sábado, 27 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Te igitur.

Después del Sanctus, canto de alabanza general dirigido a la Santísima Trinidad, con el “Te igitur” (Por tanto a Ti, clementísimo…) se vuelve a invocar a Dios Padre, en concreto al “Padre Santo” del prefacio. Allí se le invocaba para alabarle, ahora se le invoca para ofrecerle el sacrificio. Por eso al empezar a pronunciar las primeras palabras, el celebrante se inclina profundamente después de extender y levantar las manos y los ojos: esta inclinación es característica de las oraciones en las que pedimos a Dios que acepte alguna súplica nuestra. Aquí expresa, también con la postura corporal, nuestro ofrecimiento, rogando al cielo reciba benignamente nuestros dones.
La transición de alabanza a ofrecimiento es frecuente en las oraciones eucarísticas que conocemos. Es lo más obvio, dado el doble carácter de acción de gracias y de sacrificio que tuvo esta oración desde su aparición. El título de “Padre clementísimo” es de un sentimiento de ternura inusual en las otras oraciones litúrgicas. Evidencia que la suprema solemnidad de la oración puede ir empapada de la ternura más filial.
El “por Cristo, nuestro Señor” no es una pura fórmula rutinaria. Nos hace caer en la cuenta de que nosotros somos indignos de dirigirnos directamente a Él y por eso buscamos preocupadamente un valedor: Cristo mediador. No tiene absolutamente pues, carácter de formalismo. No es el final de una oración ya terminada, sino que es como su centro a una con el “rogamus et petimus”, con el que forma una unidad estrecha. Sólo es una petición en su forma exterior. Lo que pretende es presentar a Dios Padre nuestras ofrendas por mediación de su Hijo Unigénito y que se digne aceptarlas.
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Los tres nombres de las materias sacrificiales y las cruces.
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Las materias sacrificiales se designan con tres nombres: dona, munera y sacrificia (dones, oblaciones y sacrificios).
Dona: dones, es decir regalos que, considerados en sí mismos, los hombres los pueden también cambiar entre sí. Munera: Oblaciones, prestaciones exigidas por la ley como contribución a determinados fines públicos. Y sacrificia: sacrificios, que son ofrendas sagradas dedicadas a Dios.
Al decir estas palabras se trazaban tres cruces sobre la forma y el cáliz. Ordinariamente solemos tomar estas tres cruces como bendiciones del sacerdote a las materias sacrificiales. No es esto exacto, pues no las acompaña término alguno que hable de bendición, además las mismas cruces van envueltas en expresiones parecidas aún después de la consagración, cuando ya no tiene sentido hablar de bendición. Estas tres cruces no tienen más finalidad que señalar las ofrendas. Lo exigía así la solemnidad de la oración: eran de tanta categoría los dones, que había que señalarlos con la mano cada vez que se les mencionaba. Así lo exigían las leyes del antiguo arte retórico. Con el tiempo el gesto de pura inclinación se convirtió en una cruz. Tales cruces indicativas han sido eliminadas en la recitación del Canon Romano con la reforma de Pablo VI.
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Las intenciones.
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Después de la fórmula de ofrecimiento encontramos inmediatamente la manifestación de las intenciones por las que se ofrece el presente sacrificio.
No era nueva la idea cuando se introdujeron en el canon estas y las siguientes oraciones, allá por los siglos IV y V. Desde la cuna del culto cristiano la oración por determinadas intenciones se considera como parte principal del mismo. La novedad aquí era que, interrumpiendo la acción de gracias y el ofrecimiento, las metiesen en el mismo canon. A esta innovación se resistieron las liturgias hispánica y galicana. Para comprender esta innovación hemos de atraer la atención sobre el hecho de que eran los años de las invasiones de los pueblos germánicos, con todo el panorama apocalíptico de desolación que acompañaba el fin del Imperio Romano, pareciendo no bastar únicamente las plegarias comunes u oración de los fieles, después del Credo y la homilía. Había que buscar una mayor conexión con el mismo sacrificio, pronunciándolas dentro de la plegaria eucarística propiamente dicha. Además, no era conveniente que prevaleciese el tono de súplica sobre el ofrecimiento. Esto explica el que no todas las intenciones que se encomendaban en las preces entrasen en el canon: sólo entraron las más importantes: la conservación de la Santa Iglesia Católica, la incolumidad del Pontífice y la protección divina en general.
Pasadas las angustias primeras de la invasión, las oraciones de petición se redactaron en términos más generales, introduciendo entre las intenciones la unidad y el buen gobierno de la Iglesia, no sólo de Roma, sino de todo el orbe, y reservándose puesto especial para encomendar al obispo de la diócesis. En el epíteto “católica” salta el legítimo orgullo por la superioridad de la verdadera Iglesia sobre las sectas arrianas de los nuevos señores temporales: la Iglesia arriana era bastante reducida territorialmente, mientras la Iglesia verdadera se extendía por todo el orbe, era católica.
Pero no exageremos tampoco el influjo que pudieran tener los momentos de persecución sobre la formación de las oraciones. El pedir por la “Iglesia toda” fue idea muy querida siempre a los cristianos. Ahí están las oraciones de la Didaché o cuando el obispo San Policarpo de Esmirna (155-156) fue detenido y pidió que le dejasen orar unos momentos por toda la Iglesia Católica, extendida por el mundo. Lo mismo San Fructuoso de Tarragona (259) que en el momento de subir a la hoguera respondió con voz firme a un cristiano que le pedía le encomendara: “Yo tengo que orar por toda la Iglesia de Oriente y Occidente”.
Al pedir por la Iglesia entraban privilegiadamente aquellos que mayor influjo ejercían sobre ella: sus pastores. Desde los primeros tiempos se encomendaba no sólo al obispo propio, sino también al Papa. De Milán y de Ravena tenemos testimonios sobre esa costumbre del siglo V. Y los Papas lo urgían a juzgar por una carta de Pelagio I (561) a los obispos de Toscana (PL 68,398) Por entonces la palabra “papa” podía entenderse también del obispo de la región; por eso se decía expresamente que se trataba del “papa de Roma”. Estos textos litúrgicos son un testimonio espléndido a favor del primado de Roma. Adoptado el rito romano por los francos, en su fiel observancia de la nueva liturgia no pusieron otro nombre que el del Papa. Y eso por varios siglos. A partir del siglo XI comienzan a poner con más frecuencia el del obispo.
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La súplica por las autoridades civiles.
