miércoles, 30 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La Comunión del celebrante.

A la comunión del celebrante, aún hoy en el Misal de Pablo VI en cada una de sus tres ediciones típicas, preceden algunas oraciones para uso privado del celebrante.
Una vez terminado el canon, vuelven a aparecer este tipo de oraciones privadas, añadidas en la Edad Media, coincidentes en su origen y procedentes de la extinguida liturgia galicana.
Las oraciones privadas de la comunión se refieren exclusivamente a la persona del celebrante, están redactadas en singular, excepto el “Quod ore sumpsimus” que viene en plural.
Este matiz privado nos indica el rumbo que tomó en su evolución la comunión desde fines de la antigüedad cristiana: sólo la del celebrante se considera como parte de la misa. La del pueblo empezó entonces a considerarse como añadidura circunstancial.
Signo de esto es que incluso el Misal de Juan XXIII de 1962 no se menciona entre las oraciones y rúbricas la comunión de los fieles. Concisamente se afirma: “Si hay algunos que piden la comunión, se les da ahora”. No hay descripción de la ceremonia en el Misal.
La primera de las dos oraciones actuales (las dos, obligatorias en el Misal del 62 y sólo una de las dos en el Misal del 69) “Domine Jesu Christe” no la encontramos hasta el Sacramentario de Amiens(siglo IX)
y nuestra segunda oración “Perceptio” la encontramos por primera vez en el Sacramentario de Fulda (c. 975), un documento de la familia del ordinario renano de la Misa.
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Domine Iesu Christe, Fili Dei vivi, qui ex voluntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum vivificasti: libera me per hoc sacrosantum Corpus et Sanguinem tuum ab omnibus iniquitatibus meis et universis malis: et fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas.
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Perceptio Corporis et Sanguinis tui, Domine Iesu Christe, non mihi proveniat in iudicium et condemnationem: sed pro tua pietate prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis, et ad medelam percipiendam.
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No eran éstas las únicas fórmulas que se decían en la comunión. Había una gran abundancia de ellas, y aún algunas alcanzaron durante la Edad Media mucha mayor difusión que las nuestras. Estas oraciones penetraron en la Misa como devoción privada. Pero actualmente es verdad que, a pesar de su origen privado, actualmente se parecen mucho más a las oraciones oficiales de la Iglesia que no a las privadas nuestras.
La primera es una maravillosa síntesis de toda la obra de la Santísima Trinidad. En ella aparece claramente el influjo del estilo antiguo, aunque galicano y bastante diferente del romano. Cuando luego pasa a la petición, fija su mirada en el Cristo glorificado, y mediante su presencia en su cuerpo y su sangre, se imploran las intenciones grandes y universales: liberación del pecado, fidelidad a sus mandamientos y la perseverancia final.
La segunda oración recuerda ligeramente el tema de las apologías: que Cristo nos preserve de una comunión indigna, que no nos sea ocasión de juicio y condenación, sino que por la piedad de Cristo, y no por nuestros meritos, nos sirva para defensa de alma y cuerpo. También se pide por el cuerpo, porque es nuestro cuerpo el que recibe el cuerpo de Cristo para salvación del alma.
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La comunión y las fórmulas que la acompañan.
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El rito de la comunión que era sumamente sencillo fue aún más simplificado con la reforma del Misal de 1969.
(Suprimida en el Misal del 69).
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Panem caelestem accipiam, et
nomen Domini invocabo.
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Tomaré el Pan Celestial e
invocaré el Nombre del Señor.
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Domine non sum dignus, ut
intres sub tectum meum: sed
tantum dic verbo, et sanabitur
anima mea. (3 v / 1 v Misal 69).
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Señor, yo no soy digno de que
entres en mi morada; pero mándalo
con tu palabra y mi alma será sana.
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(Simplificada en el Misal del 69).
Corpus (Domini nostri Jesu)
Christi custodiat (me) animam meam
in vitam aeternam. Amen.
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El Cuerpo de Nuestro Señor
Jesucristo guarde mi alma
para la vida eterna. Amen.
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(Suprimida en el Misal de 1969).
Quid retribuam Domino pro
omnibus quae retribuit mihi?
Calicem salutaris accipiam, et
nomen Domini invocabo. Laudans
invocabo Dominum, et ab inimicis
meis salvus ero.
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Con que corresponderé yo al
Señor por todos los beneficios
que de El he recibido? Tomaré el
Cáliz de la salud e invocaré el
Nombre del Señor. Con alabanzas
invocaré al Señor y quedaré libre
de mis enemigos.
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(Simplificada en el Misal del 69).
Sanguis (Domini nostri Iesu)
Christi custodiat(me) animam meam
in vitam aeternam. Amen.
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La Sangre de Nuestro Señor
Jesucristo guarde mi alma para
la vida eterna. Amen.
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Quod ore sumpsimus, Domine,
pura mente capiamus: et de
munere temporali fiat nobis
queremedium sempiternum.
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Haz, Señor, que conservemos
con un corazón puro lo que con la
boca acabamos de recibir; y que
este don temporal produzca en
nosotros el remedio sempiterno.
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(Suprimida en el Misal del 69).
Corpus tuum, Domine, quod
sumpsi, et Sanguis, quem potavi,
adhaereat visceribus meis: et
praesta; ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et
sancta refecerunt sacramenta:
Qui vivis et regnas in saecula
saeculorum. Amen.
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Tu Cuerpo, Señor, que he
recibido, y tu Sangre, que he
bebido, se adhieran a mi corazón;
y haz que no quede mancha de
maldad en mi, a quien han
alimentado estos puros y santos
Sacramentos; Tu, Señor, que vives
y reinas por los siglos de los
siglos. Amen.
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En el culto estacional el Papa, sentado en su cátedra, tomaba inmediatamente después de la fracción de los dos panes de su oblación, la comunión con una de las partículas que partía con los dientes introduciendo la restante en el cáliz, mientras decía las palabras de la conmixtión.
En la Edad Media descubría el celebrante del cáliz (antes del Panem caelestem), llevaba la forma a la boca y en seguida tomaba el sanguis. A partir del siglo XIII aparece una cruz previa hecha con la forma y una genuflexión, y después de un rato de silencio la oración “Quid retribuam” y diciendo “Sanguis Domini nostri” se persignaba con el cáliz, hacía genuflexión y lo tomaba. Esta es la forma, que con el rezo intercalado del “Domine, non sum dignus” por tres veces, llegó hasta nuestros días.
Esta frase del centurión, repetida tres veces, se encuentra ya en las liturgias orientales y expresa la idea de que la comunión es una visita que nos hace el Señor bajo las sagradas especies. Sin embargo, la intención del centurión al pronunciar esa frase era expresar que no esperaba que Cristo vendría y se espantaba al solo pensamiento de que Cristo pudiera entrar en su casa. Nosotros al contrario, no sólo no nos espantamos de la visita de Cristo, sino que la pedimos ardientemente con estas palabras
Como podemos ver en el cuadro anterior, muchas de estas oraciones preparatorias, igual que las que acompañan a las abluciones, en el Misal del 69 han sido simplificadas o sencillamente suprimidas.
Deseo dejar constancia de otras dos fórmulas de salutación, desaparecidas con el Misal de San Pío V, que desde la Edad Media, se intercalaban entre la “Perceptio” y el “Panem caelestem” y que muy difundidas llegaron a ser muy populares.
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“Ave in aevum, sanctissima caro, meam in perpetuum summa dulcedo” (¡Te saludo perpetuamente, santisima carne, siempre mi máxima dulzura!).
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“Ave in aeternum, caelestis potus, mihi ante omnia et super omnia dulces” (¡Te saludo eternamente, bebida celestial, ante todas y sobre todas las cosas dulce para mi!).

A este grupo, seguía otro compuesto por versículos bíblicos, tomados ante todo del salmo 115 o del 17. Al lado de estos versículos que expresan confianza, se encontraban otros cuya razón de ser no era tan clara, como “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” o como en un Misal de Vich: “Quisiera conocerte, que me conoces a mi, así como yo soy conocido de Ti”.
