viernes, 29 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Últimas ceremonias antes de la Plegaria Eucarística: Incensación, lavatorio de manos y “Orate fratres”.

Una vez dispuestas las materias sacrificiales sobre el altar, todavía se intercalan varias ceremonias que hacen de puente entre el ofertorio y la solemne oración eucarística. Dos de ellas tienen carácter de preparación privada, el lavatorio y el “Orate fratres”, en cambio la incensación ofrece características distintas. El sitio que ocupan actualmente no es el primitivo, quiero decir, que no refleja el orden en que se han ido agregando al ofertorio. Aún a pesar de eso, las explicaré por el orden en el que actualmente se encuentran.
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1º La incensación.
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Esta incensación entre el ofertorio y la plegaria eucarística es más antigua que la del principio de la misa. La menciona Amalario en el siglo IX. Por estar más cerca del centro del canon, reviste mayor solemnidad. Poseyó en un principio el carácter de ceremonia inaugural de la Plegaria Eucarística, por eso estuvo al final del ofertorio incensando únicamente el altar y casi iniciando ya la solemne oración eucarística. A partir del siglo XI se le fue añadiendo la de las ofrendas con las oraciones anexas, que no existen en la incensación del inicio de la celebración: la de la bendición del incienso invocando al arcángel San Miguel y la oración propiamente durante la incensación: “Incensum istud” seguida de versículos del salmo 140 y la oración “Accendat in nobis” (Encienda en nosotros) al devolver el incensario al diácono.
El rito de incensación de ofrendas compuesto por cruces y círculos (misal del 62) nos dice que es una ceremonia de bendición, su mutación en el Novus Ordo del 69 por 3 “ductus” abiertos de un “ictus” cada uno (como con los que el turiferario inciensa al pueblo- tres movimientos de un golpe) reforzaría la idea de ofrecimiento del incienso como sacrificio menoscabando la unicidad del sacrificio eucarístico. Si la incensación es una bendición, es una bendición; si no lo es y es un sacrificio en sí, como los prescritos en el Levítico, es un sacrificio en sí. Yo en cambio apuesto, vista la idea primitiva de incensar el altar rodeándolo completamente ( la “Sacrosanctum Concilium” y el Ordenamiento General del Misal Romano del 69, justamente lo que pide no es que los altares dejen de estar orientados “ad orientem” sino que no estén pegados a la pared para que se les pueda rodear en esta incensación) por la idea de que se trata de una señal de veneración y de segregación de los objetos y las materias con el humo sagrado significando que se separan del uso profano bañándolos en un ambiente sobrenatural. Muchos autores, entre ellos Jungmann y Baumann lo hacen. Pero no se deben eliminar los ductus con sus ictus (cada uno de los movimientos con sus golpes) en el proceso de incensación como algunos liturgistas arqueologistas quieren enseñar, especialmente de escuela germánica, y que lentamente rodean el altar con un incensario inmóvil y un ritmo hierático.
Acabadas las incensaciones de ofrendas y del altar comienzan las incensaciones de personas: celebrante, ministros, clero presente y fieles. Aquí la incensación cobra un nuevo significado: la participación en la virtud santificadora de las ofrendas y del altar, de todos los bautizados.
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2º El lavatorio de manos.
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A la incensación sigue el lavatorio de manos, puesto aquí por una razón eminentemente práctica: tener limpias las manos al tocar las especies sagradas. Pero hay otro motivo trascendente: la pureza del alma, expresando con la ablución, por otra parte su frágil condición personal e indignidad para ofrecer el sacrificio y por otra, el ansia y afán de pureza interior. Esta significación simbólica está contenida en las oraciones que desde el periodo franco acompañan el lavatorio, generalmente los versículos 6 y 7 del salmo 25 (Lavabo) y finalmente para llenar el tiempo se añadieron más versículos con el “gloriapatri” final. En la Edad Media, se añadían incluso “kyries” y el padrenuestro en silencio. En el Novus Ordo del 69 se ha reemplazado por el versículo 2 del salmo 50: “Lava me Domine, ab iniquitate mea et a peccato meo munda me” (Lávame Señor de mi pecado, purifícame de mi delito”).