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En el siglo V en este mismo sitio se pedía por el Emperador. Al escindirse definitivamente el Imperio en dos mitades, como en Roma no quedaba más señor temporal que el Papa, en la redacción definitiva de la liturgia hecha por San Gregorio Magno no aparece su nombre. Encontramos algunos códices que lo nombran en el espacio de tiempo que va desde el siglo XI al XIII. Resulta evidente que las luchas entre el Papa y los emperadores dejaron su huella material en los códices a través de las raspaduras que borraban el nombre el emperador (considerado malo y pérfido, por supuesto). Con la progresiva desintegración del Imperio y la creciente formación de las nacionalidades, se advierte cada vez con más frecuencia el nombre del rey, cosa lógica también en países alejados del centro de Europa que siempre habían mantenido su independencia.
Cuando la reforma de San Pío V y su “Missale Romanae Curiae”, nacido en ambiente de luchas politicoeclesiásticas, se fueron imponiendo por toda la Iglesia, no volvieron a poner el nombre del Emperador y sí por vía de privilegio el del rey, si es que alguna vez lo habían dejado.
Muy pronto en España, y a partir del año 1761 en Austria.
Próximo capítulo: El “memento” y el “communicantes”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 17 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Cronología de la evolución del canon.

Entre la anáfora de San Hipólito (siglo III) y el texto más antiguo conservado del actual canon (siglo VIII), que no difiere del actual canon romano sino en algunos pormenores, hay un espacio de casi cinco siglos en que faltan casi por completo documentos sobre el canon. Mediante estudios comparativos se ha conseguido ascender hasta el siglo VI. Pero quedan aún en la oscuridad unos tres siglos. Y estos tres siglos son decisivos para la formación del canon. Nos quedan de aquella época únicamente algunas citas que aluden a las oraciones del canon. Sobre ellas hemos de construir las hipótesis sobre el canon. Prefiero dar aquí una breve síntesis cronológica de la evolución del canon para tener una idea clara de conjunto antes de bajar a detalles en los capítulos siguientes.
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La transición del griego al latín: siglo III al IV.
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La anáfora de San Hipólito está redactada en griego. Es decir, que la diferencia más notable entre ella y el canon romano es la distinta lengua. El cambio de lengua que observamos en el canon tenía que darse con la paulatina desaparición del uso del griego en la vida pública. Tal vez diríamos mejor, con la desaparición del elemento oriental entre los cristianos de Roma que, como sabemos, en los primeros tiempos se componían en parte de extranjeros venidos de Oriente a la capital del Imperio. El tránsito del griego al latín no se hizo de golpe. Por una parte, nos encontramos con las primeras inscripciones latinas en las tumbas papales de la segunda mitad del siglo III y por otra, se cita todavía hacia el 360, un pasaje griego de una oración oblativa romana. Debieron coexistir durante bastante tiempo en Roma ambas lenguas, lo mismo en la vida social que en el culto.
En la mitad del siglo IV se dieron, tal vez como versión de un original en lengua griega, una oración parecida al “Te igitur” un poco más breve, con el núcleo principal del “Quam oblationem”, con las palabras de la consagración muy parecidas a la actual redacción, y también con una oración de ofrecimiento y recuerdo (memento) que de hecho es el germen de las dos oraciones “Supra quae” y “Supplices”. Estos datos se basan en una cita que S. Ambrosio hace del canon romano en una de sus catequesis (De Sacramentis IV 5, ss) y en una oración del antiguo rito visigótico (Liber Ordinum). Hacia fines de este siglo se añadieron al final de canon los primeros mementos de difuntos y las primeras súplicas por los fieles en general.
Muy pronto, a principios del siglo V, debió añadirse al “Te igitur”, el imprimis con el Memento de vivos, época en que la oración de los fieles, ya en disolución, penetró en el canon como oraciones intercesoras, es decir, la petición por la Iglesia, las autoridades eclesiásticas y civiles, juntamente con la lectura de los nombres de los oferentes. En sí había que suponer que siguiendo la costumbre oriental, tales oraciones intercesoras se intercalasen después del canon. Pero no fue así, sino que las pusieron en el sitio que hoy ocupan, quizá porque al final del canon, en algunas misas, se bendecían los frutos de la naturaleza y se terminaba el canon con una doxología.
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El papa San León Magno: mitad del siglo V.
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Sobre la mitad de este siglo, y probablemente ya mucho antes, debió de haber al acabar el canon, un memento de difuntos. No hablan de él los documentos de la época, seguramente porque no pertenecía a la misa ordinaria, sino que se intercalaba únicamente en las misas de difuntos. Enlazaba probablemente con una frase final de la oración anterior en la que se pedía una comunión fructuosa y le seguía una súplica a los santos, pidiendo la unión con ellos. Se mencionarían ya entonces, como lo hacían las liturgias orientales, los santos Juan y Esteban. Fácil de comprender era que el eje en torno al que giraba este grupo de oraciones era la comunión. En época algo posterior se limitó la petición de la comunión con los santos a sólo los clérigos, añadiéndose las palabras “peccatoribus famulis”.
Con esto nos acercamos al pontificado de San León Magno. A él se atribuye la introducción del “Hanc igitur”, oración en que se indicaban los nombres de las personas por las que se ofrecía el sacrificio, en contraposición o elemento complementario del Memento, en que se leían los nombres de los que habían contribuido a la celebración con sus ofrendas. Del mismo papa parece ser el “Communicantes”, que lo añadió al Memento tomando por modelo una oración oriental, por cierto de historia curiosa. Se cuenta que fue San León quien a partir de las palabras “per manus angelorum” formó otra oración distinta: el “Supplices te rogamos” añadiendo el actual final (sanctum sacrificium, immaculatam hostiam).
En esta refundición, cambió el plural “angelorum” por el singular “angeli”, dando así al “Supplices” carácter de epíclesis, a imitación de modelos orientales. Si no existía ya antes, la petición de una comunión fructuosa data por lo menos de esta época. En cambio, el Memento perdió ahora todo su interés por comenzar a encomendarse a los difuntos en el Hanc igitur. Con esto, el “Nobis quoque”, hasta ahora una sola frase, quedaba aislada, y hubo que amplificarla para subsistir como oración independiente. Se puso el nombre de algunos otros santos con una fórmula final de redacción mejorada, uniéndola directamente con el Supplices.
(es recomendable leer esta explicación siguiendo la explicación con el texto del canon delante)
En el siglo VI, fuera de la adición de todavía más nombres de santos al Communicantes y al Nobis quoque, no se registra cambio alguno. La mayor parte de aquel canon coincidía ya con el nuestro.