Queda por explicar la oración “Corpus D.N.J.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen.” “Sanguis D.N.I.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen”. Ambas constituyen votos de bendición y de santificación que el sacerdote usa antes de su comunión personal. Provienen de la comunión de enfermos, de donde, por cierto, derivó el ceremonial entero de la comunión de los fieles, como veremos en el próximo capítulo. Las encontramos ya en el Sacramentario de Amiens del siglo IX.
Como sabemos han sido simplificadas por la reforma del 69 en “Corpus (o Sanguis) Christi custodiat me in vitam aeternam”. Diez siglos de historia borrados por el plumazo (y plomazo) de Annibal Bugnini.
Próximo capítulo: La frecuencia de la Comunión en los siglos.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El Agnus Dei y el Ósculo de la Paz.

El Agnus Dei.
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Conocida es la noticia del “Liber Pontificalis” según la cual fue el Papa Sergio I (687-701), natural de Siria, quien introdujo en Roma el canto del “Agnus Dei”. En efecto, todas las razones, internas y externas, prueban que los clérigos, huídos de Síria a causa de la invasión árabe, trajeron a Roma este canto.
El origen oriental del canto se hace patente en su primera palabra: “Cordero”. Esta expresión, que corresponde a nuestra palabra latina “hostia”: víctima, es el nombre con que designa en la liturgia bizantina la forma destinada a la comunión del celebrante. Califica nuestra ofrenda como víctima, cuyo estado de inmolación se expresa por la fracción, mejor dicho por estar fraccionada. Al contrario de la alegoría occidental que ve a Cristo padecer en todo el desarrollo de la misa, la concepción oriental concentra el recuerdo de la pasión sobre la ceremonia de la fracción. Con ella aplica y hace revivir en la misa la idea expresada en al Apocalipsis, del cordero que está como inmolado en medio del trono.(Apoc. 5,6)
En la liturgia siria se encuentra en el siglo VI esta invocación combinada con el “que quitas los pecados del mundo”, y aplicada a la forma. Mucho antes, pero sin relación con la eucaristía, se encuentra el “Agnus Dei” entero, o sea con el “miserere nobis” (ten piedad de nosotros) en el Gloria que, igualmente, es de origen oriental. Tanto allí como en nuestro texto, la palabra Agnus –expresión sagrada- la consideran indeclinable.
En este forma, o sea con el miserere nobis, que lo aproxima al Kyrie eleison, el Agnus Dei penetró en la liturgia romana precisamente cuando el culto estacional estaba en su apogeo y en él las comuniones numerosas de los fieles. Vino a sustituir al canto de un salmo que se solía cantar para llenar la pausa de la fracción.
Cuando más tarde, en el Imperio de los francos, la fracción se redujo al mínimo, y al mismo tiempo el ósculo de la paz se alargaba más que antes, el Agnus Dei se utilizó como canto para el ósculo de la paz. La noticia nos llega del siglo IX. Un poco más tarde se dice sencillamente que el Agnus Dei acompaña la comunión.
En el siglo X, y con más frecuencia en el XI, el miserere nobis se encuentra sustituido por el “dona nobis pacem”. Las continuas alteraciones de la paz en aquel periodo motivaron el que en vez del tercer “miserere nobis” se pusiera definitivamente el “dona nobis pacem”.
Una vez admitida esta modificación, pronto siguieron otras. En las misas de difuntos se sustituyó, la tres veces, el miserere nobis por el “dona nobis réquiem” (danos la paz), añadiéndose la tercera vez la palabra “sempiternam”.
El Agnus Dei se repetía cuantas veces hiciera falta como canto que era para llenar ciertas pausas.
Más tarde, al perder este carácter, las repeticiones se limitaron a tres. Los primeros testimonios de este modo de cantarlo son del siglo IX.
A veces encontramos intercaladas, entre una y otra repetición del Agnus, otras oraciones impetratorias.
Como canto de la fracción, y también luego como canto que acompaña el ósculo de la paz e incluso la comunión, el Agnus Dei se cantaba antes de la comunión, y como la época en que se introdujo en Roma, a saber en pleno siglo de oro del culto estacional, a pesar de que su carácter era el de una plegaria en forma de letanía, lo cantaba la schola, tal vez interviniendo en el canto el clero. Más tarde, entre los francos, lo cantaba sólo el clero, a veces en plena Edad Media, entreverándolo con “tropos”.
Sabemos que ya en el siglo XII lo rezaba también el celebrante en voz baja.
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El Ósculo de la Paz.
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Las primeras veces que encontramos mencionado el ósculo de la paz en el culto cristiano se nos presenta como ceremonia con la que termina la oración de los fieles. Así San Justino, Orígenes, San Hipólito y Tertuliano. Venía a ser una especie de Amén trasformado en rito. Aún hoy en la liturgia hispánica ocupa este sitio al final de la oración común de los fieles.
Pero cuando más tarde el rito de llevar las ofrendas al altar fue ganando importancia, el ósculo de la paz lo relacionaban con este rito, recordando sin duda la advertencia del Señor, de que el hombre no se acercase a Dios con dones sin haberse reconciliado antes con su hermano. Este parece ser el sentido de la ceremonia en las liturgias orientales. Únicamente las liturgias africana y romana evolucionaron aún más. Tanto que el Papa Inocencio I en su carta a Decencia del año 416 afirma que el beso de la paz, como señal de asentimiento del pueblo a lo que había dicho el celebrante, no debe darse antes de la solemne oración eucarística, sino después de la misma. Según esto, en Roma ya en los siglos V y VI daban el beso de la paz al final del canon. Como se ve, aun domina la idea de que esta ceremonia expresa la conclusión de la oración.
En el norte de África se dio en el siglo v un paso más, al trasladar la ceremonia hasta después del Padrenuestro , que seguía al canon, relacionándolo manifiestamente con la petición del perdón.
Cuando a fines del siglo VI, San Gregorio Magno quiso que se dijese el Padrenuestro como una especie de epílogo sobre las ofrendas consagradas, mientras estas estuviesen todas encima del altar, el ósculo de la paz se trasladó también en la liturgia romana después del Padrenuestro, entrando definitivamente entre las ceremonias de la comunión. La ceremonia en Roma pues se interpretó también el sentido de la Iglesia norteafricana: preparar, con el perdón que el hombre pide y recibe del hermano, el corazón para recibir el cuerpo del Señor. Con esto, el ósculo de la paz vino a ser un rito preparatorio de la comunión. El mismo San Gregorio cuenta que un grupo de monjes, amenazados por el naufragio, tomaron la comunión después de haberse dado mutuamente la paz. (Dial. III,36 PL 77, 304)
Como acto de rubricar el pueblo las oraciones del celebrante y también como expresión del mutuo perdón, el ósculo de la paz era ceremonia exclusiva de los fieles: el celebrante sólo intervenía para invitarles a que se diesen el beso de la paz. Y se limitaban a cambiar el saludo con el que estaba más próximo, siendo una ceremonia muy breve, pues era un solo ósculo.
Más tarde se dice ya claramente que el beso de la paz lo inicia el celebrante, tomando la paz de un beso al altar, al evangeliario o a la mismísima forma y trasmitiéndola de un modo jerárquico. Esta “comunión” que venía de Cristo y se trasmitía de unos a otros (aunque sólo los hombres) llegó a considerarse sustitutiva de la comunión sacramental con las especies eucarísticas.
Poco a poco, lo que fue un verdadero beso, se fue estilizando más y más y limitándose al clero y al coro. Era natural. Ceremonia nacida en la intimidad de las primeras asambleas cristianas, en las que se sentían todos hermanos, tenía que cambiar cuando esta comunidad fue ampliándose, si no se quería prescindir de ella totalmente.
Entre los maronitas cogen la mano del vecino para luego besar la propia. Los coptos se inclina ante el que está al lado y le tocan la mano.; los armenios se contentan con sólo la inclinación. En la liturgia romana el ósculo de la paz ha venido a convertirse en un abrazo que sólo llega a insinuarse con un par de breves roces de mejillas. En la liturgia bizantina el beso de la paz esta también estilizado y limitado al celebrante y diácono.
Desde Inglaterra, y arraigando especialmente en España, se propagó otro modo de dar la paz mediante el llamado portapaz, mencionado por vez primera en 1248. Es una tabla ricamente adornada que besa el celebrante para pasarla a continuación a todas las personas a las autoridades (si asisten) o a los que ocupan los primeros puestos en cada hilera de fieles de la nave de la iglesia.
