devociones particulares, sino una asamblea a la que han sido convocados todos los miembros de una determinada comunidad cristiana para la celebración de la Eucaristía. De ahí que uno no se pueda marchar cuando quiera, sino cuando se despide con una ceremonia especial a todos los asistentes. Lo exige la categoría de la asamblea.
Este rito de despedida no se puede limitar, como en las asambleas profanas, a un breve anuncio del presidente o del anfitrión de la reunión, sino que, como final de una función religiosa a la que han acudido los fieles así para honrar a Dios, como también para recibir de Él sus gracias, tiene que expresar de algún modo que los asistentes han conseguido lo que esperaban alcanzar. Desde luego, la bendición esencial queda recibida en la comunión. Con todo, conviene poner al final una señal plástica, un compendio de todas las gracias recibidas durante la función religiosa.
Esta es una idea tan fuertemente sentida que llegó a crear dos formas de bendición. Y en los ritos orientales estas bendiciones se multiplican todavía más.
La forma primitiva de la bendición se reducía a rezar sobre uno determinada oración. El que la recibe se inclina, y el que la da en nombre de Dios extiende sobre él las manos. La señal de la cruz como expresión de bendición es muy posterior.
Esta idea primitiva de bendición como oración sacerdotal hizo que se tomara la oración de poscomunión como bendición por su parecido y su situación cercana a la “oratio super populum” que es la auténtica y primitiva bendición final.
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La oratio super populum.
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En las misas feriales de Cuaresma nos encontramos después de la comunión con otra fórmula semejante que se llama “oratio super populum”. Le precede el aviso: “Humiliate capita vestra” (Inclinad vuestras cabezas), aviso que juntamente con el nombre de la oración y su contenido, indican que efectivamente se trata de una bendición. Por eso, al contrario de las otras oraciones sacerdotales en cuyas peticiones el celebrante se incluye a sí mismo, redactándola en primera persona del plural, y hablando de nosotros, en la superpopulum, al menos en la mayor parte de ellas, ele celebrante designa a los destinatarios de las gracias como “tu pueblo, tu familia, tu Iglesia”, es decir no se incluye a sí mismo. De las 158 fórmulas primitivas del Sacramentario Leoniano, 154 estás redactadas de esa forma. Y aunque en el Sacramentario Gregoriano desapareció en gran parte este criterio, con todo, en el siglo VIII, al componer las fórmulas de las misas para los jueves cuaresmales, aparece de nuevo la primitiva ley estilística.
El carácter de oraciones últimas se conoce porque en ellas se pide “para siempre” o “continuadamente”. Recuerdan en esto a nuestra bendición actual: Benedictio….descendat super vos et maneat semper (descienda sobre vosotros y os acompañe siempre).
El gran problema de esta oración, suponiendo como cierto que eran una bendición general, está en que desde San Gregorio Magno sólo se reza en las misas feriales de Cuaresma y se limita a ella. Ciertamente influyó en ello la tendencia general a conservar en Cuaresma con más fidelidad los ritos antiguos. Pero no basta para su explicación. Habrá que suponer que San Gregorio, en una refundición inteligente del rito primitivo, lo combinó con la disciplina penitencial que desde el siglo V se limitaba a la Cuaresma, haciendo coincidir la bendición general del pueblo con la especial de los penitentes y creando al mismo tiempo nuevas fórmulas que, aunque no excluían positivamente a los fieles en sus intenciones más generales, se destinaban primordialmente a los penitentes. No se explica, de lo contrario, por qué la oración sobre el pueblo, que en el Gregoriano se presenta con nuevas fórmulas, coincida precisamente con los días de penitencia pública y nunca con los domingos de Cuaresma ni con la Semana Santa, en la por lo demás se han respetado con fidelidad los ritos primitivos.
Es cierto que en la época de San Gregorio la penitencia cuaresmal empezaba el lunes después del primer domingo de Cuaresma y que entonces los jueves no tenían culto, como no lo había el sábado que precede al Domingo de Ramos. Actualmente en cambio, se dice la oración todos los días, a partir del Miércoles de Ceniza. No es difícil este problema, que se soluciona teniendo en cuenta una adición posterior del siglo VIII, Ignoraban que en la intención de San Gregorio esta oración iba en primer término para los penitentes y la tomaron como propia de todas las misas feriales de Cuaresma. Las mismas fórmulas de estos días confirman esta interpretación; son las únicas que aluden a la comunión, y esto no lo podían hacer las otras oraciones toda vez que los penitentes estaban excluidos de la comunión. Hay aquí además otro hecho, y es que la idea primitiva del carácter de bendición general que se encuentra algo alterada en San Gregorio, brilla con nueva fuerza en el siglo VIII y por varios siglos. El que poco tiempo después de San Gregorio se perdiera el carácter de bendición para los penitentes que les había impreso dicho pontífice, se debe a la circunstancia de que el sacramentario de su nombre, creado para el culto pontifical en el que únicamente podía haber penitentes públicos, se adoptó para todas las misas, incluso fuera de la ciudad, y en las aldeas. Así se explica que los comentaristas francos ignoraran su carácter penitencial.
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El “ite missa est”.
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Terminada la bendición en forma de poscomunión, o poscomunión y oración sobre el pueblo, el diácono avisaba a los fieles que podían retirarse. Entre los orientales, en tiempos de San Juan Crisóstomo, el diácono solía decir en voz alta: “Id en paz”. Parecida era la fórmula en las demás liturgias orientales y en la ambrosiana de Milán. En la misa hispánica (visigótico-mozárabe) se dice aún actualmente: “El culto ha terminado en el nombre del Señor Jesucristo. Sea agradable nuestro voto con paz. Demos gracias a Dios.”
Más difícil de comprender es el sentido de la fórmula romana: Ite missa est. No cabe duda de que el fondo, muy sobrio y aparentemente de poca unción, es: “Id, ha llegado el momento de separarnos”. De modo que “missa” no sólo significa “despedida”, sino que era el término técnico para indicar el final de una reunión, sobre todo en la corte imperial. De Roma pasó luego a Bizancio, donde se usó sin traducirlo del latín al griego. No puede, por lo tanto, caber duda de que la fórmula es mucho más antigua que los documentos que la registran por primera vez, los Ordines Romani. Además cuando estos se redactaron, la palabra “missa” significaba ya sacrificio eucarístico.
¿Cómo es posible que un término que originariamente significó “despedida” después llegara a ser sinónimo de sacrifico eucarístico? La historia de esta evolución ilustra maravillosamente el sentido de nuestro rito de despedida, confirmando lo que acabamos de exponer sobre su significación como bendición.
En primer lugar la palabra Missa como despedida fue sinónimo de bendición. Así figura ya en el relato de Eteria (Peregrinatio Aetheriae cap. XXIV) cuando dice “et fit missa” para referirse a la bendición que tiene lugar después de los actos religiosos que se celebraban en Palestina y Arabia. Y como esta bendición era referida a los penitentes y tenía carácter sacerdotal. Missa pasó pues a querer decir sencillamente “oración sacerdotal con carácter de bendición”.
Más tarde, siendo la oración sacerdotal el núcleo de todas las funciones religiosas, mejor dicho, de cada una de las partes que la componían, estas se llamaron missa. En documentos del siglo IV se habla de “missa nocturna” “missa vespertina” en el sentido de la hora canónica de rezo litúrgico de ese momento de la tarde o la noche. Como varias de estas “missae” componían la función religiosa del sacrificio eucarístico, éste se empezó a llamar missarum sollemnia ( en plural) o missae.
Con esto queda indicada la última fase de la evolución. No sólo en plural sino también en singular, missa se empleaba como sinónimo de sacrificio eucarístico. La transición de una a otra denominación es tan obvia que no creo necesario buscar razones más trascendentales. En este sentido aparece la palabra missa hacia la mitad del siglo V en las regiones más distintas del Imperio Romano. El primer texto es del papa San León, del año 445, cuando condena el pontífice la costumbre general de entonces de tener una sola misa los domingos. Pocas veces se usa con epíteto. Tenía en sí tanta fuerza la palabra y tal colorido de expresividad que cualquier epíteto que se añadiera hubiera sido contraproducente (santa misa, por ejemplo)
Hasta la reforma de 1969 el “ite missa est” estaba precedido del saludo “Dominus vobiscum” que, como en tantos otros casos, servía para llamar la atención sobre lo que sigue y establecer contacto con la comunidad. Como en el Misal de Pablo VI el rito final está compuesto por “Dominus vobiscum. Bendición e “Ita missa est” se considera que el primer “dominus vobiscum” ya cumple esta función. En cambio en el orden bendicional gregoriano el “Ite missa est” se inserta antes de la bendición, por eso va precedido del “Dominus vobiscum”.
En algunas misas, el “ite missa est” es sustituido por el “Benedicamus Domino”, especialmente en aquellas funciones como en la noche de Navidad, cuando continúa la función religiosa con las “Laudes”.
Siendo un aviso propio del diácono, el “Ite missa est” se canta con voz más fuerte y melodía más variada. Mientras el celebrante, como moderador de la función hablaba siempre con voz más recatada, al diácono que hacía de heraldo se le podía permitir dejarse oír con voz más fuertemente. La Edad Media puso abundantes “tropos” en el “Ite missa est” para sostener las diferentes notas de melismos. En cambio, por considerar tal vez al “Benedicamus Domino” como menos solemne le dejaron sin tropos.