Los cambios más importantes no aparecen antes del fin de este siglo, cuando San Gregorio Magno fija definitivamente el texto que en la actualidad recitamos. Ordenó y completó las dos listas de santos y dio forma definitiva al “Hanc igitur”, quitándole el primitivo carácter de oración en la que se encomendaban las personas e intenciones por las que se ofrecía el sacrificio. Este pasa a ser ahora el momento de la epíclesis, dando la debida relevancia al “Memento etiam”, es decir poniéndolo no con las demás oraciones intercesoras antes de la consagración, sino en su sitio primitivo, a continuación del “Supplices”, porque debe enlazar con la oración que ruega por una comunión fructuosa y que hace de puente a la petición de la comunión de los santos. Los difuntos, privados del consuelo de la comunión, han de recibir por lo menos como alivio en sus sufrimientos, el sufragio del sacrificio ofrecido por ellos.
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Intervención de los francos.
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Aunque San Gregorio fijó definitivamente el canon, los francos no se pudieron ahorrar algunas modificaciones. Así, Alcuino de Cork añadió en el Memento las palabras “pro quibus tibi offerimus vel…” Le pareció atrevido decir que los que contribuían con sus ofrendas a la celebración eucarística, ofrecían realmente el cuerpo y la sangre de Cristo,
Empezaron además a rezar el canon en voz baja, separándolo cada vez más del prefacio en el tono. Con el trasplante de la liturgia romana al Imperio de los francos aumentaron también las cruces que se trazaban sobre las ofrendas. Anteriores a esta época son únicamente las del “Te igitur”, “Quam oblationem”, “Unde et memores” y “Per quem haec omnia”. Nos informa de ello una carta del papa Zacarías a San Bonifacio con la mención de un “rótulo” (rollo) en que se consignaban las cruces que habían de hacerse en el canon. Las cruces de la doxología final, del Supplices y del Pax Domini son posteriores.
En el siglo XI aparecen los cinco “Amen” que se añaden detrás del “Per Christum Dominum nostrum” del Communicantes, Hanc Igitur, Memento etiam, Nobis quoque y Supplices.
Otras adiciones aparecieron y desaparecieron apenas nacidas. No creo sea de gran interés el comentarlas.
Próximo capítulo: "Te igitur".
Extraído de Germinans Germinabit.

domingo, 14 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El Sanctus.

Primeras noticias.
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La anáfora de San Hipólito es la única plegaria eucarística en que falta el Sanctus. Por una cita de San Clemente, que alude evidentemente al texto litúrgico del Sanctus tal como se encuentra en las liturgia orientales (combinación de los dos pasajes de Isaías y Daniel) deducimos que ya se usaba a fines del siglo I, señal manifiesta de que lo cantaba también la Iglesia primitiva. En efecto, armoniza maravillosamente con la idea de acción de gracias, toda vez que la razón última y definitiva de nuestras alabanzas será siempre la santidad infinita de Dios, uno y trino.
El texto litúrgico del Sanctus en lengua latina deja sin traducir la palabra “Sabaot” (multitudes, ejércitos) que no se refiere únicamente a los coros celestiales, sino a todos los seres creados por Dios. En todos ellos brilla y resplandece la gloria de Dios, que llena la tierra. En lugar de “gloria sua” del texto escriturístico se dice en el texto litúrgico “gloria tua”. El centro de la glorificación está, sin duda, en los cielos; por eso se le añaden las palabras “caeli et” ausentes en el texto bíblico, que se refería sólo al culto del templo. Con esta adición se hace resaltar la aspiración universalista de la naciente religión cristiana. No sólo el templo, sino toda la tierra y el cielo están llenos de la majestad de Dios. Así queda además mejor justificado el porqué se atribuye este canto a los coros celestes. Otra prueba de lo arraigada que estaba en la antigua Iglesia la idea de que la liturgia de los cielos tiene que ser el modelo de la nuestra, la de la tierra. En la anáfora egipcia de San Marcos se desarrolla con toda pompa la magnificencia de esta liturgia celeste.
La introducción de la segunda parte del Sanctus, el llamado Benedictus es sin duda posterior. El primer testimonio que de él poseemos es del siglo VI y se lo debemos a San Cesáreo de Arles (Sermón 73,3 PL, 39, 2277). Nace pues en la Iglesia galicana, y de ella pasó luego a la romana, y en el siglo VIII a los ritos orientales. El “qui venit” que según se pronuncie puede significar presente, futuro o pasado, se traduce con razón como “el que viene”. Este es el sentido del texto original griego, y realmente, al que saludamos, se está continuamente acercando a nosotros en el sacramento y, al fin de los siglos, “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.
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El canto del Sanctus.
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Desde la más remota antigüedad cristiana sabemos que era cantado por todo el pueblo. Lo atestigua también el Liber Pontificalis. Sin embargo, parece que ya entonces se advertía en Roma la tendencia a dejárselo a los clérigos, Algo más tarde, en el culto estacional de los siglos VI y VII, vemos como el pueblo ya no interviene, a diferencia de lo que sucedía ordinariamente entre los francos. Poseemos por otra parte, noticias del siglo XII por las que deducimos que el pueblo lo cantaba a una con el celebrante.
La melodía era muy sencilla: tan sencilla que un musicólogo del siglo VIII, Aureliano de Reome, ni siquiera lo enumera entre los cantos del ordinario de la Misa. En los pueblos jóvenes del Norte, el júbilo con que cantaban este texto, dio motivo a la utilización de instrumentos musicales. Aquí es donde se menciona por vez primera el órgano. Nos dice Honorio Augustodunense que no se contentaban con cantarlo todos juntos (celebrante, clero y pueblo) sino que además tocaban un instrumento del que se deriva el actual órgano: “conclamare et organis concrepare”.
Todas las noticias coinciden en la gran popularidad del canto del Sanctus en la Edad Media. De este modo tuvieron especial empeño en solemnizar la última intervención que se permitía al pueblo antes del gran misterio, centro de su fe.
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El Sanctus y el silencio del canon.
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En la época carolingia expresamente se prohibía al celebrante seguir con el “Te igitur” mientras no se terminara de cantar el Sanctus. Pretendían rodear del máximo respeto el segundo gran silencio de la misa sacrificial, que según la idea nórdica del misterio, debía guardarse en momentos tan augustos del sacrificio.