En uso en las misas solemnes y cantadas hasta el Novus Ordo de 1969, no hay parroquia de construcción anterior a esta fecha que no conserve algún hermoso portapaz en material noble (bronce, plata, marfil, ébano...) que los acólitos pasaban a los fieles para trasmitirles la paz desde el altar.
La reforma de Pablo VI reintrodujo el signo de la paz para todos los fieles, y aunque la voluntad era intercambiarse el saludo de paz, con un beso o una estrechada de manos al más próximo, y de forma breve, la realidad es que ese momento se ha convertido en un momento de gran alboroto y movimiento. En primer lugar porque muchos celebrantes, de manera impropia y no deseada, descienden del altar y se dirigen a la nave para abrazar y besar al mayor número posible de fieles. Por consiguiente e imitándoles, los fieles se trasladan por toda la iglesia haciendo lo mismo. ¿El resultado? Un trastorno tal que hasta el Papa Benedicto XVI, consciente de que desaparece el silencio y el recogimiento auspiciados antes de la comunión, y no queriendo prescindir del gesto, tiene en mente trasladarlo a antes del ofertorio. ¡Quizá no fue una idea tan genial su reintroducción para todos los fieles con ese espíritu!
La oración por la paz que precede a la ceremonia en el Misal Romano del 62 es una típica apología.
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Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis: pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae tuae; eamque secundum voluntatem tuam pacificare et coadunare digneris. Qui vivis et regnas Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.
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Apología que, ahora reconvertida en oración comunitaria (peccata nostra por peccata mea), también precede al signo de la paz en las tres ediciones típicas del Misal de Pablo VI:
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Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: «La paz os dejo, mi paz os doy». No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
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Esta apología nació en el siglo XI en sustitución de otra nacida en el siglo IX con el siguiente texto: “Recibid el vínculo de la paz y caridad, para que seáis dignos de los sacrosantos misterios”. A lo que todos debían decir juntos: “La paz de Cristo y de su Iglesia abunde en nuestros corazones”
La actual oración, en cambio, considera la paz como una gracia que nos viene de Cristo y ruega a Dios nos conceda paz y unión fraterna para la Iglesia toda.
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Próximo capítulo: La Comunión del celebrante.
Extraído de Germinans Germinabit.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Fracción, conmixtión y “Pax Domini”.

Según el rito codificado por San Pío V y presente aún en el Misal Romano hasta la edición de 1962, cuando el celebrante pronuncia el “Per eundem Dominum” toma la forma y la divide encima del cáliz en tres partículas. Dos de ellas las coloca sobre la patena y con la tercera traza tres cruces sobre el cáliz diciendo en voz alta: “Pax Domini sit semper vobiscum”. A continuación la deja caer en el cáliz con las palabras “Haec commixtio” (que esta mezcla y consagración del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo nos sirva, al recibirla, para la vida eterna. Amén)
Tenemos pues tres acciones distintas: la fracción, la consignatio (tres cruces) y la conmixtión. La fracción y la conmixtión se recitan en silencio. Pero no así la “consignatio” que se recita en voz alta. Siguiendo como sigue muy poco después el ósculo de la paz, se puede imponer la sospecha de que las palabras “Pax Domini” estuvieron relacionadas originariamente con la ceremonia del beso de la paz. Tesis que estaría confirmada por el testimonio de San Agustín que atestigua come respuesta el “Et cum spiritu tuo”. (Serm. 227 PL 38; Enarr. in salm. 124,10 PL 37).
Sin embargo, al hablar de la primera conmixtión (capítulo 30) mencioné el “fermentum”, que en las misas no papales substituía al “sancta”. Se trataba de una partícula que el papa, o en sus respectivas sedes, los obispos enviaban los domingos a los sacerdotes de su ciudad episcopal que no podían asistir a la misa del obispo por atender a la cura de almas en sus parroquias. Los portadores del fermentum eran los acólitos.
Hasta el siglo VIII se mantuvo con todo rigor el principio de la única eucaristía los domingos: es decir, toda la comunidad cristiana debía reunirse alrededor de su pastor en el día del Señor. Pero cuando se trataba de una ciudad grande que hacía imposible la asistencia de todos los fieles a a una misma misa, se permitían varias; pero para no abandonar el principio de una eucaristía única, el obispo mandaba antes de su misa una partícula a los sacerdotes a quienes aquel domingo daba permiso para celebrar. Esta partícula la echaban al sanguis inmediatamente después del embolismo trazando sobre ellas tres cruces sobre el cáliz diciendo el “Pax Domini”. Lo mismo se hacía cuando celebraba un obispo el culto estacional de Roma en vez del Papa. Representaba pues, el “Pax Domini”, la unidad del sacrificio y el carácter de la eucaristía como vínculo de caridad y unión. Así pues el “Pax Domini” no fue tanto una invitación al ósculo de la paz sino una bendición para la conmixtión, con un deseo de unidad y paz para toda la Iglesia.
La supresión de la consignatio en la reforma del 69 y el traslado del “Pax Domini” como saludo al pueblo antes de invitarle al ósculo de la paz han hecho olvidar su genuino significado. El traslado de la apología (Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis…Señor Jesucristo que dijiste a los Apóstoles la paz os dejo, mi paz os doy..) justo después del embolismo y su actual aclamación cristológica, elevando sustancialmente esta oración de rango, resulta cuanto menos paradójica. No resulta extraño que el cardenal de Malinas-Bruselas, Cardenal Godfried Danneels en la ponencia conclusiva del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona el 5 de septiembre, propugnara la abolición de todas las apologías que aún quedaron en el Misal Romano tras la reforma de 1969 o que muchos sacerdotes, omitiendo el embolismo y la apología “Señor Jesucristo” pasen directamente desde el Padrenuestro al “Pax Domini” como invitación al rito de la paz.
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La modificación de la fórmula “Fiat commixtio”: introducción del pan ázimo y supresión de la comunión del pueblo.
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Al preparar la reforma del misal en el concilio tridentino se manifestaron reparos teológicos a la fórmula existente para la conmixtión: “Fiat commixtio et consecratio corporis de sanguinis D.N.I.Ch, accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen” (Que se haga conmixtion y consagración de la sangre con el cuerpo de N.S.J.C…)
Se referían estos reparos a la palabra “consecratio” y la posición del verbo (fiat) en la frase. Se suponía que todos entendían que no se trataba de una nueva consagración, pero por una parte parecía que el cuerpo y la sangre de Cristo no se unían sino en esta conmixtión, o sea que Cristo no existía antes entero en cada una de las especies. Así lo interpretaban los utraquistas, partido moderado de los herejes checos del siglo XVI, los husitas, que en el fondo pedían la comunión “in utraque specie” como manera de abolir el privilegio reservado al clero de comulgar con las dos especies.
Por otra parte, por consideración a la antigüedad de la fórmula, no querían cambiarla del todo. Y así, se contentaron con un compromiso, poniendo el “fiat” después del sujeto de la frase, con lo cual se modificó notablemente su sentido. Ya no es “hágase” sino “nos sirva”.
Pero,¿que era la “consecratio”? No la transustanciación, sino la preparación del cáliz para la comunión del pueblo. Consistía en echar algunas gotas del sanguis en un cáliz que contenía vino, pues la comunión del pueblo no se usaba el sanguis, sino vino mezclado con sanguis y la partícula que el Papa había puesto en el sanguis en la segunda conmixtión.
Para tal fin, el diácono mediante un colador en forma de cuchara, sacaba antes esta partícula del cáliz del Papa. La consecratio pues tenía lugar en este momento. La razón de tal modo de proceder sería la preocupación por conservar el principio de consagrar en cada sacrificio eucarístico un solo cáliz como símbolo de unidad del sacrificio. Además, no podemos desconocer que de este modo se les hacía más fácil transigir con el peligro de profanación al derramar algo del contenido del cáliz.