Próximo capítulo: Despedida del altar y Bendición final.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 24 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La Poscomunión.

Lo que afirmábamos sobre el canto de comunión, a saber, que no es un canto de acción de gracias, vale también para la oración que cierra esta parte de la Misa: no es acción de gracias sino petición. Los Padres Griegos de la Iglesia no dejaron de exhortar a los fieles a que no saliesen a la calle inmediatamente después de la comunión, sino que esperasen para dar gracias; por eso las liturgias orientales contienen tales oraciones al final, en cambio faltan en la liturgia romana.
La poscomunión romana es una oración sacerdotal; y fuera del prefacio, pervivencia de la antigua acción de gracias, todas las oraciones sacerdotales son suplicas con carácter de bendición, también la poscomunión. Así como la colecta cierra el introito y la secreta (oratio super oblata) cierra el ofertorio, con la poscomunión acaba la comunión.
Este paralelismo con la colecta y la secreta hace que la poscomunión revista carácter de petición en la que se resumen las plegarias que los fieles han dirigido anteriormente a Dios.
Si paramos atención nos daremos cuenta que entorno a esas tres oraciones (colecta, secreta y poscomunión) se agrupan las ceremonias entorno a un movimiento local acompañado de salmodia y plegarias privadas: en el introito el movimiento de entrada, en la secreta la procesión de ofrendas y en la poscomunión la comunión de los asistentes.
Hay con todo una diferencia: en la poscomunión no se invita antes a los fieles a que recen en voz baja como se hace en la colecta y en la secreta. La razón es obvia. Al darles el cuerpo del Señor estaba demás invitarles a la oración. Con todo, para que no falte la introducción tradicional de las oraciones sacerdotales, también en la poscomunión se hace preceder el “Dominus vobiscum” y el Oremus.
Los liturgistas de la reforma del 69 consideraron que el saludo inicial del celebrante sustituía el “Dominus vobiscum” de la colecta, que el “Orate frates” ocupaba también esa posición en la oración sobre las ofrendas e igualmente lo reemplazaba (ant. Secreta) y que la recepción misma del cuerpo de Cristo en la comunión implicaba que “ya el Señor está con vosotros” por lo que suprimieron la estructura tradicional de la oración sacerdotal eliminando el “Dominus vobiscum” aunque no así el Oremus.
Difícilmente veríamos con más claridad que aquí el cambio operado en la concepción de estas fórmulas.
En lo que este apartado nos ocupa, hay que subrayar que el énfasis dado por los liturgistas posconciliares al llamado silencio sagrado después de la comunión inevitablemente recoge los ecos de las acciones de gracias privadas después de la misa que antaño se rezaban acabada la celebración, por lo que casi a manera de ósmosis, el celebrante actualmente impregna la oración de poscomunión de un carácter de acción de gracias. Algunos llegan equivocadamente a añadir: “Oremos al Señor, dando gracias”.
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Auténtica forma y contenido de la poscomunión romana.
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La mayor parte de las poscomuniones romanas, conforme a las antiguas leyes, se dirigen a Dios Padre y terminan con el “Per Dominum…” (Por N.S.J.C tu Hijo…) Sólo en siglos posteriores se repite con más frecuencia la invocación de Cristo. Este carácter distingue pues perfectamente su antigüedad y origen romano.
Existen aún otras más modernas y de carácter más intimista en las se alude directamente a la comunión recibida. Lo que llama la atención es que estas oraciones nacieron en una época en la que había bajado notablemente la frecuencia de la comunión.
Otras más modernas y no tan afortunadas no aluden absolutamente a la comunión sino únicamente a la fiesta del día. Generalmente una buena estructura de composición empezaría con una mención agradecida de la comunión para pedir luego las gracias necesarias con que alcanzar la felicidad eterna.
Es interesante observar cómo en las más antiguas poscomuniones romanas al hablar de Cristo no se le considera nunca como huésped del alma, ni se dirigen directamente al Cuerpo y la Sangre de Cristo allí presentes: son oraciones con invocación inicial directamente dirigidas al Padre Celestial y que cuando mencionan el cuerpo y la sangre de Cristo, lo hacen refiriéndose únicamente a ellos como a medios de nuestra salvación, para tener, por ejemplo, fuerza moral en las tentaciones o simplemente para que nos libren de toda adversidad y acechanza del enemigo.
Las gracias que pedimos se califican a veces, en comparación con lo que acabamos de recibir (la comunión) , incluso como bienes más altos (beneficia potiora ). La expresión se refiere a la eterna bienaventuranza, la unión con Dios, su posesión eterna.
Incluso cuando en una poscomunión “moderna” como la de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús( que fue extendida a toda la iglesia en 1856 por Pío IX y se le dio la máxima categoría litúrgica en 1928 con Pío XI) la oración se dirige a Cristo, no habla de él en cuanto presente en las especies, sino que distingue entre Cristo y sus misterios (que son su cuerpo y su sangre): “Nos infundan tus misterios, Señor Jesús, divino fervor, con que gustada la suavidad de tu dulcísimo Corazón, aprendamos a despreciar lo terreno y amar lo celestial. Que vives y reinas con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén”. En la oración nos figuramos pues, a Cristo sentado a la diestra de su Padre celestial.
Esta oración fue recogida en 1935 por la Iglesia Anglicana que asumió la festividad y la mantiene en la edición del “Book of Common Prayer” de 1979.
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Postcommunion Collect.
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May thy holy mysteries, O Lord Jesus, impart to us divine fervour, so that tasting the
sweetness of thy most gracious Heart, we may learn to despise earthly things and love those
of heaven; who livest and reignest with the Father and the Holy Ghost, one God, for ever
and ever. Amen.
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Sin embargo la reforma del 1969 arremetió contra ella (con muy poca sensibilidad y delicadeza ecuménica, pues) eliminándola por completo y elaborando una oración nueva poniendo de relieve una dimensión más horizontal.
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Oración para después de la comunión:
“Este sacramento de tu amor, Dios nuestro, encienda en nosotros el fuego del amor que nos mueva más a unirnos a Cristo y reconocerle presente en los hermanos.”
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Lo mismo hizo con el prefacio y con la oración colecta, aunque preservó esta última, basada en una teología de la reparación, conservándola como alternativa (ad líbitum) a la nueva.
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Una poscomunión invariable.
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Durante algún tiempo parece ser que se usó como poscomunión invariable el “Quod ore sumpsimus” trasladado posteriormente como una de las oraciónes para las abluciones: “Lo que hemos tomado con la boca, Señor, recibámoslo con alma pura; y de don temporal se nos vuelva remedio eterno”. Es esta una de las fórmulas más clásicas para observar todo lo que acabamos de exponer sobre el carácter de estas oraciones de poscomunión.
Hasta el Misal de 1962 del rito romano tradicional esta oración sirve de poscomunión el Viernes Santo, pues no se dice a las abluciones sino después de las mismas. Con ella se termina la Acción Litúrgica y el celebrante se retira del altar.
Con el “Amén” después de la poscomunión se termina la comunión, y con ella misma misa sacrificial o liturgia eucarística propiamente dicha. Todos los ritos que seguirán: despedida, bendición, oración sobre el pueblo y demás oraciones, formarán ya parte de la postmisa.
Próximo capítulo: Ritos finales: La “oratio super populum” y el “Ite, missa est”.
Extraído de Germinans Germinabit.

viernes, 16 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El Canto de Comunión.

El que no descubramos en la antigua liturgia romana ningún rito especial para la comunión de los fieles, no quiere decir que no encontremos huella alguna de ella en la liturgia de la misa. Aún en la actualidad se canta un versículo o antífona llamada “de comunión”. Es una pervivencia del canto estilado en la liturgia romana durante la comunión de los fieles.
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Resumen histórico de ese canto de comunión.
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Durante la solemne entrada del clero y en la procesión de entrega de ofrendas se cantaban salmos. Lo mismo advertimos mientras se daba la comunión a los fieles. Entre estos tres cantos, todos ellos más o menos de una misma época, la comunión es el primero en aparecer en los documentos históricos. San Juan Crisóstomo nos dice que los fieles respondían durante la comunión siempre con el mismo versículo del salmo 144: “Oculi nostri Domine in te sperant et tu das illi escam in tempore opportuno” (Los ojos de todos esperan en Ti y tu les das la comida a su tiempo. Por eso es de suponer que era un solista el que cantaba durante la comunión este salmo. En otras regiones se solía cantar el 38 y, como estribillo el “Gustad y ved que bueno es el Señor”. Así lo atestigua San Jerónimo para la Iglesia norteafricana y jerosolimitana. Sabemos que en algunos sitios se decía sólo el versículo nono o también el sexto. “Acercaos a Él y seréis iluminados”. Estos dos versículos se combinaban a veces con otros salmos e himnos.
Curiosa la combinación hecha por la liturgia hispánica: “Gustad y ved que bueno es el Señor, aleluya, aleluya, aleluya. Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza estará siempre en mi boca, aleluya, aleluya, aleluya. El Señor redimirá las almas de sus siervos y no abandonará a los que en Él esperan, aleluya, aleluya, aleluya. Gloria y honor al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Como se puede intuir, las aleluyas era el estribillo que cantaba el pueblo.