Quiero recordar que esa insistencia en las abluciones antes del sacrificio queda demostrada por el lavatorio antes de revestirse y que, aunque actualmente tiene lugar en la sacristía posee un carácter ritual, más si cabe cuando el obispo se reviste para Pontifical, acompañado de oración.
Una significación distinta tiene el lavatorio en la misa etiópica, en la que el celebrante en vez de sacarse las manos, se vuelva hacia el pueblo, y amenazando con la ira de Dios a los que se atrevan a comulgar indignamente, sacude el agua adherida a los dedos contra el pueblo. Curioso y digno de ser recordado.
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3º El “Orate fratres” (Orad hermanos).
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Se trata de un rito personal del celebrante y que encontramos invariablemente en todos los ordinarios de la misa a partir de la época carolingia (siglo IX). Al principio no se apuntaba ninguna fórmula de contestación, señal evidente que se trataba de un ruego que el celebrante dirigía a los asistentes para que le acompañasen con sus oraciones particulares, mientras él, en calidad de pontífice, entraba solo en el “sancta sanctorum” (centro) de la plegaria eucarística. Es interesante observar como en estas palabras se refleja el modo de considerar la función sacerdotal del ministro que se separa del pueblo para acercarse él solo a Dios. La oración es una prueba evidente de dos sacrificios distintos uno del otro y de dos sacerdocios ontológicamente diversos, el del ministro y el del común de los fieles bautizados.
El “Consilium” para la reforma litúrgica (Benno Gut, Annibal Bugnini y sus secuaces) que defendían la doctrina de un único sacerdocio, el de Cristo con diversos “grados” de participación, como lo hace en público hoy en día su discípulo Piero Marini, planeó la abolición del “Orate Fratres”.
Finalmente Pablo VI tuvo escrúpulos y no firmó la abolición por ello la encontramos tal cual en la 1ª edición el Novus Ordo del 69, sin que haya sufrido ninguna modificación, aunque en las dos ediciones típicas últimas puede ser sustituida “ad libitum” por otras.
Como curiosidad añadir que en algunos misales del norte de Europa se encuentra la fórmula “Orate fratres et sórores”: orad hermanos y hermanas. Parece que esta costumbre no se limitaba sólo a los conventos de monjas.
Después de pronunciar estas palabras, cuando se celebra “ad orientem”, el celebrante no se vuelve al altar por el mismo lado, sino que da la vuelta entera (en sentido de las agujas del reloj) probablemente porque tenía que dirigirse al libro, que entonces se encontraba algo más retirado del centro que en la actualidad.
Finalmente repetir que en los siglos VII-IX no existía ninguna fórmula de contestación. Se insinuaban algunos modos de contestar con versículos del salmo 19 o las palabras del ángel a la Virgen: “El Espíritu Santo descienda sobre ti y la virtud del Altísimo te cubra con su sombra”. Nuestra fórmula actual, el “Suscipiat” (El Señor reciba de tus manos) la encontramos en Italia en el siglo XI, donde más tarde se impuso como única. En un primer tiempo se rezaba en silencio, más tarde se obligó a decirla en voz alta a los clérigos presentes en el coro. Finalmente a los fieles.
Sea como sea, el significado de toda ella es rogar a los fieles que supliquen a Dios por el sacerdote para que pueda presentarse dignamente ante la majestad del Padre y ofrecerle en nombre de la Iglesia el sacrificio de su Unigénito Hijo.
Próximo capítulo: "Estudio eucológico de la oración previa a la Solemne Oración Eucarística”
Extraído de Germinans Germinabit.

martes, 26 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Parte 4ª: El ofertorio, las oraciones de ofrecimiento.