Hacia fines de la Edad Media se fue perdiendo el respeto a este silencio. El canto del ofertorio o del motete que se cantaba después del ofertorio llenaba todo el tiempo del ofertorio: lo mismo hicieron con el canon. Bajo el influjo de la polifonía el canto del Sanctus duraba hasta la consagración. En esa misma época, siglo XVI, se mandó separar el Sanctus del Benedictus, para cantar esta segunda parte después de la consagración, por no tener tiempo para poder cantar ambos entre el prefacio y la elevación. Decididamente, la polifonía triunfaba por encima del canon. Sin embargo, era un modo de volver, sin darse cuenta, al croquis primitivo; sólo que ahora la acción de gracias y alabanza no será cosa primitiva del celebrante, el cual –a excepción de los breves momentos de la consagración- a los ojos del simple espectador, queda relegado a segundo término.
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La postura.
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En la historia de las rúbricas se enfatiza que el celebrante rece el Sanctus con el cuerpo inclinado. Expresión antiquísima para mostrar la reverencia. Así se prescribe en el primer Ordo Romanus no sólo para el Sanctus sino para todo el canon, por lo menos al clero que asiste al coro. Únicamente el celebrante podía enderezarse acabado el Sanctus, santiguándose al Benedictus y entrando así en la Plegaria eucarística, por ser ésta el “sancta sanctorum” de la celebración, erguido y con paso resuelto.
Próximo capítulo: "Cronología de la evolución del canon".
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 11 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El prefacio.

¿Qué significa la palabra “praefatio”? En la liturgia romana precarolingia, pese a la variabilidad de la oración que precede al Sanctus, no se la consideraba separada de la oración solemne. Tanto el nombre de canon como el de praefatio servían para designar toda la plegaria eucarística. Praefatio significa una oración solemnísima, elevada por la comunidad a Dios en su presencia. Con esta significación se encuentra ya en la antigüedad pagana. Virgilio habla de un “praefari divos”, y para Suetonio praefatio era sencillamente la oración unida al sacrificio.
La preposición prae- tiene aquí una idea local y no temporal, como en las palabras prealectio y praedicatio, es decir acciones que se hacen delante o ante alguien, en presencia de otros, pero no antes que otra cosa.
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El diálogo introductorio: su antigüedad y significado.
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Llama la atención la veneranda antigüedad del diálogo introductorio del prefacio, que poco difiere, como se vio en el capítulo anterior, del que encontramos en la anáfora de San Hipólito y en otros documentos antiguos. Lo comentan ya San Cipriano y San Agustín. Sobre todo se fijan en el “sursum corda”. Para S. Agustín, la invitación a levantar los corazones es la expresión exacta de la postura cristiana durante la oración. Le recuerda aquellas otras palabras de San Pablo: “Buscad lo que está arriba” (Col. 3,1)
Cristo, nuestra cabeza, está en el cielo; allí deben estar también nuestros corazones.
Pero más que el contenido exacto del diálogo debe interesarnos el hecho de que en él se invita a los fieles a que expresen mediante aclamaciones su adhesión a lo que el celebrante va a decir. Estas aclamaciones son un legado de la cultura antigua. Su expresión más antigua era la palabra “axios”, al que corresponde en latín el “aequum et iustum est” (dignum et iustum est que no coincide con el “justo y necesario” de la traducción española o el “cal fer-ho i és de justicia” de la catalana, por cierto)
En el prefacio, el celebrante no quiere honrar a Dios como particular, sino como representante de la asamblea litúrgica, y esta no puede actuar sin el celebrante, ni siquiera es conveniente que pronuncie ella la oración solemnísima juntamente con el sacerdote. Eso sí, no debe dejar de mostrar su asentimiento antes de empezar el celebrante la oración eucaristica. El diálogo refleja bien, por lo tanto, la estructura jerárquica de la comunidad reunida ante Dios, definiendo exactamente hasta donde debe llegar la participación del pueblo en el culto durante estos momentos, los más impresionantes.
Otro detalle: el sacerdote no se vuelve hacia el pueblo cuando canta el “Dominus vobiscum”. Se lo impide un fino sentimiento de respeto: está en presencia de Dios y no puede apartar el rostro de Él.
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El modo de recitarlo.
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Corresponde al celebrante recitar de manera solemne, por lo menos hasta el Sanctus, el prefacio. Ya hice hincapié que antes de empezar a rezarse el canon propiamente dicho en voz baja, lo recitaban en un tono sencillo de lección, por no poder exigir a todos los celebrantes (especialmente a los más ancianos) que cantasen toda este largo esquema de oraciones con la misma solemnidad. Es verdad que el tono del prefacio no era tan complicado como ahora. Cuando el canon dejó de cantarse, la melodía del prefacio fue formándose más artísticamente. No se contentaban en cantarlo en un tono sencillo con algunas cadencias finales, sino que fueron introduciendo melodías variadas, eso sí, de cierta gravedad, sin que pasaran nunca al canto figurado.
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La teología del prefacio.
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La acción de gracias es el tema esencial de todos los prefacios y esta nota sirve para descubrir en él una de las partes más antiguas de la “eucharistia”. El agradecimiento se expresa en primer lugar con un verbo: gratias agere. Lo mismo que en el Gloria; con la única diferencia de que el prefacio de la liturgia romana no ha sufrido influencias orientales, que aquí, como en el Gloria, acumulan muchos más sinónimos. Otro tanto se diga de los nombres de Dios que vienen a continuación. Las anáforas orientales y el Gloria presentan una cantidad abrumadora de títulos. El prefacio romano se contenta sólo con unos cuantos, agrupados actualmente de la siguiente manera: Domine sancte, Pater ominipotens, aeterne Deus. Quizá primitivamente debió darse otra la combinación de sustancias y epítetos.
El primer título (Domine) cargado de recuerdos históricos, por su fuerza expresiva, y también por ser el primero de la serie, y para graduar mejor el acento progresivo de la expresión, quedaba sin epíteto: “Señor” traducción del Kyrios griego.
“Sancte Pater” recuerda el “Pater clementissime” del canon y el “ominipotens aeterne Deus” nos es familiar por las colectas.
A los títulos sigue la fórmula del mediador “por Cristo Nuestro Señor”. Cristo no es sólo mediador que presenta nuestros ruegos aDios y nos alcanza sus gracias, sino también por el hecho de que en nuestro nombre da el tributo de alabanza al Padre. Desde un punto de vista estilístico, evidente en el ritmo de la oración, la fórmula del mediador es el punto cumbre de la oración que rápidamente pasa al Sanctus.