De distinta manera se presenta este canto en las fuentes de la liturgia romana. No cantaban siempre el mismo salmo ni tampoco tenían interés en que su contenido se refiriese al acto de comunión. Además no era el pueblo el que lo cantaba sino la schola, con la nueva forma que acababa de introducirse de canto a dos coros alternos. Cuando el Papa empezaba a distribuir la comunión, la schola entonaba la antífona “ad comunionem”. Luego seguía con la salmodia y, cuando el archidiácono veía que quedaban pocos para comulgar, daba la señal para el Gloria Patri, repitiéndose al final la antífona.
El canto de comunión pues, era como el introito y en esta forma se mantuvo mientras duró la costumbre de comulgar el pueblo durante la misa, es decir, hasta el siglo IX. En cuanto a la temática, no se tenía interés en un escoger un salmo apropiado a la comunión; lo que sí solía buscarse era que expresara, a ser posible, la idea de fiesta. Únicamente en las misas de los jueves de Cuaresma, cuyo formulario se compuso en el siglo VIII, se encuentran alusiones a la comunión. En los domingos después de Pentecostés los versículos siguen sencillamente el orden numérico de los salmos.
Algunos manuscritos francos respiran marcado influjo galicano, cuando señalan para la comunión, además de la antífona y el salmo, otro versículo más “ad repetendum”. Se trata de imitar el “Trecanum” o sea el modo galicano de cantar la antífona, combinándola artísticamente con el Gloria Patri y este versículo “ad repetendum”, como una alusión velada al misterio de la Santísima Trinidad. A veces alternaba la schola con los subdiáconos. Cuando desapareció la comunión del pueblo, se redujo el canto sólo a la antífona, que se canta después de la comunión del celebrante.
Sin embargo cuando había comunión del pueblo en las grandes solemnidades en las catedrales francesas se cantaban otros himnos como el famoso y bellísimo “Venite populi” compuesto a partir de Deuteronomio 4 (Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente." Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?)
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Venite, populi, venite
de longe venite,
et admiramini gentes.
Venite, populi, venite,
an alia natio tam grandis,
quae habet Deos appropinquantes sibi,
sicut Deus noster adest nobis,
cujus in ara veram praesentiam
contemplamur jugiter per fidem vivam,
an alia natio tam grandis?
O sors cunctis beatior,
O sors sola fidelium,
quibus panis fractio
et calicis communio
est in auxilium.
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Eja ergo epulemur
in azymis veritatis et sinceritatis,
eja ergo epulemur
et inebriemur vino laetitiae sempiternae;
an alia natio tam grandis?
Venite, populi. Amen.
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Ni la comunión, ni el Agnus Dei que se cantaba en otros lugares o el “Venite populi” eran considerados cantos de acción de gracias, aunque sí que sentían la conveniencia de dar gracias también en común valiéndose del canto. Por eso ensayaron intercalar en este momento himnos, salmos, antífonas e incluso horas canónicas enteras a fin de dar expresión pública a la acción de gracias, sobre todo en las grandes fiestas con comunión del pueblo.
Existen datos documentales que en Soissons (Francia) y en la Hungría de los siglos XI y XII se cantaban las vísperas al final de la Misa (1079).
Según otros documentos, debía hacerse lo mismo el Jueves Santo en todas las iglesias. Es un eco claro de la costumbre antigua, restaurada con la reforma de la Semana Santa de Pío XII, de celebrar la misa de Jueves Santo por la tarde.
Próximo capítulo: La Poscomunión.
Extraído de Germinans Germinabit.

martes, 13 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Las Abluciones.

Terminada la reserva, se procede a las abluciones. Entre ellas podemos distinguir tres, a saber: la de la propia boca (ablutio oris), la del cáliz y la de las puntas de los dedos. La primera, de la generalmente nadie ya se acuerda de ella, era hecha con un poco de vino en el cáliz y era considerada como ablución de la boca. Acto seguido se infundía otro poco de vino para la ablución del propio cáliz. Y a partir de este momento se retiraba el cáliz y tenía lugar la ablución de los dedos únicamente con agua en una “piscina” (pixis) es decir, un vaso grande lleno de agua, de esta pixis se deriva el vasito de que nos servimos nosotros para la purificación de los dedos después de dar la comunión fuera de la misa. Algo más tarde el ordinario de los dominicos de 1256 da por primera vez el consejo de que, después de la ablución con vino, las puntas de los dedos se podían purificar en el cáliz, inmediatamente después de la ablución con vino. Así se llegó a nuestra segunda ablución actual. A veces usaban para esta ablución con agua otro cáliz.
Por mucho tiempo el celebrante estuvo sin tomar esa agua pues se solía echar en un lugar decente. No faltaron seglares piadosos que se procuraban estas abluciones para beberlas. Lo leemos, por ejemplo, en la vida del emperador San Enrique, que pedía tomar esas abluciones, y en la vida de San Heriberto de Colonia (1021) se dice que había una mujer que andaba siempre tras las abluciones de su misa. Estas abluciones de les daba a veces también a beber a los niños recién bautizados. Costumbre muy parecida a la antiquísima de darles algo del sanguis después del bautismo. A partir del siglo XII es el mismo celebrante el que sume el vino de las abluciones. Ni se suprimió esta costumbre cuando más tarde se fundieron y combinaron la segunda y tercera ablución en una única ablución de los dedos con vino y agua. En la Edad Media después de estas abluciones tenía lugar un lavatorio de manos con agua que aún se conserva en el rito pontifical.
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Oraciones que acompañan estas abluciones.
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En la primera ablución (la de boca y el cáliz) con sólo vino se pide a Dios que recibamos con alma pura lo que hemos tomado con la boca y se convierta para nosotros en remedio sempiterno.
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Quod ore sumpsimus Domine, pura mente capiamus: et de munere temporali fiat nobis remedium sempiternum.
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En la segunda ( la de los dedos con vino y agua) que se adhiera el cuerpo y la sangre de Cristo en nuestra alma a fin de que no quede mancha de pecado en ella.
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Corpus tuum, Domine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potavi, adhaereat visceribus meis: et praesta, ut in me non remaneat scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta. Qui vivis et regnas in saecula saeculorum. Amen.
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Ambas oraciones pudieran estar lo mismo antes que después de la comunión, bastaría con cambiar el tiempo de los verbos. Es por eso que a menudo en los misales medievales nos encontramos con ellas antes de la comunión ocupando el sitio del “Domine Jesu Christe” y de la “Perceptio”, que se halla a menudo después de la comunión. Sin duda, la Iglesia siempre ha procurado alargar con todas estas oraciones el momento de la comunión, para que con más tranquilidad podamos hablar con Cristo presente pidiéndole las gracias que necesitamos mientras perdura la influencia directa de la gracia sacramental mientras se conservan incorruptas las especies en nuestro pecho.
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Las oraciones que acompañan a las abluciones.
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La primera de las oraciones, el “Quod ore sumpsimus” lo encontramos redactado en singular en un devocionario de Carlos el Calvo como oración preparatoria para la comunión de los seglares. Procede esta oración de la antigua liturgia romana que la tenía como poscomunión.
La segunda oración “Corpus tuum” aparece por vez primera en el “Missale Gothicum” (siglo VII) perteneciente a la liturgia galicana. A nuestro misal se incorporó por el mismo camino que tantas otras oraciones: los benedictinos la llevaron a Roma donde la conocieron los franciscanos propagándola por toda Europa.
Los misales medievales no se contentaron con sólo dos oraciones. Uno de ellos contiene hasta trece. Entre ellas figura la llamada “Oración de Santo Tomás” que conocemos para la acción de gracias después de la misa. De las otras fórmulas las únicas dignas de mención es el “Cántico de Simeón” (Nunc dimittis), la alabanza mariana “Benedicta filia tu” de Judit 13,23 y el “Verbum caro factum est”.
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El cáliz del vino para los seglares.
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Entre las abluciones, ciertamente la que más nos llama la atención es la de la boca. Ceremonia considerada de importancia no sólo para el celebrante, sino que figura con relieve entre las de la comunión del pueblo. El primero en propagar tal costumbre parece que fue San Juan Crisóstomo, que abogaba por que inmediatamente después de tomar la comunión se bebiese un sorbo de agua o se comiese un trocito de pan. La costumbre se extendió a pesar de que no faltaron quienes les pusieron sus reparos. Se estila también entre los coptos, que la llaman “el agua de cubrimiento”.
Esta costumbre se estilaba también entre los seglares y se comprende mejor, teniendo en cuenta que por entonces había que masticar el pan consagrado. Lo curioso es que siguió aún después de haberse sustituido el pan fermentado por el ázimo.
De la misma época de mayor reverencia y cuidado en el trato del sacramento proviene el ofrecer el sacristán a los comulgantes un cáliz con vino después de la comunión. Coincide esta costumbre con la supresión de la comunión bajo ambas especies. Es decir, que además de servir como ablución de la boca, se hacía así para suplir la comunión del cáliz, sobre todo si tenemos en cuenta que nunca comulgaron con el sanguis puro sino muy mezclado con vino.