Razón del método: Misal del 62 y Novus Ordo del 69.
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Intentaré explicar lo más brevemente posible el orden histórico-genético de las oraciones de ofertorio en las dos formas, extraordinaria y ordinaria, del actual Rito Romano, en los dos misales actualmente en vigor, el de 1962 publicado por el beato Juan XXIII y el de su sucesor Pablo VI de 1969.
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Misal de 1962.
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Las oraciones de ofertorio que se rezan no son sino unas cuantas del sinnúmero de oraciones en los misales de la Edad Media. Como se las consideraba cosa privada del sacerdote, no había en ellas ni limitación ni orden. Por eso es casi imposible clasificarlas. Las que pasaron a nuestro misal romano hacia el siglo XI están calcadas de las del Misal de San Galo del siglo IX, y que pronto sirvieron para la celebración de la misa en la corte pontificia.
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El ofrecimiento del pan.
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Al principio, en algunas regiones, ambas materias, pan y vino, eran entregadas y ofrecidas a la vez. En otras, principalmente en Italia, se entregaban ya en el siglo XI por separado el cáliz y la patena. La oración que entonces se decía al ofrecer la forma fue el “Súscipe Sancte Pater” que se encuentra por vez primera en un misal del norte de Alemania, la llamada “Missa Illyrica”. En Italia aparece por aquel mismo siglo el elevar la patena y el cáliz cuando se ofrecen, cosa poco corriente en otras regiones. Desde luego, la oración iba acompañada siempre de muchas otras fórmulas. Su redacción en singular nos confirma su carácter de oración privada del sacerdote. La mención de los “innumerables pecados” la sitúa entre las apologías, oraciones de acusación propia que tanto abundan en la Missa Illyrica. Después de ofrecer la forma, el sacerdote traza una cruz con ella, puesta sobre la patena. El primero que atestigua esta ceremonia es Durando obispo de Mende (siglo XIII), aunque la encontramos como acción diaconal ya en el siglo XI.
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La bendición y la mezcla del agua.
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Una vez ofrecido el pan se pasa a la preparación del cáliz, consistente en echar agua y vino en él. Se trata en el fondo de una preparación meramente material, sin trascendencia religiosa, por eso lo hacían a veces en la sacristía o antes de empezar la misa, como es costumbre del rito dominicano, o durante el salmo o el canto del evangelio como en el rito carmelitano. No obstante ya en el siglo XI encontramos esta ceremonia en el sitio que actualmente ocupa, en algunos misales del norte de Alemania y algo más tarde en Italia. Se trata sin duda del ordinario creado en San Galo y por su colocación, entre dos actos eminentemente litúrgicos como es el ofrecimiento del pan y del vino, es de suponer que se le daba un sentido más profundo. Esto se saca con toda seguridad de las fórmulas con que desde entonces se la acompaña: la bendición del agua, su mezcla con vino y la oración “Deus qui humanae substantiae”.
En Occidente, la mezcla del agua y del vino, adquiere una explicación simbólica. Así como el vino absorbe el agua, así Cristo se apodera de nosotros y de nuestros pecados. Cuando el agua cae en el vino, los fieles se unen con Él, ha quien han seguido por la fe; y esta unión es tan fuerte, que nada ni nadie la romperá, como no es posible separar el agua del vino. Esa es la explicación que nos propone San Cipriano. Otra explicación nos la propone San Ambrosio. Basándose en el evangelio de San Juan, interpreta el agua que se mezcla con el vino, con el agua que salió del costado de Cristo en la que están representados los pueblos redimidos por Él y pues, los sacramentos y la Iglesia. De ambas premisas se dedujo la especulación teológica medieval: la mezcla del agua indica que en la misa no sólo se ofrece Cristo, sino la Iglesia con Cristo. Y fue por esta significación, por la que Lutero, cuando todavía admitía la misa, calificó de impropia la mezcla del agua, porque para él la obra divina quedaba desvalorizada al fundirse con ella la colaboración humana. De aquí que el Concilio de Trento amenazara con excomunión a quien la rechazara.