El nombrar a los ejércitos celestes en compañía de los santos del cielo hace de puente: esta corte celestial se sirve de la mediación de Cristo para presentar sus alabanzas al Padre. Cristo es el rey de la gloria eterna y el primogénito de toda criatura. La enumeración de los coros celestiales posee carácter bíblico y la lista más completa la tenemos en el prefacio común.
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El “canon de los prefacios” del siglo XI.
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Todos los prefacios, fuera del común, no son otra cosa que fórmulas ampliadas a partir de un mismo tipo, usadas con ocasión de las fiestas.
Contra un número exagerado de prefacios (en el Leoniano se contabilizan 267 y en Gelasiano, 54) se produjo una reacción. Por eso San Gregorio recoge en su Sacramentario únicamente 14, entrando en la cuenta el común. La mitad de estos no tenían aplicación en el Imperio franco por estar dedicados a fiestas particulares de Roma. Los siete restantes son los de Navidad, Epifania, Pascua, Ascensión, Pentecostés, los Apóstoles y el común. A estos se añadieron los de la Santa Cruz (siglo IX), el de la Stma. Trinidad, proveniente de España se eligió a partir del siglo XIII para el domingo después de Pentecostés que más tarde se convertiría en el de la Stma. Trinidad.
La antigua tradición romana conocía el de Cuaresma que ya encontramos en el Gelasiano y más tarde en el Gregoriano. Estos 10 prefacios formaban desde el siglo XI el llamado “canon de los prefacios” y sólo fue abandonado en tiempo recentísimo. En el siglo XI, el papa Adriano II introdujo por el sínodo de Piacenza, el prefacio de la Virgen, cuyo texto data del siglo IX.
Ni qué decir tiene que en el Baja Edad Media no se contentaron con esta sobria lista de prefaciones. Alcuino presenta una larga lista de ellos, igual que un misal renano del siglo XI (Misal de Leofric) y como contemplamos en los misales francos.
Fue una innovación histórica cuando, rompiendo definitivamente con la costumbre observada durante ocho siglos, el Papa Benedicto XV en 1919 impuso el prefacio de difuntos cuya ascendencia está en la antigua liturgia hispánica y que también habían conservado algunas diócesis francesas.
Le siguieron más tarde el de San José y en los años 1926 y 1928 respectivamente, los de Cristo Rey y el Sagrado Corazón.
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El infinito número de los prefacios de la segunda Edición Típica del Misal Romano (1975).
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Resulta evidente que a pesar de la tendencia a enriquecer el canon de los prefacios que apareció a principios del siglo XX, especialmente con la elevación de la categoría litúrgica de algunas fiestas, lo ocurrido con el número de los prefacios en la reforma litúrgica posconciliar es algo nuevo y diverso: parte no tanto de un enriquecimiento del canon de prefacios sino de una nueva mentalidad: la recuperación de la mentalidad y tendencia que la reforma de San Gregorio redujo radicalmente. Pensemos que eran raros los días en que se decía prefacio especial. El prefacio común era el que se decía durante muchos siglos incluso los domingos. Sólo en el siglo XIII empezó a sustituirse, como dije, por el de la Stma. Trinidad hasta que en 1759 la Sagrada Congregación de Ritos lo impuso como prefacio dominical porque, como dice el decreto, “fue un domingo cuando el Padre empezó a crear el mundo, resucitó Jesucristo y bajó el Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.
La reforma posconciliar nos ha dejado un nuevo panorama, que no puedo ni deseo juzgar porque me siento incapacitado para ello.
He aquí el listado (y seguramente se me escapan algunos):
Adviento 4, Natividad 3, Epifanía 1, Cuaresma 5, Pasión 2, Pascua 5, Ascensión más después de la Ascensión 3, Ordinario 10, Bautismo 2, el de Confirmación, 3 de Eucaristía, 2 de Ordenaciones, 1 de Penitencia y Unción de Enfermos, 5 para la Virgen más otros 2 para la Inmaculada y Asunción, Ángeles 1, San José otro, 2 de Apóstoles, 2 de Santos, 1 para Mártires, otro para Pastores y otro para Vírgenes y Religiosos, 9 prefacios comunes y 5 de difuntos. A todos estos añadir el de Cristo Rey y el Sagrado Corazón y también el de la Transfiguración y el Bautismo del Señor y por ahí escondidillo el viejo prefacio para la fiesta de la Santísima Trinidad. Total 78.
A todos estos añadimos el de Plegaria Eucarística II y el de la IV que deben decirse como un todo (aunque la mayoría escoge prefacio y recitan la Prex II). Son 80.
Junto a todos estos los 4 de las 4 modalidades de la Plegaria Eucarística V (A, B, C Y D) más los dos de la Plegarias de la Reconciliación (I y II) y los prefacios de las tres modalidades de Plegaria Eucarística con Niños (I, II y III). Si no me equivoco porque soy de letras, 89.
Se quedaron descansados Bugnini, el Cardenal Prefecto James Robert Knox, Virgilio Noé y las benditas madres que los trajeron uno a uno al mundo.
« Infinitus est numerus stultorum sicut praefationes » El número de prefacios es infinito como el de los idiotas.
Entre esto, y la voluntad expresada por el Papa Benedicto XVI en la promulgación del Motu Proprio “Summorum Pontificum” de enriquecer con algunos prefacios el Misal del Beato Juan XXIII de 1962, en vigor como forma extraordinaria del rito romano, existe un autentico abismo.
Próximo capítulo: "El Sanctus".
Extraído de Germinans Germinabit.

lunes, 8 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La anáfora de San Hipólito y su continuidad en el canon romano.

Como anunciaba el capítulo anterior, transcribo a continuación la anáfora de San Hipólito, escrita en Roma con toda probabilidad hacia el año 215 en lengua griega, lengua litúrgica de la Iglesia Romana hasta entonces. He aquí el texto:

“El Señor esté con vosotros
Y contigo
Levantemos los corazones
Los tenemos en el Señor
Demos gracias al Señor, Dios nuestro
Es cosa digna y justa

Gracias te damos, ¡oh Dios! Por medio de vuestro amado Hijo Jesucristo, a quien nos enviasteis en estos últimos tiempos como Salvador, Redentor y Nuncio de vuestra voluntad, el cual es vuestro Verbo inseparable, por quién Vos hicisteis todas las cosas, y en quién pusisteis vuestras complacencias.
Lo enviasteis del cielo al seno de una Virgen, donde tomó carne por obra del Espíritu Santo, nació de la Virgen y se reveló como vuestro Hijo.
El cumplió vuestra voluntad y os conquistó un pueblo santo; y para librar del castigo a los que en Vos creyeron, extendió los brazos al padecer.