El ofrecer un cáliz con vino después de la comunión lo practicaron no sólo las Órdenes antiguas, sino aún las recién fundadas como los dominicos. A partir del siglo XIII se generalizó para la comunión de los fieles, viniéndose a considerar como un eco de la comunión con el cáliz. Por esto había que procurar que el pueblo cayese en la cuenta de que no se trataba de la comunión del sanguis. Para ello se echaba mano de un cáliz u otro vaso distinto del de la consagración.
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Las abluciones después de la reforma litúrgica.
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El misal de Pablo VI en el nº 91 dice “distribuida la comunión, el sacerdote o el diácono o el acólito(se refiere al instituido como tal) purifica la patena sobre el cáliz y el mismo cáliz”.
Sobre cómo se purifica (vino, agua, agua y vino) nada dice así como tampoco sobre el lugar donde acontece. Tampoco lo hace la Institución General del Misal Romano que ni siquiera hace referencia a las abluciones.
La inmensa mayoría de los liturgistas posconciliares afirman que debe tener lugar en la credencia y no en el altar cómo prescriben las rubricas del Misal hasta la edición de 1962. Incluso muchos reiteran que tenga lugar acabada la celebración.
Lo que si dice el Misal es que mientras tiene lugar la purificación, el sacerdote (sic) dice en secreto la oración “Quod ore sumpsimus”. ¿No la deben decir el diácono o el acólito si son ellos los que purifican?
La oración “Corpus tuum, Domine, quod sumpsi” ha desaparecido del Misal, quizás por ello también han interpretado que se simplifican las abluciones y que de dos (vino- vino y agua) se pasa a una: la del agua, que es lo que en la práctica realizan el común de los celebrantes con el Misal posconciliar.
Próximo capítulo: El Canto de Comunión.
Extraído de Germinans Germinabit.

martes, 6 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Origen, Historia y modo de la Comunión de los fieles.

Origen e historia.
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Las fuentes del rito de la comunión de los fieles no se deben buscar en los antiguos sacramentarios romanos que no hacen mención de ella, no porque no se considerase la comunión como parte de la misa, sino porque para ellos la comunión del pueblo iba unida hasta tal punto con la del celebrante que ambas formaban una misma ceremonia: la comunión del celebrante abría la de los fieles, como en la antigüedad, y esto sin rito especial.
En cambio, para la comunión de los enfermos se formó ya en época temprana un rito especial. La razón es obvia. Más frecuente que la comunión en la iglesia, estaba pidiendo como ceremonia aislada un rito propio, que además calcase las ceremonias de comunión dentro de la misa desde el Paternóster hasta la recepción del sacramento. Lo malo es que más tarde cuando empezó a considerarse la comunión de los fieles dentro de la misa como separada del sacrificio eucarístico, ésta adoptó los esquemas rituales de la comunión de los enfermos fuera de la misa.
A modo de ejemplo: proveniente de la liturgia galicana, en el siglo IX encontramos el rezo del Credo como elemento del rito de la comunión de los enfermos como elemento fijo, generalmente en forma de interrogatorio sobre los artículos principales de la fe, a las que el moribundo debía contestar.
Más tarde, en el siglo XII, y para mejor preparación personal, encontramos el Confiteor y el Misereatur. En un retoque posterior entró el Agnus Dei, convertido ya de canto en oración privada del celebrante: posteriormente se presentada el sacramento diciendo “Ecce Agnus Dei” en sustitución del antiguo interrogatorio sobre la fe, mientras se le enseñaba al enfermo la sagrada forma. Recordaba además una ceremonia oriental (e hispánica), la del “Sancta Sanctis” (“El Santo para los santos”) perteneciente a las ceremonias de la comunión.
Finalmente se añadió el “Domine non sum dignus”, procedente asimismo, de la comunión del celebrante.
Todas estas fórmulas, sobre todo las preguntas y respuestas, se rezaban en lengua vulgar y no son pocos los Sínodos de la Edad Media que así lo mandan expresamente. Pero al adoptar este rito el Ritual Romano en 1614, compuesto por Confiteor, Ecce Agnus Dei y Domine non sum dignus, unificando los ritos diocesanos, se pusieron en latín. Esto trajo como consecuencia el que el enfermo no pudiera rezar ni entender las oraciones con las que debía prepararse a la comunión, y quedaron reservadas al sacerdote. Para el Confiteor se encontró la solución de que fuera el monaguillo quien lo recitara en vez del enfermo.
Tenemos, por lo tanto, un rito que, nacido como ceremonial de la comunión de los enfermos, sirvió después de la reforma de Pío V, para la comunión de los fieles fuera e incluso dentro de la misa. Y aunque la supresión del Confiteor, con el Misereatur y el Indulgentiam antes de la comunión de los fieles, ya en tiempos de Juan XXIII, quería remediar ese evidente intercalo de ceremonias, ni esa eliminación y ni siquiera la ceremonia resultante de la reforma de Pablo VI ha podido borrar las huellas de esa historia reduplicativa.
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Modo de comulgar.
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Al dar la comunión, el celebrante baja al sitio destinado para que los fieles reciban el cuerpo del Señor. Vimos que en el culto estacional éste era toda la iglesia y el celebrante iba a donde estaban los fieles, que no se movían de sus sitios. Este modo de dar la comunión no era el único en la antigüedad. En el norte de África se daba la comunión en la barandilla que rodeaba el presbiterio y que tenía tal altura que llegaba hasta el pecho de un hombre en pie. Se comulgaba, por lo tanto en pie. En las Galias lo fieles se acercaban hasta las gradas del altar; pero a partir del siglo VIII no se admite cerca del altar sino a los monjes y al clero. A los demás se les daba la comunión en un altar lateral.
Hasta el siglo XI fue regla general comulgar de pie. A partir del siglo XI y durante cinco siglos, la costumbre fue cambiando poco a poco. Nos lo dicen las disposiciones que durante todo este tiempo urgen la postura de rodillas. En el siglo XIII se manda que en los conventos dos acólitos extiendan ante los comulgantes un paño. Al llegar al siglo XVI se pone este paño sobre una especie de reclinatorio o banco: el comulgatorio. En Alemania y países del norte de Europa, este comulgatorio vino a sustituir con el tiempo a la barandilla, que en su forma antigua había desaparecido antes del siglo XI. El uso de la patena de comunión en vez del paño o juntamente con éste es más reciente; menos en España, que data de muy antiguo.
En la Edad Media nos encontramos con las más diversas muestras de reverencia: los señores se quitan el calzado, las monjas se ponían un vestido especial, se besaba el suelo o el pie del celebrante, se hacían genuflexiones o inclinaciones. San Agustín habla de la costumbre de juntar las manos. En Oriente los fieles avanzan con las manos extendidas y los ojos bajos y orando.
San Cirilo de Jerusalén (315-386) da avisos concretos para el modo de acercarse a la comunión: “Cuando te acerques, no lo hagas con las manos extendidas o los dedos separados, sino haz con la izquierda uno trono para la derecha, que ha de recibir al Rey y luego con la palma de la mano forma un recipiente, recoge el cuerpo del Señor y di “amén”. En seguida santifica con todo cuidado tus ojos con el contacto del sagrado cuerpo y tómalo, pero ten cuidado de que no te caiga nada” (Catequesis Mistagógicas V, 21 ss.
Como se ve por esta cita, al menos en la Iglesia Madre de Jerusalén, se daba la comunión en la mano. Para ello, los hombres debían lavar las manos, por lo que nunca faltaba una fuente en el atrio de las antiguas basílicas. Las mujeres, además, cubrían las manos con un pañito blanco. También se encuentran ya entonces testimonios de que se besaba la mano del celebrante.
No hacen ningún favor a la Liturgia ni a la Tradición pues, y lamento decirlo, las palabras de Mons. Nicolas Bux el pasado lunes 20 de julio afirmando que no hay testimonios en la Tradición a favor de la comunión en la mano.
Los hay y muchos. Pero al mismo tiempo abundan los testimonios de que este modo de recibir la comunión se prestaba a abusos. Por esto, hacia el siglo IX, o tal vez antes, se empezó a dar la comunión directamente en la boca, casi por el mismo tiempo en que el pan fermentado quedó sustituido por el pan ázimo. La primera noticia de estos cambios la tenemos en España. Un sínodo de Córdoba del año 839, al condenar una secta que tenía su centro en la ciudad de Cabra (Egabrum), habla de dar la comunión en la boca como de una costumbre antigua. Solamente al diácono y al subdiácono se les seguía dando la comunión en la mano. En el siglo X se limita este privilegio a los diáconos y sacerdotes y pronto desaparece por completo.
Solamente en el periodo posconciliar y como una concesión a determinadas Conferencias Episcopales u Ordinarios diocesanos, dispensadora de la ley general, vuelve a reaparecer la comunión en la mano.
Pronto habrá que hacer un balance de los resultados cosechados en este periodo, en la reverencia y la devoción de los fieles, y tras la experiencia vivida en estos 40 años en esos lugares, tomar una resolución final.
Casi nunca el arqueologismo litúrgico, espcialmente en nuestros tiempos, ha reportado buenos resultados. Y este caso es un ejemplo típico.
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La comunión bajo las dos especies.