En el siglo IX se introdujo el uso del pan ázimo y aunque al principio seguían consagrando “panales” enteros (panes con las celdas marcadas, que luego partían) no tardaron en caer en la cuenta de que era más práctico preparar de antemano las partículas. Por lo demás, con la poca frecuencia de la comunión del pueblo, aún sin estos cambios, el rito de la fracción general había ido perdiendo gran parte de importancia y solemnidad. La fracción se hacía únicamente con la forma del celebrante que se dividía en tres partes mediante una doble fracción. De la primera fracción se hacía una partícula que ya no se conservaba para la próxima misa sino que se echaba en el cáliz. El resto de la forma se dividía aún en dos partes, una para la comunión del celebrante y otra para el viático de los enfermos.
Suprimida pues, la comunión del pueblo con la “consecratio” (mezcla) de vino, sanguis y partícula, la fórmula pasó a la conmixtión del corpus y el sanguis después de la primera fracción, la inmediatamente posterior al embolismo. Con el tiempo además, terminó indicando la terminación y perfección del sacramento al unirse ambas partes del mismo, expresando así la unidad de Cristo y su sacrificio.
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Próximo capítulo: El Agnus Dei y el Ósculo de la Paz.
Extraído de Germinans Germinabit.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El "Pater Noster".

De unas palabras de Optado de Milevi contra los donatistas podemos sacar que con mucha probabilidad el “Pater noster” se decía como preparación para la comunión al principio del siglo IV. Lo da como costumbre general para toda la Iglesia, San Agustín, y de él hablan como cosa corriente San Jerónimo y San Ambrosio. Parece que este último se refiere a la liturgia romana. En cambio, en España, por documentos de época bastante posterior, se advierten algunas vacilaciones sobre el aceptarlo definitivamente en el culto. Cuando San Agustín admite excepciones, como se ve en la Epístola 149, l6 (PL 33, 637) y en los Sermones 17, 110 y 227, probablemente se está refiriendo a España.
Verdad es que el Leoniano omite el Paternóster; pero como contiene el embolismo, la omisión no quiere decir que no se rezaba, sino que, por lo conocido que era su texto, ni se detenía a mencionarlo en el Sacramentario.
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La intervención de San Gregorio Magno.
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Hasta la época de San Gregorio se vino rezando el Paternóster, como en todas las liturgias orientales a excepción de la bizantina, entre la fracción y la conmixtión, una vez retirados del altar los panes consagrados. En una carta al obispo Juan de Siracusa escribe S. Gregorio que no le parecía bien que, habiendo consagrado los Apóstoles el pan y el vino únicamente con la “oración de oblación” (canon primitivo sin las oraciones intercesoras) “nosotros, que decimos además otra oración sobre las ofrendas, no recemos también la oración que el mismo Señor nos enseñó”. Esto nos indica que en la mente de San Gregorio estaba el deseo de que el Padrenuestro se añadiera al canon a modo de epílogo, Por esto lo unió con el canon, trasladando el ósculo de la paz con el “Pax Domini” detrás del Padrenuestro con su embolismo. Por otra parte, la oración dominical quedaba separada del canon por la doxología final y las palabras introductorias del Pater noster. No va desviada la hipótesis de que las palabras “praeceptis salutaribus moniti” de la invitación al Padre nuestro tengan que ser entendidas no tanto como “preceptos saludables” sino como “praeceptis salvatoris moniti” es decir “preceptos del Salvador”.
El “audemus dicere”(nos atrevemos a decir) suena a paralelismo con las liturgias orientales y se habla de atrevimiento respetuoso por llamar en esta oración a Dios “Padre nuestro”. Los Santos Padres hablan con frecuencia de este sentido cuando tratan del Padrenuestro. Esta fórmula introductoria, da al Pater noster el aire de una pieza bastante independiente.
Cuando San Gregorio creía que el Pater noster era verdaderamente un epílogo del canon, podía fundamentar su convicción en criterios internos de la oración dominical. Efectivamente, por la frase “santificado sea tu nombre” volvemos de nuevo al tema del prefacio y del Sanctus. El “venga a nosotros tu reino” es un compendio del “Quam oblationem”, y con el “hágase tu voluntad” nos entregamos a Dios como víctima juntamente con Cristo. Sin duda, rezado con este espíritu, el Pater noster es una síntesis sabrosa del canon.
Aunque sobretodo y más que ninguna otra cosa, la oración dominical es preparación a la comunión. Como tal la acreditan ante todo las dos peticiones del pan y el perdón de los pecados. Así lo entendieron sobre todo los Padres latinos, empezando por Tertuliano. Interpretan la petición de la eucaristía y nos hablan del “pan sobresubstancial” en vez del “pan de cada día”. No son pocos los Padres griegos que siguen la misma interpretación. Por cierto, que ni hacía falta en los primeros siglos cambiar el sentido literal de la petición del pan. La eucaristía era entonces el pan de cada día que se tomaba en casa antes de cualquier otro alimento. Cuando San Ambrosio explica esta petición exhorta a la comunión diaria. (De Sacramentis V, 4 ).
San Agustín llama la atención todavía sobre otra petición, la del perdón de los pecados: “al rezar en la oración aquella petición: Perdónanos nuestra deudas, queda borrado todo lo que hemos faltado, con el fin de que podamos acercarnos con conciencia tranquila y no comamos ni bebemaos para nuestra perdición lo que vamos a recibir”. Pronto se relacionó esta petición con el ósculo de la paz que expresa el mutuo perdón que nos exige Cristo como condición previa de su perdón, prometido como premio.
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El embolismo.
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El perdón de los pecados es también el tema más antiguo de la “añadidura” (embolismo quiere decir aquí añadidura) y esto a pesar de que se une con la última petición. En efecto, el embolismo que encontramos en el Leoniano, dice: “Líbranos, Señor, de todo mal y concédenos propicio que así como nosotros pedimos perdón, perdonemos también nosotros a nuestros prójimos”.
Más tarde, y bajo la amenaza constante de las invasiones bárbaras, se pide en el embolismo principalmente por la paz, para que “ayudados por el auxilio de tu misericordia, seamos siempre libres de pecados y seguros de toda perturbación”. Es decir, que aún en esa nueva redacción, que es la que perdura en el Misal Romano hasta la edición de 1962, como en la del Novus Ordo Missae de Pablo VI de 1969 , después de rogar por la paz, se vuelve al tema primitivo: la libertad de la esclavitud del pecado.
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Misal Romano ed. 1962.
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Libera nos, quaesumus Domine, ab omnibus malis praeteritis, praesentibus, et futuris: et intercedente beata et gloriosa semper Virgine Dei Genitrice Maria, cum beatis Apostolis tuis Petro at Paulo, atque Andrea, et omnibus sanctis, da propitius pacem in diebus nostris: ut ope misericordiae tuae adjuti, et a peccato simus semper liberi, et ab omni perturbatione securi. Per eumdem Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum. Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus. Per omnia saecula saeculorum.
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Líbranos, si, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros; y por la intercesión de la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Dios, y de tus bienaventurados Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Andrés, y todos los demás Santos danos bondadosamente la paz en nuestros días; a fin de que, asistidos con el auxilio de Tu misericordia, estemos siempre libres de pecado y al abrigo de cualquier perturbación. Por el mismo Jesucristo, Señor nuestro e Hijo tuyo, que, Dios como es, contigo vive y reina en unidad del Espiritu Santo. Por los siglos de los siglos.
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Misal Romano 1969 (Novus Ordo Missae).
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Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.
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Invocación de los Santos.
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Es notable la confianza que pone la Iglesia en sus santos, sobre todo en la Santísima Virgen y los Apóstoles Pedro y Pablo, protectores de la Ciudad de Roma, al invocarlos una vez más en la Misa. Pero lo que llama más la atención es la inclusión de San Andrés. Como hermano de San Pedro, y principalmente como el primero entre los Apóstoles que fue llamado por Cristo, tenía títulos especiales, indudablemente, entre los demás Apóstoles. ¿Será esta la causa de incluir su nombre en el embolismo, o se cruzaron motivos más humanos? No olvidemos la rivalidad histórica que había entre Bizancio y Roma. Al no poder reivindicar Bizancio para sí a los Príncipes de los Apóstoles, dio culto especial al que les estaba más próximo en jerarquía: el apóstol mártir en Patrás. Esto influyó para que se le tributara culto especial también en Roma como se había hecho con Santa Anastasia.