El cual, al salir espontáneamente al encuentro de su Pasión, a fin de desatar los lazos de la muerte y de romper las cadenas del diablo, de aplastar al infierno, de llevar luz a los justos, de dar el último complemento a la creación y de revelar el misterio de la Resurrección…
“tomando el pan y dándoos gracias dijo: Tomad y comed: ESTO ES MI CUERPO QUE POR VOSOTROS SERÁ QUEBRANTADO.
Del mismo modo, tomó el cáliz diciendo: ESTA ES MI SANGRE QUE POR VOSOTROS ES DERRAMADA; cuando esto hiciéreis, hacedlo en memoria mía”
Acordándonos pues, de su muerte y resurrección, os ofrecemos el pan y el cáliz, dándoos gracias por habernos hecho dignos de estar en tu presencia y de servir.
Os rogamos pues, que enviéis vuestro Espíritu Santo sobre la oblación de la Santa Iglesia. Reuniéndolos como en un solo cuerpo, conceded a todos vuestros santos que sean confirmados en la fe verdadera, a fin de que os alabemos y glorifiquemos por medio de vuestro Hijo Jesucristo, por el cual es dada gloria a Vos, Padre, Hijo con el Espíritu Santo, en vuestra Santa Iglesia ahora y por los siglos de los siglos. Amén.”
BOTTE,B. Hippolyte de Rome, “Sources Chretiennes” II , Paris 1946.

Todos los grandes autores defienden la tesis de la continuidad literaria entre esta anáfora y nuestro canon romano, aunque falten documentos hasta el siglo VIII, en que aparece con algunos pocos retoques por primera vez nuestro canon y prefacio actuales. Un examen crítico nos permite remontar al siglo VI y hasta para algunos pormenores al V. ¡Lástima que la época en que se formó definitivamente nuestro canon, es decir los siglos IV al VI, esté envuelta para nosotros en tanta oscuridad! Lo único que sabemos con certeza es que en el siglo IV existía ya parte del actual canon, pues se cita una frase de la oración “Supra quae” en un documento de aquel siglo y San Ambrosio reproduce en su “De Sacramentis” (IV 5 ss.) desde el “Quam oblationem” con la consagración, el “Unde et memores” y el “Supplices te”.
Además una carta del papa Inocencio I al obispo Decencia de Gubbio, del año 416 nos dice que por entonces se introdujo la costumbre de poner los nombres de los oferentes en el canon, o lo que es lo mismo, nos da cuenta del origen de los Mementos.
Podemos afirmar pues que a fines del siglo V existía ya el canon en una forma muy semejante a la nuestra. Las modificaciones posteriores se deben principalmente a San Gregorio, que revisó la redacción del Hanc Igitur y las dos listas de santos y puso el Paternóster en el sitio que actualmente ocupa.
Los apelativos más antiguos con que se cita el Canon Romano son “Eucharistía” en el sentido primitivo de acción de gracias, o simplemente “oratio” o “prex”. A veces se llama “predicatio” o “actio”. En un manuscrito del Gelasiano, todo este conjunto viene encabezado “Incipit canon actionis”: empieza el canon de la acción.
Y la pregunta que fácilmente nos viene a la cabeza es: ¿cómo se explica que este conjunto considerado como un todo se haya escindido en prefacio y canon?
La solución hay que buscarla en el periodo en el que los francos adoptaron la liturgia romana. La mentalidad de aquella clase rectora estaba formada en las antiguas tradiciones galicanas, que como sucedía en nuestra misma liturgia hispánica, no conocían el canon, es decir el conjunto invariable de oraciones que forman la solemne oración eucarística. Así nos lo revelan los escritos de San Isidoro que prestan un fuerte apoyo a la concepción antigua, es decir un conjunto de oraciones aisladas y distintas en cada formulario, que Isidoro llamó “oratio sexta” que según él empieza después del Sanctus y termina antes del Paternóster.
Cuando los francos acostumbrados a esta división, adoptan la liturgia romana, ven que la parte correspondiente en la misa romana a la oratio sexta era prácticamente invariable, en cambio no se fijan en que era mucho más extensa y comprendía también la oratio cuarta isidoriana, es decir, lo que hay antes del Sanctus, véase el prefacio. Y como prefacio significaba para ellos prólogo, es decir algo previo y variable en los antiguos sacramentarios como el Leoniano que reportaba más de 200 fórmulas, lo separan del canon.
Aún encontramos otra posible razón: en el primer Ordo Romanus (Patrologia Latina 35, 2329) leían que el obispo, después del Sanctus “se levanta y solo entra al canon”. Estrictamente esto significa que el celebrante continua solo la recitación del canon, pero para ellos era una alusión a que entraba solo en el “sancta sanctorum” de la plegaria eucarística, y además como por influencia de la abolida liturgia galicana empezaron a recitar en voz baja la secreta, creyeron con más razón debía recitarse de este modo la plegaria eucarística.
Otro elemento que sin duda también benefició esta separación fue que después del Sanctus, y según la antigua tradición romana, el celebrante no cantaba la plegaria eucarística sino que la recitaba con tono sencillo de lección. A esto se añadía la imposibilidad práctica, sobre todo a una cierta edad en la cual yo mismo me incluyo, de cantar todo el canon.
Todas estas razones pues, contribuyeron a que se desglosara el prefacio del canon.
A partir de este momento el canon empezó a ser considerada como oración vedada a los seglares durante más de un milenio, prohibiéndose la traducción de los textos de la misa en lengua vulgar. Prohibición renovada por última vez por Pío IX en 1857, aunque sin urgirse su cumplimiento. Con ocasión de la revisión del Índice de los libros prohibidos por León XIII en 1897 se prescindió de aquella prohibición.
Esta división entre prefacio y canon repercutió hasta en la manera de presentar ambas oraciones en los misales. A partir de un cierto momento (algunos manuscritos del siglo VIII) la T del “Te igitur” aparece lujosamente adornada e iluminada con miniaturas hasta convertirse finalmente en la cruz que fue apareciendo en todos los misales y que separaba el Sanctus del “Te igitur”.
Al mismo tiempo de esta ornamentación de la T, desaparece hasta no dejar rastro a fines de la Edad Media, aquella señal, abreviatura y adorno al mismo tiempo, que los manuscritos ponían antiguamente al principio del prefacio: la V y la D del Vere Dignum del prefacio y que fue el último vestigio de la primitiva y antigua concepción de la plegaria eucarística como conjunto de todas las oraciones comprendidas entre el Dominus vobiscum del prefacio y el “Per omnia saecula saeculorum. Amen.” antes del Padrenuestro.