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Durante más tiempo se mantuvo la comunión de los seglares bajo las dos especies a pesar de la dificultad que esto creaba en la administración del sacramento. De varios modos intentaban el evitar que se derramase lo menos posible el sanguis. En Oriente encontraron como solución la “intinctio”, el empapar los trocitos de pan consagrado en el sanguis, sea poniéndolos todos juntos al principio de la comunión, sea mojando cada trocito en el momento de darlo. En Occidente se conocía este procedimiento pero luego lo rechazaron. A veces utilizaban la “fistula” o “pugillaris”, un tubito con el que sorber algo del cáliz.
Después tanto en Oriente como en Occidente comenzaron a distribuir vino con unas gotas del sanguis, rito llamado “consecratio” tal como vimos anteriormente.
Una mayor profundización del dogma en época escolástica probó que en cada especie esta Cristo todo entero, y por lo tanto, no hacía falta comulgar con las dos especies para recibir a Cristo. Santo Tomás de Aquino aún conoció la comunión bajo las dos especies pero pronto se perdió por completo. Se mantuvo para algunas ocasiones como la coronación de un rey o en la Misa Papal del Domingo de Resurrección.
Una supervivencia de ello fue la costumbre de las abluciones de la boca, es decir, ofrecer a todos los que habían comulgado un poco de vino para que no quedara nada de la sagrada especie entre los dientes.
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La reserva eucarística.
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Terminada la comunión el celebrante tenía que consumir las formas consagradas. Esta fue la práctica más común en la antigüedad, sea en Oriente que en Occidente, como lo prueban las rúbricas y las disposiciones de los sínodos desde el siglo IX al XIII. No faltan , sin embargo, otros procedimientos: en Antioquia, con un testimonio del siglo IV, se mandaba llevarla a la sacristía, sin nada saber sobre lo que se hacía con ella. En otros sitios se quemaban las que sobraban. Hace referencia de ello Hesiquio de Jerusalén a inicios del siglo V. Así también lo registra Durando todavía en el siglo XIII (Rationale IV, 41)
De la antigüedad cristiana existen también testimonios de que se conservaban especies en cantidad notable para otra misa, Por ejemplo, en Jerusalén, para poder atender el culto de los Santos Lugares. Leemos también que se llamaban a niños a quienes se les daba a comulgar de las especies sobrantes.
En el culto estacional era costumbre reservar para la próxima misa la primera partícula que el Papa había separado del lado derecho de la oblación. Esto dio lugar a que se destinara para la comunión de los enfermos, la tercera de las tres partículas en que dividía la forma grande. Para ello, como consta en el ritual de Soissons, el diácono, después de la comunión del sacerdote bajaba el vaso en forma de paloma, que pendía del techo y colocaba en él la nueva partícula. Es la famosa “colomba” eucarística o peristera. A veces el celebrante comulgaba, no con la forma por él consagrada, sino con la que el diácono sacaba de esa peristera. Así lo dice el mencionado ritual. Costumbre curiosa que se encuentra también en España y Bélgica en la Edad Media. Entre los cartujos era el diácono el que comulgaba con esa partícula. Aún entrado el siglo XVIII las partículas que se reservaban en las parroquias no llegaban más que a ocho, generalmente bastante menos. La “paloma” era pues, de dimensiones muy reducidas. En realidad la reserva del Santísimo era independiente de la comunión del pueblo, y tenía como único fin el disponer en cualquier momento de formas para el viático.
Es sólo a partir del siglo XVIII que empezamos a encontrar profusión de sagrarios monumentales o tabernáculos de dimensiones muchísimo mayores así como ciborios o copones para una reserva de formas más cuantiosa.
Las grandes capillas laterales para albergar el Sagrario o capillas del Santísimo aparecerán en la España del siglo XVI y se convertirán en un denominador común de los templos renacentistas, barrocos y neoclásicos hispanos.
Próximo capítulo: Las Abluciones.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 3 de octubre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La frecuencia de la Comunión en los siglos.

Más frecuente que la celebración de la Misa.
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Dada la forma primitiva de banquete en la celebración eucarística, la comunión de los cristianos fue el punto culminante y la razón de reunirse. Si se reunían, era para tomar el cuerpo del Señor. Todo lo demás se consideraba como preparación al momento augusto de la comunión. Más aún: los fieles tenían costumbre de llevarse a casa una parte del pan consagrado para poder comulgar durante toda la semana “antes de tomar cualquier otro manjar” (Tertuliano Ad uxor, II, 5; San Cipriano, De lapsis, cap. 26) La costumbre de llevar el cuerpo de Cristo a casa duró en Egipto hasta los tiempos de San Basilio(329-379). Aún para Roma, la supone todavía San Jerónimo. En el siglo VI se cuenta que lo llevaban el Jueves Santo a sus casas para guardarlo durante todo el año siguiente en el armario. Costumbre práctica, especialmente para los anacoretas, que vivían en el éremo, lejos de la ciudad y de la comunidad, porque de este modo podían comulgar todos los días sin salir de su retiro.
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Ayuno eucarístico.
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En los relatos sobre la comunión en casa se dice que tomaban la eucaristía antes que otro alimento. Consideraban pues el ayuno eucarístico como la cosa más natural, por lo que la celebración eucarística la habían trasladado de la tarde a las primeras horas del día. Influyó en este traslado la idea general de la conveniencia de tomar el pan sagrado en ayunas. En el siglo IV aparece ya con claridad la prescripción del ayuno. Sólo se conocía una excepción a esa regla al permitir se celebrara el Jueves Santo la misa después de un banquete. El Concilio Quinisexto condena expresamente tal costumbre, señal que se mantuvo hasta el siglo VII.
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Las primeras noticias sobre la disminución de la frecuencia.
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Al convertirse el cristianismo en religión del Estado y cesar las persecuciones, el mismo hecho de poder celebrar con más frecuencia influyó para que la costumbre de llevar la eucaristía y comulgar en casa fuera disminuyendo. Pero realmente la razón definitiva fue otra.
Es interesante advertir que esta familiaridad con la eucaristía no se fue enfriando poco a poco, sino que se hizo de repente. Es verdad que coexistieron frialdad y familiaridad durante algún tiempo, todo dependía de si el ambiente estaba contaminado de arrianismo, con la consiguiente reacción católica, o asépticos de esta herejía. No sólo triunfó la reacción contra el arrianismo, sino que una gran parte del Oriente se pasó al polo opuesto: al monofisismo; y a partir de este momento los escritores nos hablan de una exagerada reverencia a la eucaristía matando la comunión frecuente.
La lucha antiarriana llegó a su punto máximo en Oriente precisamente en tiempos en los que se concretan allí las primeras liturgias. San Basilio, por ejemplo, no fue sólo el adversario acérrimo del arrianismo, sino también el codificador de la liturgia antioquenobizantina. Y así, vemos la mayor parte de las liturgias orientales dominadas por un temor exagerado ante los “misterios tremendos”, el “momento imponente de la consagración”. En cambio, del norte de África medio siglo más tarde nos llegan noticias más familiares sobre la frecuencia sacramental. La lucha antiarriana, pues, repercutió en la frecuencia de la comunión en Oriente. La advertían los Padres occidentales de los siglos IV y V, que se extrañan de ello. Pero más tarde, cuando los pueblos germánicos, arrianos casi todos, invadieron Occidente, el proceso se trasladó a la Iglesia Latina, y por muchos motivos se arrastró y enlazó con la mentalidad medieval que acabó exigiendo tal preparación para la comunión y aún para la simple asistencia a misa, que prácticamente hacia imposible que comulgasen los seglares. A esto obedecen también las durísimas penitencias que se imponían y la poquísima facilidad que se daba para confesar. No es de extrañar que hasta los mismos monjes y religiosos no comulgasen más que unas pocas veces al año.
Tal estado de cosas duró varios siglos. Prácticamente desde el siglo VII hasta el concilio de Trento en el siglo XVI.
La única reacción que advertimos consistió en buscar sustitutivos de la comunión. Uno fue la llamada comunión espiritual, es decir, el deseo de comulgar, ya que no era posible hacerlo por las razones ya apuntadas.
Otro sustitutivo fue la comunión por representación, o sea, que se pedía a otro más preparado que comulgara por uno mismo. Generalmente era el sacerdote que “comulgaba por todos”. No era infrecuente que se pidiese a las monjas que comulgasen por uno. Algo más tarde no se decía ya “tomar” la comunión, sino “ofrecerla”. Todas estas prácticas encontraban más aceptación cuanto menos instruida estaba la gente. Por otra parte, hasta la llegada de Trento los teólogos no habían aún precisado que en esta práctica no se podía tratar sino de aplicar a otro los méritos “ex opere operantis”, pero no la eficacia sacramental de la comunión.
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La comunión de los fieles separada de la Misa.
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La escasa frecuencia de la comunión de los fieles tuvo por consecuencia natural que no se considerara como parte del sacrificio. Sobre todo hacia el siglo XII se nota una marcada tendencia a dejar la comunión para después de la misa también en los pocos días de comunión que aún quedaban.