En la Edad Media se añadían en este sitio otros nombres de santos peculiares de cada región, y lo mismo en el Communicantes y el “Nobis quoque”. La oración termina con la fórmula de mediación, no sólo broche final del embolismo, sino aún del mismo Paster noster. Realmente es la oración en que por antonomasia nos dirigimos a Dios Padre por medio de Jesucristo. En la reforma litúrgica de 1969 fue suprimida la invocación a los santos, sin ninguna explicación histórico-litúrgica para hacerlo y la fórmula de mediación, añadiendo una aclamación cristológica del pueblo tras el embolismo:
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R/. Quia tuum est regnum, et potéstas, et glória in sæcula.
R/. Perquè són vostres per sempre, el regne, el poder i la glòria.
R/. Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre Señor.
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Próximo capítulo: Fracción, conmixtión y “Pax Domini”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: "Síntesis de la evolución histórica de la comunión".

En el periodo histórico en el que la celebración eucarística se separa del banquete y se considera acción de gracias (eucharistia), la comunión se convirtió sencillamente en el término y punto final de la celebración. Esto pudo durar unos doscientos años, hasta que la celebración eucarística fue ampliándose y revistiendo con diversas ceremonias fijas, origen de las liturgias primeras.
Antes de dar un resumen del desarrollo de la comunión en las liturgias romana y norteafricana, conviene trazar el esquema de las liturgias orientales, juntamente con la hispánica, que constituyen una fase de evolución más primitiva.
A la anáfora, sigue generalmente una conmemoración de los santos, sobre todo de la Virgen, y oraciones intercesoras que terminan en una letanía. El que en la liturgia bizantina se rece a continuación el padrenuestro, parece fruto de una evolución posterior. Generalmente se procede ahora a la fracción, precedida del aviso “Lo Santo para los santos”. En algunas liturgias sin embargo, se da antes, como conclusión de las súplicas y preparación para la comunión, la bendición al pueblo. Después de la fracción y la disposición de las partículas encima del diskos (gran patena) en forma de cruz u otro símbolo sagrado, se reza, menos en la bizantina, el padrenuestro como última preparación de la comunión. Sigue la conmixtión, a la que en la liturgia bizantina se añade la mezcla de agua caliente en el sanguis, y la comunión del clero. Luego se da la bendición, menos en aquellas liturgias que la habían anticipado. Entre ellas hay que contar la bizantina, que la hace seguir, con menos solemnidad, al rezo del padrenuestro. Después de la comunión del pueblo, si es que la hay, termina el acto de oraciones con acción de gracia y de súplica en forma de letanía.
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Siglos IV al VI: “Pater noster” y ósculo de la paz.
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Las primeras noticias que tenemos sobre las ceremonias y oraciones de la comunión se refieren al Padrenuestro como oración preparatoria y datan del siglo IV. Algo más tarde se empieza además a cantar un salmo durante la comunión de los fieles.
Hacia el año 416 leemos en la famosa carta del Papa Inocencio I al obispo de Gubbio que el ósculo de la paz no se debía dar al final de la oración común de los fieles, sino al final del canon. Fue pues este Papa quien introdujo esta innovación. Su finalidad lejos de cambiar quedó mejor respetada: la de conclusión de la oración que precedía. En absoluto pertenecía todavía a la comunión, pero atendiendo al desarrollo histórico posterior, la podemos incluir en el cuadro que presenta la comunión en el siglo V: ósculo de paz al acabar el canon, retirada del altar de los panes consagrados, fracción, Padrenuestro y comunión.
En el siglo VI advertimos por primera vez que no todos los asistentes comulgan, y que por esto se les invita a que se retiran antes de la comunión del pueblo, Medida prudente y necesaria para que el celebrante, que entonces tenía que dar la comunión recorriendo la nave de la iglesia, lo hiciera con más comodidad. También hay noticias de aquel siglo de que las partículas de la fracción se ordenaban encima de la patena en forma de cruz.
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San Gregorio adelanta el “Pater noster”: culto estacional del siglo VII.
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Otro paso de importancia histórica se dio cuando San Gregorio Magno, a ejemplo de los bizantinos, puso el Padrenuestro con su embolismo antes de retirar los panes del altar y proceder a la fracción. Con esto caía también el ósculo de la paz con la fórmula “Pax Domini sit semper vobiscum” (La paz del Señor esté siempre con vosotros)…detrás del embolismo (plegaria de liberación y sanación: Líbranos, Señor de todos los males...)
De aquella época poseemos la primera descripción completa de las ceremonias de la comunión del culto estacional.
Después de recitar, terminado el canon, el Padrenuestro con su embolismo, el papa invitaba con las palabras “Pax Domini” al clero y al pueblo a darse mutuamente el ósculo de la paz. Él no participaba de la ceremonia. Estaba en este momento con el “sancta”, fragmento consagrado en la misa anterior y que estaba presente durante toda la misa encima del altar, y que ahora dejaba caer en el cáliz para significar la continuidad del sacrificio. Esta constituía la primera conmixtión antes de la fracción de los panes inmediatamente siguiente. Hay que saber, cosa casi olvidada hoy en día, que cuando en las familias se amasaba el pan, normalmente una vez a la semana, debía introducirse un “fragmento” de masa fermentada de la semana anterior, llamado en castellano “recentadero” o en algunas comarcas andaluzas “recentadura” .
Parece ser que la ceremonia del “sancta” desapareció pronto manteniéndose la equivalente del “fermentum” que la sustituía cuando celebraba un obispo o presbítero siendo el fragmento una partícula de la misa celebrada anteriormente por el Papa, siendo esta signo de unidad. Con esta ceremonia se tenía por terminada la misa para los que no comulgaban. Se leían los avisos y el pueblo se iba retirando. Mientras tanto empezaba la fracción, partiendo del lado derecho de uno de los panes de su oblación un trocito, que permanecía sobre el altar y que estaba destinado a servir en la próxima misa de “sancta” o de “fermentum” según quien celebrase si papa u obispo o presbítero. El papa abandonaba el altar y en seguida se quitaban todos los panes consagrados para su fracción, fracción en la que intervenía todo el clero ayudando al papa. Éste estaba sentado en su cátedra y partía allí los panes de su oblación, depositados encima de la patena (segunda fracción). Difícilmente esta ceremonia podía hacerse en el altar por lo pequeño que este solía ser, poco más de un metro cuadrado, y el gran número de clero que intervenía.
Terminada la fracción, comulgaba el papa con uno de los trocitos. No lo sumía entero, sino que echaba un poco en el cáliz (tercera fracción y segunda conmixtión) diciendo “Fiat commixtio et consecratio” (actualmente Haec commixtio et consecratio…)
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Haec commixtio et consecratio
Corporis et Sanguinis Domini
nostri Jesu Christi fiat
accipientibus nobis in vitam
aeternam. Amen.
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Que esta mezcla de los elementos
consagrados del Cuerpo y Sangre de
nuestro Señor Jesucristo, nos
aproveche a quienes la recibimos,
para la vida eterna. Así sea.
A continuación seguía la comunión del clero y del pueblo mientras cantaba la schola.
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Siglos VII-VIII: El “Agnus Dei”.
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Hacia fines del siglo VII se introduce en Roma el canto del Agnus Dei, importado del Oriente (Siria) por los clérigos huidos de la invasión árabe.
Esta era la forma romana de la comunión que conocieron los francos. Pero a pesar del respeto con que recibieron los nuevos ritos, pronto los sometieron a una profunda transformación. Amalario presenta la comunión del modo siguiente:
“Después del Paternóster y el embolismo se procede a la fracción de la forma en tres partículas: la primera sirve para la conmixtión, con la segunda comulga el celebrante y la tercera se reserva para los enfermos (viático). La comunión del pueblo no se tiene en cuenta. A continuación el celebrante hace con la partícula de la conmixtión una cruz sobre el cáliz diciendo “Fiat commixtio” y la echa en el cáliz. El “Pax Domini” como invitación para la ceremonia del ósculo de la paz, se pone detrás de la comunión. La razón de este cambio es la interpretación alegórica del ósculo de la paz, como expresión del saludo del Resucitado que debe venir después de la conmixtión, que simboliza la resurrección de Cristo. Pues en la conmixtión se une la sangre, símbolo de vida, con el cuerpo. (Amalario, De eccl. officiis III, 31- PL 105,1151 ss.)