Era lógico que ante un simbolismo tan profundo de la mezcla se le dedicara especial atención entre las ceremonias. Quien dirige la ceremonia y la bendice es el mismo celebrante, aunque luego el diácono (o el subdiácono en el misal del 62) sea quien eche materialmente el agua en el cáliz. Aunque junto a la fórmula “Deus qui humanae substantiae” abundaban otras tantas basándose en el simbolismo del agua y de la sangre del costado del Señor explicando la misa en referencia a la pasión de Cristo, la que se impuso hace referencia al misterio de la Encarnación y a nuestra participación en la natura divina de Cristo.
Se trata de una antigua colecta romana de Navidad, en la que se intercalaron las palabras “per hujus aquae et vini mysterium” (por este misterio del agua y del vino). La oración se refiere a nuestra participación en la naturaleza de Cristo “…que participemos de la divinidad de aquel que se dignó participar de nuestra humanidad”. Con esto, se acerca visiblemente a la alusión oriental de las dos naturalezas, divina y humana de Cristo. Esta oración, tal cual, la encontramos en el grupo de misales de los siglos X y XI, calcados sobre el ordinario renano de San Galo, llevado a Italia y Roma por los benedictinos.
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El ofrecimiento del vino.
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No es del todo casual el que la fórmula “Offerimus” que encontramos por vez primera en un manuscrito de San Galo del siglo IX, perteneciente al Sacramentario Gelasiano, esté redactada en plural, en evidente contraste con el singular del “Suscipe Sancte Pater”, pues la primera aparece como fórmula que dice el diácono cuando en nombre del celebrante coloca el cáliz sobre el altar. Aún actualmente, en el misal del 62, la rezan en la misa solemne el celebrante y el diácono juntos. En este rito se ha conservado algo de la costumbre antigua de considerar el “ministerio del cáliz” como propio de los diáconos, aunque esta concepción se refería más bien al cáliz con que se daba la comunión bajo la especie de vino a los fieles, conforme veremos más adelante.
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Ceremonias y oraciones restantes.
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Entre las oraciones más antiguas del grupo de fórmulas introducidas por los francos en la misa romana, se cuenta el “In spiritu humilitatis” y, aún hoy en el misal del 62 el “Suscipe Sancta Trinitas”. El primero aparece ya en el documento más antiguo de esta época, el Sacramentario de Amiens, como segunda parte de una oración de ofrecimiento. Se trata de una cita del libro de Daniel 3,39 que luego se aisló. Debe considerarse precursora de la otra (el “Suscipe Santa Trinitas”). Ambas fórmulas son las primeras con que los francos llenaron las escasas ceremonias del ofertorio del antiguo rito romano cuando el pontífice, sin más, depositaba sus ofrendas personales sobre el altar. La antigüedad de estas oraciones se descubre por el puesto que ocupan al final del ofertorio y el modo de rezarlas con el cuerpo inclinado. El “Suscipe Santa Trinitas” (desaparecida con el Novus Ordo del 69) tiene raíces muy antiguas. Recordemos las costumbres bizantina, lo mismo que galicanas e hispanomozárabes, de conmemorar y honrar mediante determinadas partículas los misterios de nuestra fe, como se valían del mismo procedimiento para encomendar a las personas e intenciones más diversas: antiguamente, valiéndose de las partículas aplicaban una serie de intenciones; ahora lo hacían repitiendo el Súscipe (más breve) tantas veces como intenciones había. Más tarde se agrupan todas las intenciones bajo una única fórmula, la que hoy en día (misal del 62) poseemos y que es la última antes del “Orate fratres”.
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El “Veni Sanctificator”.