Esta claro que con el Concilio de Trento comienza de nuevo la comunión frecuente, pero pasados los decenios, la comodidad de los fieles y la acción de las nuevas Órdenes religiosas, influyeron en que esta se convierta en un acto litúrgico independiente. En un memorial presentado en 1583 contra la Compañía de Jesús la acusaban de “tener puestas las formas en el altar para que las personas que quisiesen llegasen a comulgar” y eso “contra el santo y buen estilo de la Iglesia que celebra la santa misa por los que en ella comulgan”. De hecho apoyaban estas tesis, las mismas disposiciones del Concilio de Trento que daba como única razón para guardar la eucaristía en el sagrario la necesidad de tenerla siempre a mano para los moribundos y para la adoración en las exposiciones del Sacramento”.
Un siglo más tarde encontramos que los canónigos de Santa Gúdula de Bruselas ordenan a los Capuchinos. “No den la comunión sino en el altar, durante el sacrificio de la misa”.
Mientras tanto, en 1614 se publicaba el nuevo Ritual Romano, que aunque admitía un rito especial para la comunión de los fieles, insiste en que se dé la comunión dentro de la misa. Se había extendido, sin embargo, la otra costumbre.
Cuando en 1742 un capellán de la catedral de Crema en Lombardía descubre esta rúbrica y quiere conformarse a ella, originó una gran controversia que llegó hasta Roma y dio ocasión para la publicación de la bula “Certiores effecti” de Benedicto XIV del 13 de noviembre de 1742, en la que el papa se puso del lado del capellán. Una de las frases decisivas de esta bula la recogería más tarde la encíclica “Mediator Dei” de Pío XII.
Pero ni con eso, la tendencia a separar la comunión de la Misa de detuvo, al contrario, siguió ganando terreno y triunfó plenamente durante el siglo XIX.
Pero al iniciarse el siglo XX se produjo un importante cambio de rumbo a partir del decreto sobre la comunión frecuente del Papa San Pío X, Sacra Tridentina Synodus de 1905 y muy especialmente de la encíclica “Mediator Dei” (1947) de Pío XII. En ella el Papa no sólo aprueba que se comulgue dentro de la misa, sino que alaba también el “deseo de aquellos que al asistir a la misa prefieren que se les dé la comunión con partículas consagradas en este mismo sacrificio”. AAS 39 (1947), 565.
Próximo capítulo: Origen, Historia y modo de la Comunión de los fieles.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La Comunión del celebrante.

A la comunión del celebrante, aún hoy en el Misal de Pablo VI en cada una de sus tres ediciones típicas, preceden algunas oraciones para uso privado del celebrante.
Una vez terminado el canon, vuelven a aparecer este tipo de oraciones privadas, añadidas en la Edad Media, coincidentes en su origen y procedentes de la extinguida liturgia galicana.
Las oraciones privadas de la comunión se refieren exclusivamente a la persona del celebrante, están redactadas en singular, excepto el “Quod ore sumpsimus” que viene en plural.
Este matiz privado nos indica el rumbo que tomó en su evolución la comunión desde fines de la antigüedad cristiana: sólo la del celebrante se considera como parte de la misa. La del pueblo empezó entonces a considerarse como añadidura circunstancial.
Signo de esto es que incluso el Misal de Juan XXIII de 1962 no se menciona entre las oraciones y rúbricas la comunión de los fieles. Concisamente se afirma: “Si hay algunos que piden la comunión, se les da ahora”. No hay descripción de la ceremonia en el Misal.
La primera de las dos oraciones actuales (las dos, obligatorias en el Misal del 62 y sólo una de las dos en el Misal del 69) “Domine Jesu Christe” no la encontramos hasta el Sacramentario de Amiens(siglo IX)
y nuestra segunda oración “Perceptio” la encontramos por primera vez en el Sacramentario de Fulda (c. 975), un documento de la familia del ordinario renano de la Misa.
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Domine Iesu Christe, Fili Dei vivi, qui ex voluntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum vivificasti: libera me per hoc sacrosantum Corpus et Sanguinem tuum ab omnibus iniquitatibus meis et universis malis: et fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas.
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Perceptio Corporis et Sanguinis tui, Domine Iesu Christe, non mihi proveniat in iudicium et condemnationem: sed pro tua pietate prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis, et ad medelam percipiendam.
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No eran éstas las únicas fórmulas que se decían en la comunión. Había una gran abundancia de ellas, y aún algunas alcanzaron durante la Edad Media mucha mayor difusión que las nuestras. Estas oraciones penetraron en la Misa como devoción privada. Pero actualmente es verdad que, a pesar de su origen privado, actualmente se parecen mucho más a las oraciones oficiales de la Iglesia que no a las privadas nuestras.
La primera es una maravillosa síntesis de toda la obra de la Santísima Trinidad. En ella aparece claramente el influjo del estilo antiguo, aunque galicano y bastante diferente del romano. Cuando luego pasa a la petición, fija su mirada en el Cristo glorificado, y mediante su presencia en su cuerpo y su sangre, se imploran las intenciones grandes y universales: liberación del pecado, fidelidad a sus mandamientos y la perseverancia final.
La segunda oración recuerda ligeramente el tema de las apologías: que Cristo nos preserve de una comunión indigna, que no nos sea ocasión de juicio y condenación, sino que por la piedad de Cristo, y no por nuestros meritos, nos sirva para defensa de alma y cuerpo. También se pide por el cuerpo, porque es nuestro cuerpo el que recibe el cuerpo de Cristo para salvación del alma.
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La comunión y las fórmulas que la acompañan.
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El rito de la comunión que era sumamente sencillo fue aún más simplificado con la reforma del Misal de 1969.
(Suprimida en el Misal del 69).
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Panem caelestem accipiam, et
nomen Domini invocabo.
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Tomaré el Pan Celestial e
invocaré el Nombre del Señor.
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Domine non sum dignus, ut
intres sub tectum meum: sed
tantum dic verbo, et sanabitur
anima mea. (3 v / 1 v Misal 69).
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Señor, yo no soy digno de que
entres en mi morada; pero mándalo
con tu palabra y mi alma será sana.
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(Simplificada en el Misal del 69).
Corpus (Domini nostri Jesu)
Christi custodiat (me) animam meam
in vitam aeternam. Amen.
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El Cuerpo de Nuestro Señor
Jesucristo guarde mi alma
para la vida eterna. Amen.
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(Suprimida en el Misal de 1969).
Quid retribuam Domino pro
omnibus quae retribuit mihi?
Calicem salutaris accipiam, et
nomen Domini invocabo. Laudans
invocabo Dominum, et ab inimicis
meis salvus ero.
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Con que corresponderé yo al
Señor por todos los beneficios
que de El he recibido? Tomaré el
Cáliz de la salud e invocaré el
Nombre del Señor. Con alabanzas
invocaré al Señor y quedaré libre
de mis enemigos.
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(Simplificada en el Misal del 69).
Sanguis (Domini nostri Iesu)
Christi custodiat(me) animam meam
in vitam aeternam. Amen.
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La Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo guarde mi alma para
la vida eterna. Amen.
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Quod ore sumpsimus, Domine,
pura mente capiamus: et de
munere temporali fiat nobis
queremedium sempiternum.
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Haz, Señor, que conservemos
con un corazón puro lo que con la
boca acabamos de recibir; y que
este don temporal produzca en
nosotros el remedio sempiterno.
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(Suprimida en el Misal del 69).
Corpus tuum, Domine, quod
sumpsi, et Sanguis, quem potavi,
adhaereat visceribus meis: et
praesta; ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et
sancta refecerunt sacramenta:
Qui vivis et regnas in saecula
saeculorum. Amen.
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Tu Cuerpo, Señor, que he
recibido, y tu Sangre, que he
bebido, se adhieran a mi corazón;
y haz que no quede mancha de
maldad en mi, a quien han
alimentado estos puros y santos
Sacramentos; Tu, Señor, que vives
y reinas por los siglos de los
siglos. Amen.
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En el culto estacional el Papa, sentado en su cátedra, tomaba inmediatamente después de la fracción de los dos panes de su oblación, la comunión con una de las partículas que partía con los dientes introduciendo la restante en el cáliz, mientras decía las palabras de la conmixtión.
En la Edad Media descubría el celebrante del cáliz (antes del Panem caelestem), llevaba la forma a la boca y en seguida tomaba el sanguis. A partir del siglo XIII aparece una cruz previa hecha con la forma y una genuflexión, y después de un rato de silencio la oración “Quid retribuam” y diciendo “Sanguis Domini nostri” se persignaba con el cáliz, hacía genuflexión y lo tomaba. Esta es la forma, que con el rezo intercalado del “Domine, non sum dignus” por tres veces, llegó hasta nuestros días.
Esta frase del centurión, repetida tres veces, se encuentra ya en las liturgias orientales y expresa la idea de que la comunión es una visita que nos hace el Señor bajo las sagradas especies. Sin embargo, la intención del centurión al pronunciar esa frase era expresar que no esperaba que Cristo vendría y se espantaba al solo pensamiento de que Cristo pudiera entrar en su casa. Nosotros al contrario, no sólo no nos espantamos de la visita de Cristo, sino que la pedimos ardientemente con estas palabras
Como podemos ver en el cuadro anterior, muchas de estas oraciones preparatorias, igual que las que acompañan a las abluciones, en el Misal del 69 han sido simplificadas o sencillamente suprimidas.