Por convincente que fuera esta nueva interpretación de las ceremonias, no consiguió impedir que el “Pax Domini” volviera a su puesto tradicional antes de la conmixtión, que le asignaba el primer Ordo Romanus. En cambio, el símbolismo del ósculo de la paz como saludo del Resucitado penetró tan hondo que se impuso. Consecuencia de ello fue que la fórmula “Pax Domini” quedara desligada de la ceremonia de la paz: la fórmula permaneció en su sitio pero la ceremonia del darse la paz pasó a después de la conmixtión. El “Pax Domini”, al principio con vacilación y después decididamente se consideró como fórmula de bendición que se unió durante varios siglos con la solemne bendición pontifical que procedente de la antigua liturgia galicana, se dio en este momento de la misa romana. Bendición muy parecida a las triples invocaciones con su respectivo Amén que han sido introducidas en el Novus Ordo del 69.
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Siglos IX-XIII: las oraciones privadas.
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Es la época en que por todas partes surgen las oraciones privadas para uso particular del celebrante y de los fieles. El famoso sacramentario de Amiens trae en el siglo IX la oración “Quod ore sumpsimus” para después de la comunión. En el siglo siguiente aparecen el “Corpus tuum Domine” y el “Perceptio” antes de la comunión del sacerdote, mezcladas todas ellas con más oraciones de procedencia galicana.
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Quod ore sumpsimus Domine, pura
mente capiamus: et de munere
temporali fiat nobis remedium
sempiternum.
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Corpus tuum, Domine, quod
sumpsi, et Sanguis, quem potavi,
adhaereat visceribus meis: et
praesta, ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et
sancta refecerunt sacramenta. Qui
vivis et regnas in saecula
saeculorum. Amen.
*
Lo que hemos recibido, oh
Señor, con la boca, acojamoslo
con alma pura; y este don
temporal se convierta para
nosotros en remedio
sempiterno.
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Tu Cuerpo Señor, que he
comido, y tu sangre que he
bebido, se adhieran a mis
entranas; y haz que ni mancha
de pecado quede ya en mi,
después de haber sido
alimentado con un tan santo y
tan puro Sacramento: Tu que
vives y reinas por los siglos de
los siglos. Así sea.
*
Perceptio Corporis tui, Domine
Jesu Christe, quod ego indignus
sumere praesumo, non mihi
proveniat in judicium et
condemnationem : sed pro tua
pietate prosit mihi ad tutamentum
mentis et corporis, et ad medelam
percipiendam. Qui vivis et regnas
cum Deo Patre in unitate Spiritus
Sancti Deus, per omnia saecula
saeculorum. Amen.
*
La comunión de tu Cuerpo,
Señor Jesucristo, que yo
indigno me atrevo a recibir
ahora, no se me convierta en
motivo de juicio y condenación;
sino que, por tu misericordia,
me sirva de protección para
alma y para cuerpo y de
medicina saludable. Tú, que
siendo Dios, vives y reinas con
Dios Padre en unidad del
Espíritu Santo, por los siglos de
los siglos. Así sea.
*
Entre loa conmixtión y el ósculo de la paz se mete una oración por la paz, con lo cual el ósculo se distancia aún más del “Pax Domini”. Hacia el siglo XIII la comunión presenta el siguiente esquema:
a) Padrenuestro con su embolismo y, coincidiendo con su fórmula final, la doble fracción para obtener las tres partículas.
b) Luego, la primera conmixtión y, en las misas pontificales, la solemne bendición con su final, el Pax Domini y las cruces.
c) Canto del Agnus Dei y conmixtión a las palabras “Fiat commixtio”.
d) Oración privada por la paz.
e) Ceremonia del ósculo, en la que ahora interviene el celebrante, como representante de Cristo de quien nos viene la paz.
f) Oraciones privadas para la comunión.
g) Comunión del celebrante.
A este ceremonial que se aproxima tanto al nuestro, se le añade en el siglo XI el rezo por el celebrante del Agnus Dei, el “Panem Caelestem” y el “Domine non sum dignus”.
*
Panem coelestem accipiam et
nomen Domini invocabo.
*
Recibiré el Pan celestial, e
invocare el Nombre del Señor.
*
Domine, non sum dignus ut intres
sub tectum meum: sed tantum
dic verbo, et sanabitur anima mea.
*
Señor, yo no soy digno de que
entres en mi pobre morada, mas
di una sola palabra y mi alma será salva.
*
En el siglo XII aparece la cruz que se traza con la patena durante el embolismo y la que hace el celebrante con la forma antes de tomar la comunión.
Como se ve, en evolución continua, que no siempre siguió una línea ascendente ni fue uniforme en toda la Iglesia latina, la configuración del ceremonial es parecida a la nuestra actual.
Esto no excluye que en algunas regiones y Órdenes se conservaran ritos antiguos o especiales hasta que la reforma de San Pío V se impuso.
Próximo capítulo: El "Pater Noster".
Extraído de Germinans Germinabit.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Las Doxologías Finales El "Per quem haec omnia" y el "Per ipsum et cum ipso".

Las dos fórmulas que siguen como conclusión del canon no son oraciones propiamente dichas, son doxologías finales. Algo soterrado va este carácter en la primera fórmula “Per quem haec omnia” por ser ella una a modo de bendición particular de productos de la naturaleza que tenía lugar aquí.
Ya en San Hipólito, después de la anáfora, encontramos una referencia sobre las bendiciones de productos de la naturaleza: “Cuando alguien trae aceite, queso o aceitunas, récese sobre estas cosas una acción de gracias semejante (al canon)”. En estas palabras se refleja con toda claridad la idea primitiva de que todas las bendiciones son copia de la bendición por antonomasia que es la oración eucarística: todas ellas participan en algún grado de aquella consagradora.
Todas las antiguas fórmulas de bendición de frutos terminaban con el actual “Per quem haec omnia” (…Por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros.) que es lo único que de ellas ha pasado al canon romano.
En el primitivo canon romano, tal como la reforma litúrgica de 1969 ha querido resaltar, esta doxología empezaba con el nombre de Cristo (Per Christum Dominum nostrum, per quem haec omnia…). En el Misal de San Pío V y hasta la edición del Misal Romano de 1962 es continuación del “Per Christum Dominum nostrum. Amen” de la oración anterior, con la cual enlaza.
Las palabras “haec omnia” se refieren únicamente a los dones eucarísticos. En ellos están representados los dones de la naturaleza, pero como ya no se bendicen aquí, la frase se ha convertido en doxología de Cristo, extensiva a las Tres Personas trinitarias. Y porque todas las cosas han sido hechas en Cristo, por Cristo y para Cristo, Dios las ha hecho buenas. Esta es otra afirmación antimaniquea de las que registra el canon, pero que no pierde actualidad y puede despertar en nuestro diario vivir el sano optimismo cristiano. Por Cristo, Dios ha creado y santificado todas las cosas. Con la Encarnación de Cristo el mundo quedó ungido y santificado; unción y santificación que ahora continúa a través de los sacramentos y sacramentales, empapados todos ellos más o menos directamente en la eficacia santificadora del sacramento por excelencia, el cuerpo de Cristo.
Las expresiones “vivificas” y “benedicis” no hacen sino reforzar el “sanctificas”. A estas palabras el celebrante traza tres cruces sobre las materias sacrificiales: no es que con ellas pretendamos santificar lo que es fuente de toda santificación. Tampoco son realmente signo para señalar los dones, pues no van acompañados de sustantivos indicadores de los dones, son verbos que dicen santificación y bendición. La cruces aquí, son expresión plástica de las palabras que pronunciamos. Son una afirmación de que Cristo santifica y bendice “en y por estas ofrendas” a todos los dones que nos sirven de sustento. Se trata pues, de una sencilla afirmación, subrayada por ademanes expresivos.
La fórmula termina con el “et praestas nobis”. Es la confesión, en forma de doxología, de que todas las gracias nos vienen de Cristo, abriéndose con esto la puerta a la gran doxología final “Per ipsum et cum ipso”.