El último escrito medieval que considera esa unidad es el “De actione missae” de Floro Diácono, del siglo IX. (PL 119, 15-102).
Próximo capítulo: "El prefacio".
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 6 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Idea, origen y evolución de la plegaria eucarística.

Con el “Dominus vobiscum” del prefacio se abre la Solemne Oración Eucarística y no se cierra hasta el “Per omnia saecula saeculorum. Amen” antes del Padrenuestro.
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La acción de gracias.
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Para explicar el origen y la evolución de la plegaria eucarística debemos remontarnos hasta la última cena e incluso a las costumbres observadas por los judíos en sus cenas rituales.
Antes de comer el cordero en la cena pascual judía se servía una copa y luego un manjar de hierbas amargas y pan ázimo, recuerdo de las angustias sufridas cuando salieron de Egipto. Terminado este plato, se servía la segunda copa y el hijo de casa debía preguntar al padre de familia qué significaba aquello. Entonces, tomando la palabra el padre, narraba las miserias sufridas en el destierro de Egipto y cómo los judíos fueron liberados. En la narración había un momento en que, tomando el pan ázimo, el padre debía decir: “Este es el pan de miseria que comieron nuestros padres a la salida de Egipto”. Semejantes palabras dieron ocasión a Jesucristo para que, después de hablar no sólo de la esclavitud de Egipto, sino también de la del pecado y la redención que él traería al mundo, llamara la atención de los Apóstoles sobre el pan que tenía en las manos. Terminado en este relato (llamado Haggada) recitaban todos la primera parte del “Hallel”, o sea, los salmos 112 y 113 hasta el versículo 8, respondiendo los comensales a cada versículo con un aleluya.
Cumplidos estos ritos, Cristo como padre de familia, según la costumbre de comenzar la comida, tomó el pan, lo bendijo y lo distribuyó a los discípulos. Fue éste el momento solemne en que pronuncio las palabras que hoy usamos nosotros en la consagración.
Luego se tenía la cena, sin más ceremonias, en que se comía el cordero pascual. Al acabar Cristo, ateniéndose siempre a la costumbre judía, tomó una copa recién llenada, la elevó un poco e incorporándose dijo la acción de gracias. Era la tercera copa ritual, la llamada copa de la bendición. Esta vez todos debían beber de la misma copa, al contrario de la primera y la segunda, cuando cada uno tenía su propia copa. La acción de gracias le dio pie para pronunciar sobre ella las palabras: “Este es el cáliz de mi sangre…” A la bendición del cáliz siguió la segunda parte del Hallel y tras una nueva bendición solían beber la cuarta copa ritual que, muy probablemente se suprimió en la Última Cena.
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Primeras modificaciones de este ritual.
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A las palabras sobre el cáliz, Cristo añadió el mandato de hacer en su recuerdo lo que él acababa de hacer. No era tan fácil interpretarlo puntualmente. De atenerse a ellas literalmente hubieran podido celebrar la eucaristía sólo una vez al año, como la misma cena pascual. Por esto es de suponer que tardarían algún tiempo hasta que, iluminados por el Espíritu Santo, comprendieron mejor el alcance de las palabras de Cristo. Es probable que, por de pronto, la celebración eucarística tendieran a juntarla con la cena que los judíos celebran con familiares y amigos en la vigilia del shabbat y que tiene carácter religioso. Fue la primera modificación que se introdujo. Pronto seguirían otras, como la de unir ambas consagraciones (pan y vino), y por consiguiente, también ambas acciones de gracias en una sola.
El marco exterior de celebrar la eucaristía durante una cena se conservó más tiempo, como vemos en Corinto, y que ya no se llamaba banquete sino “fracción del pan”, nombre enteramente nuevo (ver Hechos 2,42).
La propagación del cristianismo entre el mundo pagano contribuyó indudablemente de modo decisivo a que la eucaristía se separase de la cena. Los cristianos convertidos del paganismo no estaban acostumbrados a cenas religiosas y fácilmente podían degenerar. Esto no quiere decir que se suprimieran los “ágapes” para fomentar la unión entre hermanos y ejercer la caridad entre los pobres pero ya sin carácter eucarístico. Tenemos una primera noticia de la separación entre convite y eucaristía en una carta de Plinio el Joven al emperador Trajano sobre un interrogatorio de los cristianos en la que cuenta que estos se reunían por la mañana a cantar un himno a Cristo y se comprometían a no cometer crimen alguno (confesión de los pecados antes de comulgar) para luego separarse y volverse a juntar de nuevo por la tarde para un ágape fraterno.
Ya formaba pues la celebración eucarística un acto independiente y con ello se desarrollaba un marco autónomo en el que se seguirá desarrollando y enriqueciendo cada vez más la Eucaristía.
Pero antes de seguir adelante en estudio de la historia de toda la plegaria eucarística, indiquemos los primeros trazos de esta evolución:
1º Destaquemos la sana contextura moral de los cristianos que empezaron a ver en las horas tempranas del amanecer, cuando despierta la naturaleza a nueva vida, un ambiente más propicio para la santidad litúrgica que no las horas, algo fatigadas, del crepúsculo vespertino. Recordaban que Cristo había resucitado antes del alba y pronto vieron en el sol naciente su símbolo. Además era costumbre entre los judíos celebrar sus reuniones religiosas por la mañana.
2º Al independizarse los primeros cristianos de las reuniones del culto judío para no someterse a sus leyes, tuvieron que organizar su propia liturgia de lecturas y oraciones y que era lógico que como apéndice glorioso pusieran la celebración eucarística. Como consecuencia de esto, la celebración eucarística adoptó la forma de una acción de gracias. Iba precedida de una exhortación y no tenía un texto fijado de antemano sino que estaba dejado a la inspiración del celebrante, aunque se servían de modelos más generales.
En los próximos capítulos, intentaré proceder a un breve estudio del prefacio y del canon romano aunque por su brevedad y porque resaltan con nitidez las ideas principales de la plegaria eucarística, reproduciré la anáfora de San Hipólito del siglo III (que por cierto, aunque se empeñase en afirmarlo mi “no-amigo” Bugnini y nuestro ínclitos Tena y Farnés, poco tiene que ver con la plegaria eucarística II del Novus Ordo Missae del 69).
Próximo capítulo: "La anáfora de San Hipólito y su continuidad en el canon romano".