Deseo dejar constancia de otras dos fórmulas de salutación, desaparecidas con el Misal de San Pío V, que desde la Edad Media, se intercalaban entre la “Perceptio” y el “Panem caelestem” y que muy difundidas llegaron a ser muy populares.
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“Ave in aevum, sanctissima caro, meam in perpetuum summa dulcedo” (¡Te saludo perpetuamente, santisima carne, siempre mi máxima dulzura!).
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“Ave in aeternum, caelestis potus, mihi ante omnia et super omnia dulces” (¡Te saludo eternamente, bebida celestial, ante todas y sobre todas las cosas dulce para mi!).

A este grupo, seguía otro compuesto por versículos bíblicos, tomados ante todo del salmo 115 o del 17. Al lado de estos versículos que expresan confianza, se encontraban otros cuya razón de ser no era tan clara, como “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” o como en un Misal de Vich: “Quisiera conocerte, que me conoces a mi, así como yo soy conocido de Ti”.
Queda por explicar la oración “Corpus D.N.J.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen.” “Sanguis D.N.I.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen”. Ambas constituyen votos de bendición y de santificación que el sacerdote usa antes de su comunión personal. Provienen de la comunión de enfermos, de donde, por cierto, derivó el ceremonial entero de la comunión de los fieles, como veremos en el próximo capítulo. Las encontramos ya en el Sacramentario de Amiens del siglo IX.
Como sabemos han sido simplificadas por la reforma del 69 en “Corpus (o Sanguis) Christi custodiat me in vitam aeternam”. Diez siglos de historia borrados por el plumazo (y plomazo) de Annibal Bugnini.
Próximo capítulo: La frecuencia de la Comunión en los siglos.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El Agnus Dei y el Ósculo de la Paz.

El Agnus Dei.
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Conocida es la noticia del “Liber Pontificalis” según la cual fue el Papa Sergio I (687-701), natural de Siria, quien introdujo en Roma el canto del “Agnus Dei”. En efecto, todas las razones, internas y externas, prueban que los clérigos, huídos de Síria a causa de la invasión árabe, trajeron a Roma este canto.
El origen oriental del canto se hace patente en su primera palabra: “Cordero”. Esta expresión, que corresponde a nuestra palabra latina “hostia”: víctima, es el nombre con que designa en la liturgia bizantina la forma destinada a la comunión del celebrante. Califica nuestra ofrenda como víctima, cuyo estado de inmolación se expresa por la fracción, mejor dicho por estar fraccionada. Al contrario de la alegoría occidental que ve a Cristo padecer en todo el desarrollo de la misa, la concepción oriental concentra el recuerdo de la pasión sobre la ceremonia de la fracción. Con ella aplica y hace revivir en la misa la idea expresada en al Apocalipsis, del cordero que está como inmolado en medio del trono.(Apoc. 5,6)
En la liturgia siria se encuentra en el siglo VI esta invocación combinada con el “que quitas los pecados del mundo”, y aplicada a la forma. Mucho antes, pero sin relación con la eucaristía, se encuentra el “Agnus Dei” entero, o sea con el “miserere nobis” (ten piedad de nosotros) en el Gloria que, igualmente, es de origen oriental. Tanto allí como en nuestro texto, la palabra Agnus –expresión sagrada- la consideran indeclinable.
En este forma, o sea con el miserere nobis, que lo aproxima al Kyrie eleison, el Agnus Dei penetró en la liturgia romana precisamente cuando el culto estacional estaba en su apogeo y en él las comuniones numerosas de los fieles. Vino a sustituir al canto de un salmo que se solía cantar para llenar la pausa de la fracción.
Cuando más tarde, en el Imperio de los francos, la fracción se redujo al mínimo, y al mismo tiempo el ósculo de la paz se alargaba más que antes, el Agnus Dei se utilizó como canto para el ósculo de la paz. La noticia nos llega del siglo IX. Un poco más tarde se dice sencillamente que el Agnus Dei acompaña la comunión.
En el siglo X, y con más frecuencia en el XI, el miserere nobis se encuentra sustituido por el “dona nobis pacem”. Las continuas alteraciones de la paz en aquel periodo motivaron el que en vez del tercer “miserere nobis” se pusiera definitivamente el “dona nobis pacem”.
Una vez admitida esta modificación, pronto siguieron otras. En las misas de difuntos se sustituyó, la tres veces, el miserere nobis por el “dona nobis réquiem” (danos la paz), añadiéndose la tercera vez la palabra “sempiternam”.
El Agnus Dei se repetía cuantas veces hiciera falta como canto que era para llenar ciertas pausas.
Más tarde, al perder este carácter, las repeticiones se limitaron a tres. Los primeros testimonios de este modo de cantarlo son del siglo IX.
A veces encontramos intercaladas, entre una y otra repetición del Agnus, otras oraciones impetratorias.
Como canto de la fracción, y también luego como canto que acompaña el ósculo de la paz e incluso la comunión, el Agnus Dei se cantaba antes de la comunión, y como la época en que se introdujo en Roma, a saber en pleno siglo de oro del culto estacional, a pesar de que su carácter era el de una plegaria en forma de letanía, lo cantaba la schola, tal vez interviniendo en el canto el clero. Más tarde, entre los francos, lo cantaba sólo el clero, a veces en plena Edad Media, entreverándolo con “tropos”.
Sabemos que ya en el siglo XII lo rezaba también el celebrante en voz baja.
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El Ósculo de la Paz.
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Las primeras veces que encontramos mencionado el ósculo de la paz en el culto cristiano se nos presenta como ceremonia con la que termina la oración de los fieles. Así San Justino, Orígenes, San Hipólito y Tertuliano. Venía a ser una especie de Amén trasformado en rito. Aún hoy en la liturgia hispánica ocupa este sitio al final de la oración común de los fieles.
Pero cuando más tarde el rito de llevar las ofrendas al altar fue ganando importancia, el ósculo de la paz lo relacionaban con este rito, recordando sin duda la advertencia del Señor, de que el hombre no se acercase a Dios con dones sin haberse reconciliado antes con su hermano. Este parece ser el sentido de la ceremonia en las liturgias orientales. Únicamente las liturgias africana y romana evolucionaron aún más. Tanto que el Papa Inocencio I en su carta a Decencia del año 416 afirma que el beso de la paz, como señal de asentimiento del pueblo a lo que había dicho el celebrante, no debe darse antes de la solemne oración eucarística, sino después de la misma. Según esto, en Roma ya en los siglos V y VI daban el beso de la paz al final del canon. Como se ve, aun domina la idea de que esta ceremonia expresa la conclusión de la oración.
En el norte de África se dio en el siglo v un paso más, al trasladar la ceremonia hasta después del Padrenuestro , que seguía al canon, relacionándolo manifiestamente con la petición del perdón.
Cuando a fines del siglo VI, San Gregorio Magno quiso que se dijese el Padrenuestro como una especie de epílogo sobre las ofrendas consagradas, mientras estas estuviesen todas encima del altar, el ósculo de la paz se trasladó también en la liturgia romana después del Padrenuestro, entrando definitivamente entre las ceremonias de la comunión. La ceremonia en Roma pues se interpretó también el sentido de la Iglesia norteafricana: preparar, con el perdón que el hombre pide y recibe del hermano, el corazón para recibir el cuerpo del Señor. Con esto, el ósculo de la paz vino a ser un rito preparatorio de la comunión. El mismo San Gregorio cuenta que un grupo de monjes, amenazados por el naufragio, tomaron la comunión después de haberse dado mutuamente la paz. (Dial. III,36 PL 77, 304)
Como acto de rubricar el pueblo las oraciones del celebrante y también como expresión del mutuo perdón, el ósculo de la paz era ceremonia exclusiva de los fieles: el celebrante sólo intervenía para invitarles a que se diesen el beso de la paz. Y se limitaban a cambiar el saludo con el que estaba más próximo, siendo una ceremonia muy breve, pues era un solo ósculo.
Más tarde se dice ya claramente que el beso de la paz lo inicia el celebrante, tomando la paz de un beso al altar, al evangeliario o a la mismísima forma y trasmitiéndola de un modo jerárquico. Esta “comunión” que venía de Cristo y se trasmitía de unos a otros (aunque sólo los hombres) llegó a considerarse sustitutiva de la comunión sacramental con las especies eucarísticas.
Poco a poco, lo que fue un verdadero beso, se fue estilizando más y más y limitándose al clero y al coro. Era natural. Ceremonia nacida en la intimidad de las primeras asambleas cristianas, en las que se sentían todos hermanos, tenía que cambiar cuando esta comunidad fue ampliándose, si no se quería prescindir de ella totalmente.
Entre los maronitas cogen la mano del vecino para luego besar la propia. Los coptos se inclina ante el que está al lado y le tocan la mano.; los armenios se contentan con sólo la inclinación. En la liturgia romana el ósculo de la paz ha venido a convertirse en un abrazo que sólo llega a insinuarse con un par de breves roces de mejillas. En la liturgia bizantina el beso de la paz esta también estilizado y limitado al celebrante y diácono.
Desde Inglaterra, y arraigando especialmente en España, se propagó otro modo de dar la paz mediante el llamado portapaz, mencionado por vez primera en 1248. Es una tabla ricamente adornada que besa el celebrante para pasarla a continuación a todas las personas a las autoridades (si asisten) o a los que ocupan los primeros puestos en cada hilera de fieles de la nave de la iglesia.