En esta fórmula final del canon “Por Él (Cristo), con él y en él…” se juntan dos elementos oracionales antiquísimos: la doxología y la fórmula de mediador. Esta combinación de alabanza (o sea doxología) con la fórmula de mediación es exclusiva del canon, como prerrogativa de la suprema oración eucarística.
La fórmula actual es la misma que en los documentos más antiguos y difiere poco de la doxología final de la anáfora de San Hipólito. Alabar por mediación de Cristo significa también obrar juntamente con Cristo e incluso en Cristo, existiendo Él en nosotros por la gracia del Espíritu Santo y nosotros en Él por su Cuerpo Místico. El verbo no va en subjuntivo como expresión de un deseo, sino en indicativo, como afirmación de una realidad: cada vez que la Iglesia se reúne en el santo sacrificio se da honra y gloria a Dios Padre, por medio de Cristo. Pero mientras en San Hipólito la gloria se da al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por medio de Cristo, en cuanto hombre, en el canon actual toda nuestra alabanza va dirigida sólo a Dios Padre (Deo Patri Omnipotente), como cabeza de la Santísima Trinidad. Las otras Personas divinas aparecen participando activamente en esta alabanza: en unión del Espíritu Santo se da por Cristo la honra y gloria a Dios Padre.
La doxología de San Hipólito, en vez de “in unitate Spiritus Sancti” se pone “in sancta Ecclesia tua”. La unión del Espíritu Santo se hace por lo tanto, en la misma Iglesia. Si Cristo es el Sumo Sacerdote de esta comunidad que por Él da gloria a Dios Padre, el Espíritu Santo es su vínculo de unión, el alma de la Iglesia.
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Evolución histórica de los gestos que acompañan el rito actual.
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En el culto estacional, el archidiácono después de incorporarse de la inclinación en la que había estado hasta las palabras “per quem haec omnia”, al oir el “Per ipsum et cum ipso” tomaba el cáliz por las asas con un pañito, y lo mantenía en alto al mismo tiempo que el Papa levantaba hasta el borde del cáliz las especies de pan, es decir los dones consagrados, Mientras pronunciaba lo demás de la doxología tocaba con ellos el cáliz.
En el siglo IX, es decir, cuando la liturgia romana se trasplanta al Imperio de los francos, empezaron a trazar con la forma unas cruces al “Per Ipsum”. En Amalario (Patrologia Latina 105, 1144 D) no son más que dos y se trazan no sobre, sino al lado del cáliz. Su razón de ser es puramente simbólica. Algo más tarde se añade una tercera cruz. En el siglo XI vemos aparecer la cuarta al “Deo Patri” y no mucho después la quinta al “in unitate Spiritus Sancti”. Existía sin embargo mucha libertad y variedad en los misales.
Parece ser que las tres primeras coincidieron al principio con la elevación de las especies y tenían por fin reforzar la misma ceremonia de mostrar al pueblo las especies, como para subrayar que allí estaba Cristo: con las cruces se enfatizaba la palabra “ipse” (ipsum,ipso).
Las otras dos cruces obedecían a razones simbólicas. Motivó su introducción la antigua rubrica que mandaba al pontífice tocar con la forma el cáliz por un lado, subrayando la identidad de ambas especies como él único cuerpo de Cristo.
Pero más tarde se complicó: empezaron a tocar el cáliz por cuatro puntos significando que el Crucificado quería atraer a Sí a los hombres de los cuatro puntos cardinales. En muchas regiones se mantuvieron sólo las tres primeras hasta el Misal de Pío V.
Más tarde y queriendo añadir el simbolismo de las llagas, se añadió una interpretación simbólica de las 5 cruces con las 5 llagas.
Otros añadieron una interpretación trinitario cristológica: la 1ª significaba la eternidad del Hijo junto al Padre; la 2ª, la igualdad; la 3ª, la consustancialidad; la 4ª, su existencia antes de la creación del mundo y la 5ª, la unidad de las Tres Personas. Pero estas interpretaciones no fueron las únicas…
Con la multiplicación de tantas cruces y tantas interpretaciones quedó como disimulado y enterrado el primitivo rito de la elevación, aunque no desapareció por completo.
Al contrario, deseosos de complacer las ansias de los fieles que querían contemplar la forma, llegaron en algunas regiones a introducir una segunda elevación en este momento.
Pare la historia de la evolución de este gesto ritual fue de importancia el que, en las misas rezadas, en las que no había diácono que elevase el cáliz, se dejase la elevación hasta después de terminar las cruces. Más tarde la intervención del diácono se redujo a sostener el brazo del celebrante durante la elevación o a tocar el pie del cáliz.
En el siglo XI apareció la rúbrica de dejar la elevación hasta el “Per omnia saecula saeculorum” y predominó durante toda la Edad Media hasta su supresión por san Pío V que prescribió la elevación a las palabras “omnis honor et gloria” expresando así con más exactitud el sentido de la ceremonia. Pero como había que colocar el cáliz sobre el altar y hacer una genuflexión entre la doxología y el “Per omnia saecula saeculorum”, este final queda separado de lo anterior. Además en las misas cantadas el canto lo enlaza con el principio del Pater noster.
Con la intención de unir más cerca el “Per omnia saecula saeculorum” con el texto de la doxología a la que pertenece, la reforma del 69 eliminó la genuflexión, que bien podría haberse trasladado al terminar la doxología en vez de suprimirse como el benedictino P. Álamo lo sugería ya en 1945 en su obra “La aclamación Amén la Biblia y en la Liturgia” (Apostolado Sacerdotal- Barcelona 1945).
También el Novus Ordo suprimió todas las cruces en un intento de subrayar el primitivo rito de la elevación de los dones con su doxología, simplificando con una sencilla elevación de los dones, que a veces se enfatiza muchísimo más., especialmente en las concelebraciones.
Cómo ya afirmé, en el nuevo gesto de separación física de los dos dones y no de elevación de los dones superpuestos como en la antigüedad, encontramos algo de aquel gesto bizantinizante de extender los brazos en cruz en el ofertorio.
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El Amén final.
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Terminada la solemne oración eucarística, se dio al pueblo, aun el la liturgia romana, ocasión de manifestar su intervención con un Amén solemne. Este Amén figura entre las prerrogativas de los cristianos que enumera Dionisio de Alejandría (mártir en 267). San Justino lo menciona en su Apología, señal de la importancia que se le daba. San Jerónimo escribió en una ocasión que ese Amén del pueblo resonaba en las basílicas romanas como un trueno del cielo, y San Agustín afirma que pronunciarlo equivale a estampar la firma debajo de un escrito. Un eco lejano de este Amen, una vez llegado el silencio del canon, se conservó en la rúbrica que manda levantar el celebrante la voz a las últimas palabras “Per omnia saecula saeculorum”, para que el pueblo pueda oír y los ayudantes, en nombre de todo el pueblo, responder “Amén”.
En la reforma litúrgica del 69 se ha puesto de relieve la importancia de este Amén, rezado o cantado solemnemente por todo el pueblo, recuperando la antiquísima tradición romana. Ya en la 2ª edición típica del Misal de Pablo VI existe la posibilidad de un énfasis aún mayor, con un triple Amén a tenor de las tres partes de la doxología:
V/ Por Cristo, con Él y en Él
R/ Amén
V/ A Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo
R/ Amén
V/ Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos
R/ Amén.
Próximo capítulo: “Síntesis de la evolución histórica de la comunión".
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: "Nobis quoque".

Como lo hace suponer un manifiesto paralelismo con el “Communicantes”, el “Nobis quoque” tiene una relación muy cercana con el “Memento etiam”. Sin embargo el entronque de ambas oraciones, a la luz de su evolución, es difícil seguirlo. Su razón de ser es pedir también para nosotros, después de orar por los difuntos, una parte de la felicidad eterna.
Nobis quoque peccatoribus famulis tuis, de multitudine miserationum tuarum sperantibus, partem aliquam, et societatem donare digneris, cum tuis sanctis Apostolis et Martyribus: cum Joanne, Stephano, Matthia, Barnaba, Ignatio, Alexandro, Marcellino, Petro, Felicitate, Perpetua, Agatha, Lucia, Agnete, Caecilia, Anastasia, et omnibus Sanctis tuis: intra quorum nos consortium, non aestimator meriti sed veniae, quaesumus, largitor admitte. Per Christum Dominum nostrum.
Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, [Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia] y de todos los santos; y acéptanos en su compañía no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.
Pero ¿por qué precisamente en este sitio y no en el Memento de vivos o como ya hacemos en el “Communicantes”? ¿Por qué otra oración con el mismo carácter? En primer lugar hay que afirmar que el Nobis quoque es una oración más antigua que el Memento de difuntos, pero muchos siglos posterior al Supplices, constituye pues una añadidura o prolongación para pedir una comunión fructuosa, es decir poniendo en íntima relación la eucaristía con la vida eterna. Es por eso que hay que interpretar el “quoque” en el sentido de “et” (y) cosa enteramente posible en la baja latinidad. Además como se trata de una autorrecomendación del clero, enlaza perfectamente con la petición más general a favor de todos los fieles: lo hace pues, no con una fórmula independiente, si no con una frase a modo de añadido a cualquier otra oración intercesora, es decir, un apéndice.
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La lista de los santos.
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He hecho mención varias veces de la lista de los santos. Tal como la conocemos en la actualidad presupone una larga historia de formación. Los nombres de los santos Juan y Esteban, que hoy vienen los primeros de la lista, son también los más antiguos que se mencionaban en esta oración. Cuando San Gregorio (590-604) dio a la lista su forma definitiva, uno de los criterios para su reforma fue el de no repetir ningún nombre de los santos mencionados en el Communicantes. Y lo aplicó con tanta rigidez que ni siquiera repitió el de la Santísima Virgen, aunque era tradición antigua nombrarla en esta oración.
No podemos descifrar qué nombres figuraban en la lista cuando, casi un siglo y medio antes, San León Magno (440-461) hizo del apéndice “Nobis quoque” una oración independiente. Lo que sí podemos hacer es señalar en la actual lista los santos que con toda probabilidad pertenecieron a aquel elenco. Esto es fácil viendo el culto que en aquella época se daba a los santos en Roma, pues es prácticamente seguro que los santos iban entrando al compás de su culto en la Ciudad Eterna.
Pues bien, en el siglo V, en Roma gozaban de especial veneración los santos Marcelino y Pedro, cuyo sepulcro “ad duas lauros” en la vía Labicana lo adornó el papa San Dámaso con versos y cuya fiesta hemos celebrado el martes de esta semana, día 2 de junio.
Culto notable se tributaba entonces también a las santas Inés y Cecilia. Constantina, la hija del emperador Constantino, levantó una basílica sobre la tumba de la primera, el llamado Mausoleo de Constantina o Santa Inés Extramuros.
Santa Cecilia fue venerada desde muy antiguo en las catacumbas de San Calixto, hasta que con la construcción de un gran templo en el Trastevere su culto cobró nuevos vuelos.
Gozaba de cierta veneración una santa Felicidad, noble dama romana, cuyo sepulcro lo convirtió en oratorio el papa Bonifacio I. Su fiesta se celebra el 23 de noviembre. Estos siete santos serían con toda probabilidad los primeros santos que entraron en el “Nobis quoque”. La lista de los santos de la Iglesia milanesa los trae todavía en el siguiente orden cronológico: Juan y Esteban, Pedro, Marcelino, Inés, Cecilia y Felicidad.
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La reforma de la lista por San Gregorio.
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En el siglo V y durante el VI se fueron añadiendo a esta lista inicial más y más nombres, hasta que a fines de la sexta centuria San Gregorio Magno dio a ambas listas su forma definitiva. Así como en el Communicantes fijó el número de santos en dos veces doce, en el Nobis quoque lo limitó a dos veces siete. Tradicionalmente se mencionaban al principio los apóstoles, por eso había que poner también ahora los nombres de algunos de ellos. El principio de no repetir ningún nombre del Communicantes, obligó a San Gregorio a poner entre los apóstoles algunos que no pertenecían al número de los Doce, figuran pues como tales los santos Matías y Bernabé. Como representantes de los apóstoles parecía lógico que el primer puesto de la lista se les reservara para ellos, pero ya estaba ocupado por los santos Juan Bautista y Esteban y resultaba violento quitarlos. Seguramente a esto se debe el “cum” delante de San Juan o sea el repetir otra vez esta preposición después de haber dicho ya: “cum sanctis apostolis”, como si se debiera corregir la frase.
Faltaban dos para completar el número de los siete: los santos Ignacio y Alejandro. El nombre de San Ignacio de Antioquia no entraría espontáneamente en la lista por faltarle el culto en Roma pero San Gregorio lo metería recordando sus relaciones históricas con la Iglesia Romana.
Por lo que se refiere a San Alejandro, que es del grupo de los siete mártires que se celebran el 10 de junio, quizá se añadió ya antes, quizá por el papa Símaco (498-514) de quien se sabe se interesó por sus monumentos en Roma.
En el grupo de las siete mártires, a las santas Inés, Cecilia y Felicidad, el Papa Gregorio añadió los nombres de las santas de Sicilia, Águeda y Lucía, probablemente porque la Iglesia Romana tenía allí en tiempos de San Gregorio Magno grandes posesiones y fue entonces cuando su culto pasó a Roma.
El juntar al nombre de la Santa Felicidad romana el de la africana Perpetua obedece al hecho que en la hagiografía ambos nombres, es decir el de la noble Perpetua y su criada Felicitad van unidos y ya entonces confundían en Roma ambas santas, es decir la Felicidad, dama romana, con la africana Felicitas, criada de Perpetua. Lo que nos hace reconocer que la santa Felicidad del canon es la romana y no la africana es el orden inverso con el se nombra, ya que las africanas son nombradas siempre como Perpetua y Felicidad, mientras en el canon se nombran Felicidad y Perpetua.
Santa Anastasia es la mártir de Sirmio, cuyo cuerpo se trasladó en 460 a Constantinopla y llegó a ser muy venerado allí. Bajó la dominación bizantina en Italia (siglo VI) se le dio también en Roma mucho culto.
Así pues el orden jerárquico de la lista acabó siendo en siguiente: después de los santos Juan y Esteban, los “apóstoles” Matías y Bernabé, luego el obispo y mártir San Ignacio, al que se junta San Alejandro, sacerdote y mártir. Los dos siguientes solían enumerarse como “Pedro y Marcelino”, pero como Marcelino era sacerdote y Pedro, exorcista, se cambió el orden tradicional.
En las santas, como no cabe orden jerárquico, se ponen en lugar las dos señoras, Felicidad y Perpetua, luego las dos vírgenes sicilianas, Águeda y Lucía, a continuación las dos romanas, Inés y Cecilia y finalmente, Anastasia, oriunda de la Pannonia, parte oriental del Imperio.
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El rito exterior: el “Nobis quoque peccatoribus” en voz alta y el golpe de pecho.
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Al llegar al “Nobis quoque peccatoribus” el sacerdote levanta la voz. Las primeras noticias de esta costumbre se remontan al siglo IX cuando el canon se empezó a recitar en voz baja. Es un caso típico de pervivencia rubricista, aún habiendo desaparecido hace mucho tiempo el motivo que dio origen a la ceremonia, que no era otro que mandar a los subdiáconos que estaban inclinados durante el canon en fila al lado opuesto del altar exento, frente al celebrante, ocupasen sus puestos anteriores con el fin de que asistieran a la fracción, Esta norma siguió observándose aún desaparecida la fracción del pan, a partir de la primera mitad del siglo IX, cuando ya no era útil ese ministerio subdiaconal. Como se recitaba el canon en voz baja fue necesario levantar la voz al “Nobis quoque”. En el denso ambiente alegórico de entonces también a esta ceremonia alcanzó la alegoría: significaba la exclamación del centurión al pie de la cruz.
Al Nobis quoque acompaña otra ceremonia antigua: el golpe de pecho al decir estas palabras. Es sencillamente un modo de presentarse ante Dios, no con un gesto arrogante, sino con un humilde ademán, mezcla de arrepentimiento. Nunca como en estas circunstancias cae mejor la actitud humilde del sacerdote a las palabras “nobis quoque peccatoribus”, referidas a así mismo, presentándose como pecador.
Próximo capítulo: “Las Doxologías Finales El "Per quem haec omnia" y el "Per ipsum et cum ipso".
Extraído de Germinans Germinabit.