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 3 de junio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Estudio eucológico de la oración previa a la Solemne Oración Eucarística.

La parte de la liturgia que trata de la oraciones se llama eucología (euché = oración y logos = tratado). Eucología es pues, la ciencia que estudia las oraciones y las leyes que regulan su composición. Si la oración litúrgica tiene unas características, es natural que para crear nuevas oraciones se mantengan esas características. También se llama eucología, en un sentido menos propio, al conjunto de las oraciones contenidas en un libro litúrgico, sea misal u otro ritual.
Entre los siglos IV y V, un poco después de cristalizar en fórmulas fijas las oraciones que hasta entonces se habían dejado a inspiración de cada celebrante, debió darse con toda probabilidad un breve periodo en el que, en lugar de las desaparecidas “oraciones solemnes” decía el celebrante, después del evangelio, una oración parecida a la colecta, en que encomendaba a Dios las oraciones del pueblo. Es la fórmula primitiva de nuestra “oración sobre las ofrendas” del Novus Ordo Missae de 1969 (oratio super oblata).
Su evolución fue más o menos la siguiente: La entrega de las ofrendas que se hacía antes de la misa o en otros lugares, antes de la Solemne Oración Eucarística, pasó a tenerse con regularidad entre el “Oremus” de las plegarias de los fieles y la oración mencionada. Se mezclaron pues las preces o plegaria de los fieles y la oración al final de las ofrendas. Al final las preces quedaron sustituidas por las ofrendas del pueblo. Este nuevo tipo de oración sacerdotal, no obligatoriamente de tono oblativo pues recogía también las intenciones o preces de los fieles, se llamó “oratio super oblata”, oración que se reza sobre las ofrendas para pedir a Dios que las mire con agrado. La expresión “oratio super oblata” es muy interesante pues relaciona la oración con las ofrendas pero evitando llamarla oración oblativa: el sacerdote al no mencionar en ella la propia ofrenda sino solo las oblaciones del pueblo, no tiene por qué ofrecerlas. Lo único que hace es rogar a Dios que no desprecie estas ofrendas del pueblo. Pero como el celebrante tenía delante su propia ofrenda, era natural que al rezar esta oración incluyera su intención, juntamente con la del pueblo, sin que tuviera que esperar hasta la Solemne Oración Eucarística. Fue la época en que se compusieron la mayor parte de las fórmulas antiguas, conservadas invariables desde San Gregorio Magno a través del Misal de San Pío V hasta el actual Misal de Pablo VI. Más o menos.
Durante la antigüedad el celebrante cantaba o recitaba la oración en voz alta. Con la adopción del rito romano por los francos se fue formando todo un ceremonial de preparativos y ofrecimiento previo de las materias sacrificiales; y entonces nuestra oración estaba de sobra. Por de pronto, quedó enteramente separada de la entrega procesional de ofrendas a que pertenecía primitivamente. Este aislamiento se acentúo cuando terminó por desaparecer la entrega procesional. Pero no suprimieron la oración, sino que la mantuvieron como reliquia venerable de la antigua liturgia romana.
Pero sufrió cambios notables en su forma exterior: se equiparó a las demás oraciones del ofertorio, recitándola en voz baja, convirtiéndola en cierto modo en una plegaria privada de uso particular del celebrante. Al mandar que la oratio super oblata se dijera en secreto empezó a llamarse “secreta”, obedeciendo a la tendencia de la abolida liturgia galicana a ocultar con el velo del misterio las oraciones después del ofertorio. Son tendencias que provienen de Oriente, donde se había manifestado ya en el siglo VI cuando, como ejemplo revelador, el emperador Justiniano en el año 564 prohibió que se rezase en voz baja la oración eucarística. Pero la tendencia existía. La misma tendencia que más tarde (siglos IX y X) llevó finalmente a la recitación en voz baja del mismo canon. Por eso, por rezarse en silencio la secreta lo mismo que el canon, empezaron a considerar dicha oración como principio de la oración eucarística, a pesar de que entre ambas estaba el prefacio, considerado también por entonces prólogo del canon.
Finalmente, con la reforma litúrgica de 1969 la secreta pasó a llamarse de nuevo “oratio super oblata”. Lo malo que es ahora debía coexistir con la oración sacerdotal después de las plegarias de los fieles y sin cumplir todo lo que la oración en sí misma suponía: llevar los fieles una ofrenda material al altar. Al menos en la práctica no siempre. Pero no es difícil aplicarla a nuestras ofrendas espirituales, que hemos de hacer todos, para pedir a Dios las bendiga antes que las ofrezcamos definitivamente con el sacrificio de Cristo en la consagración.
También encaja con nuestro ambiente el pedir la intercesión de los santos para pedir que nuestra ofrenda sea aceptable a Dios y, mejor aún, demandar la debida disposición al alma para ofrecer el sacrificio. Estas “oraciones sobre las ofrendas” se prestan a rezarlas con devoción pidiendo a Dios no sólo que acepte nuestros propósitos y sacrificios sino que del mismo modo baje sobre nosotros la plenitud de su bendición. Es el pensamiento de los “gloriosa commercia” que tantas veces encontramos en estas oraciones. La disposición en la segunda edición típica del Novus Ordo Missae de que los fieles ya estén en pie en el momento de recitarla me parece muy acertada, pues recuerda que fue en la antigüedad una oración de los fieles y sobre las ofrendas de los fieles. De esta manera en el Misal del 69 desaparece la “ekfónesis” aún vigente en el Misal del 62 que obliga a los fieles a ponerse en pie en el momento del “Per omnia saecula saeculorum. Amen” es decir, el precepto de levantarse en el momento en el que el celebrante levanta la voz a estas palabras (ekfónesis), procedimiento que se continúa usando por la razón arqueológica de conservar un poco el carácter de oración publica de la “secreta”. Al final en el misal del 62 esta “ekfónesis” constituirá un término medio entre dos tendencias, la conservadora y la abierta a nuevas concepciones y métodos. Aunque tan razonable solución acarrea un grave inconveniente: como a la ekfónesis “per omnia saecula saeculorum. Amen” le sigue inmediatamente el Dominus vobiscum del prefacio, incluso musicalmente unida a él, se borra así completamente la línea de separación entre el final del ofertorio y el comienzo de la plegaria eucarística, con la consiguiente paradoja de comenzar, en la práctica, el prefacio con una auténtica y característica fórmula final: “Por todos los siglos de los siglos. Amén.”
Próximo capítulo: "Idea, origen y evolución de la plegaria eucarística".
Extraído de Germinans Germinabit.