En uso en las misas solemnes y cantadas hasta el Novus Ordo de 1969, no hay parroquia de construcción anterior a esta fecha que no conserve algún hermoso portapaz en material noble (bronce, plata, marfil, ébano...) que los acólitos pasaban a los fieles para trasmitirles la paz desde el altar.
La reforma de Pablo VI reintrodujo el signo de la paz para todos los fieles, y aunque la voluntad era intercambiarse el saludo de paz, con un beso o una estrechada de manos al más próximo, y de forma breve, la realidad es que ese momento se ha convertido en un momento de gran alboroto y movimiento. En primer lugar porque muchos celebrantes, de manera impropia y no deseada, descienden del altar y se dirigen a la nave para abrazar y besar al mayor número posible de fieles. Por consiguiente e imitándoles, los fieles se trasladan por toda la iglesia haciendo lo mismo. ¿El resultado? Un trastorno tal que hasta el Papa Benedicto XVI, consciente de que desaparece el silencio y el recogimiento auspiciados antes de la comunión, y no queriendo prescindir del gesto, tiene en mente trasladarlo a antes del ofertorio. ¡Quizá no fue una idea tan genial su reintroducción para todos los fieles con ese espíritu!
La oración por la paz que precede a la ceremonia en el Misal Romano del 62 es una típica apología.
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Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis: pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae tuae; eamque secundum voluntatem tuam pacificare et coadunare digneris. Qui vivis et regnas Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.
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Apología que, ahora reconvertida en oración comunitaria (peccata nostra por peccata mea), también precede al signo de la paz en las tres ediciones típicas del Misal de Pablo VI:
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Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: «La paz os dejo, mi paz os doy». No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
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Esta apología nació en el siglo XI en sustitución de otra nacida en el siglo IX con el siguiente texto: “Recibid el vínculo de la paz y caridad, para que seáis dignos de los sacrosantos misterios”. A lo que todos debían decir juntos: “La paz de Cristo y de su Iglesia abunde en nuestros corazones”
La actual oración, en cambio, considera la paz como una gracia que nos viene de Cristo y ruega a Dios nos conceda paz y unión fraterna para la Iglesia toda.
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Próximo capítulo: La Comunión del celebrante.
Extraído de Germinans Germinabit.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Fracción, conmixtión y “Pax Domini”.

Según el rito codificado por San Pío V y presente aún en el Misal Romano hasta la edición de 1962, cuando el celebrante pronuncia el “Per eundem Dominum” toma la forma y la divide encima del cáliz en tres partículas. Dos de ellas las coloca sobre la patena y con la tercera traza tres cruces sobre el cáliz diciendo en voz alta: “Pax Domini sit semper vobiscum”. A continuación la deja caer en el cáliz con las palabras “Haec commixtio” (que esta mezcla y consagración del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo nos sirva, al recibirla, para la vida eterna. Amén)
Tenemos pues tres acciones distintas: la fracción, la consignatio (tres cruces) y la conmixtión. La fracción y la conmixtión se recitan en silencio. Pero no así la “consignatio” que se recita en voz alta. Siguiendo como sigue muy poco después el ósculo de la paz, se puede imponer la sospecha de que las palabras “Pax Domini” estuvieron relacionadas originariamente con la ceremonia del beso de la paz. Tesis que estaría confirmada por el testimonio de San Agustín que atestigua come respuesta el “Et cum spiritu tuo”. (Serm. 227 PL 38; Enarr. in salm. 124,10 PL 37).
Sin embargo, al hablar de la primera conmixtión (capítulo 30) mencioné el “fermentum”, que en las misas no papales substituía al “sancta”. Se trataba de una partícula que el papa, o en sus respectivas sedes, los obispos enviaban los domingos a los sacerdotes de su ciudad episcopal que no podían asistir a la misa del obispo por atender a la cura de almas en sus parroquias. Los portadores del fermentum eran los acólitos.
Hasta el siglo VIII se mantuvo con todo rigor el principio de la única eucaristía los domingos: es decir, toda la comunidad cristiana debía reunirse alrededor de su pastor en el día del Señor. Pero cuando se trataba de una ciudad grande que hacía imposible la asistencia de todos los fieles a a una misma misa, se permitían varias; pero para no abandonar el principio de una eucaristía única, el obispo mandaba antes de su misa una partícula a los sacerdotes a quienes aquel domingo daba permiso para celebrar. Esta partícula la echaban al sanguis inmediatamente después del embolismo trazando sobre ellas tres cruces sobre el cáliz diciendo el “Pax Domini”. Lo mismo se hacía cuando celebraba un obispo el culto estacional de Roma en vez del Papa. Representaba pues, el “Pax Domini”, la unidad del sacrificio y el carácter de la eucaristía como vínculo de caridad y unión. Así pues el “Pax Domini” no fue tanto una invitación al ósculo de la paz sino una bendición para la conmixtión, con un deseo de unidad y paz para toda la Iglesia.
La supresión de la consignatio en la reforma del 69 y el traslado del “Pax Domini” como saludo al pueblo antes de invitarle al ósculo de la paz han hecho olvidar su genuino significado. El traslado de la apología (Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis…Señor Jesucristo que dijiste a los Apóstoles la paz os dejo, mi paz os doy..) justo después del embolismo y su actual aclamación cristológica, elevando sustancialmente esta oración de rango, resulta cuanto menos paradójica. No resulta extraño que el cardenal de Malinas-Bruselas, Cardenal Godfried Danneels en la ponencia conclusiva del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona el 5 de septiembre, propugnara la abolición de todas las apologías que aún quedaron en el Misal Romano tras la reforma de 1969 o que muchos sacerdotes, omitiendo el embolismo y la apología “Señor Jesucristo” pasen directamente desde el Padrenuestro al “Pax Domini” como invitación al rito de la paz.
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La modificación de la fórmula “Fiat commixtio”: introducción del pan ázimo y supresión de la comunión del pueblo.
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Al preparar la reforma del misal en el concilio tridentino se manifestaron reparos teológicos a la fórmula existente para la conmixtión: “Fiat commixtio et consecratio corporis de sanguinis D.N.I.Ch, accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen” (Que se haga conmixtion y consagración de la sangre con el cuerpo de N.S.J.C…)
Se referían estos reparos a la palabra “consecratio” y la posición del verbo (fiat) en la frase. Se suponía que todos entendían que no se trataba de una nueva consagración, pero por una parte parecía que el cuerpo y la sangre de Cristo no se unían sino en esta conmixtión, o sea que Cristo no existía antes entero en cada una de las especies. Así lo interpretaban los utraquistas, partido moderado de los herejes checos del siglo XVI, los husitas, que en el fondo pedían la comunión “in utraque specie” como manera de abolir el privilegio reservado al clero de comulgar con las dos especies.
Por otra parte, por consideración a la antigüedad de la fórmula, no querían cambiarla del todo. Y así, se contentaron con un compromiso, poniendo el “fiat” después del sujeto de la frase, con lo cual se modificó notablemente su sentido. Ya no es “hágase” sino “nos sirva”.
Pero,¿que era la “consecratio”? No la transustanciación, sino la preparación del cáliz para la comunión del pueblo. Consistía en echar algunas gotas del sanguis en un cáliz que contenía vino, pues la comunión del pueblo no se usaba el sanguis, sino vino mezclado con sanguis y la partícula que el Papa había puesto en el sanguis en la segunda conmixtión.
Para tal fin, el diácono mediante un colador en forma de cuchara, sacaba antes esta partícula del cáliz del Papa. La consecratio pues tenía lugar en este momento. La razón de tal modo de proceder sería la preocupación por conservar el principio de consagrar en cada sacrificio eucarístico un solo cáliz como símbolo de unidad del sacrificio. Además, no podemos desconocer que de este modo se les hacía más fácil transigir con el peligro de profanación al derramar algo del contenido del cáliz.
En el siglo IX se introdujo el uso del pan ázimo y aunque al principio seguían consagrando “panales” enteros (panes con las celdas marcadas, que luego partían) no tardaron en caer en la cuenta de que era más práctico preparar de antemano las partículas. Por lo demás, con la poca frecuencia de la comunión del pueblo, aún sin estos cambios, el rito de la fracción general había ido perdiendo gran parte de importancia y solemnidad. La fracción se hacía únicamente con la forma del celebrante que se dividía en tres partes mediante una doble fracción. De la primera fracción se hacía una partícula que ya no se conservaba para la próxima misa sino que se echaba en el cáliz. El resto de la forma se dividía aún en dos partes, una para la comunión del celebrante y otra para el viático de los enfermos.
Suprimida pues, la comunión del pueblo con la “consecratio” (mezcla) de vino, sanguis y partícula, la fórmula pasó a la conmixtión del corpus y el sanguis después de la primera fracción, la inmediatamente posterior al embolismo. Con el tiempo además, terminó indicando la terminación y perfección del sacramento al unirse ambas partes del mismo, expresando así la unidad de Cristo y su sacrificio.
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Próximo capítulo: El Agnus Dei y el Ósculo de la Paz.
Extraído de Germinans Germinabit.