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En el Misal de 1962, justo después del “In spiritu humilitatis” encontramos esta oración que procede del Misal de Store, mezcla de ritos occidentales que se llama generalmente rito irocelta y data de principios del siglo IX. Lo llevaban los monjes irlandeses cuando recorrieron toda Europa fundando monasterios, como por ejemplo, San Galo. Formaba parte del Misal de la Curia Romana y por eso entró en el Missale Romanum de San Pío V. Es una oración fabulosa porque junto al movimiento ascendente de oblación y ofrecimiento, esta se coloca en dirección opuesta: movimiento descendente. Es como una “epíclesis menor”, es decir una invocación al Espíritu Santo para que derrame su virtud santificadora y consagrante. Emparenta así ideológicamente con las famosas fórmulas de las oraciones eucarísticas orientales. Resulta pues muy discutible su desaparición con el Novus Ordo de 1969.
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Misal de 1969.
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Así ha quedado el Ofertorio con la publicación del Misal del 69. El aspecto más llamativo resulta el carácter responsorial de cada “presentación” de las ofrendas. A destacar también la pérdida del carácter oblativo del ofertorio convirtiéndose en una “bendición a Dios” (no de las materias sacrificiales) por los dones que nos procura. Lo más discutible: haber despreciado toda la historia del ofertorio en los ritos cristianos para echar mano del texto de unas “berajás” judías tomadas de las “Berajot” de la Pascua Judía. (Pessah). Pongo a disposición los textos al final de este capítulo.
Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida. Bendito seas por siempre, Señor.
El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana.
Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación. Bendito seas por siempre, Señor.
Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
Texto de las Berajás pascuales.
No son necesarios más comentarios.
P.S.: En las últimas horas me han llegado 3 preguntas (1 via telefónica y 2 vía email) acerca de la responsabilidad última de tales cambios en el ofertorio del Novus Ordo de Pablo VI de 1969 y el Misal Romano publicado en 1970.
La respuesta es: el benedictino suizo de Maria Einsideln, Cardenal Benno Gut, Prefecto de la S.C. de Ritos del 67 al 69 (y que en 1968 asumió la presidencia del Consilium para la reforma litúrgica) y de su sucesora la S.C. para el Culto Divino del 69 al 1970, año en el que murió, descansado… Aunque nada sin la ayuda de Monseñor Annibal Bugnini (mi no-amigo). Tildarlos de “arqueologistas” tout-court no sería justo. Lo suyo va más allá. Querían convencernos de que para uno de los grandes testimonios litúrgicos de la antigüedad, la Didaché, la Eucaristía quería ser un calco de la Última Cena de Jesús, una mera cena pascual judía solemnizada por la inminente muerte de Jesús. Y de ahí a las Berajot, un paso.
Próximo capítulo: "Últimas ceremonias antes de la Plegaria Eucarística: Incensación, lavatorio de manos y “Orate fratres”
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 23 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Parte 3ª: El ofertorio, las materias sacrificiales y su colocación.

En todas las liturgias se conoce la tendencia a convertir en ceremonia lo que en sí es simple acción exterior necesaria para el desarrollo del rito. En las liturgias orientales esa tendencia ha convertido el simple traslado de las materias sacrificiales en solemne procesión llamada Entrada Mayor. En la liturgia romana esa tendencia se manifiesta en el acto de depositar las materias sacrificiales encima del altar.
A veces, incluso la misma elaboración del pan se ha convertido en ceremonia. Los sirios occidentales tienen un rito especial compuesto de dos partes para la preparación de la masa y la cocción, acciones acompañadas de salmos. Los abisinios ponen junto al templo una dependencia llamada “bet-lejem” (casa del pan-Betlehem) donde trasladan al principio de la misa las ofrendas del altar. Desde luego en todas las liturgias orientales esta vedado a las mujeres cocer el pan y ni siquiera son admitidos para este trabajo los seglares.
Parecidos ritos se conocieron en Occidente durante la Edad Media. En el convento alemán de Hirsau en el siglo XI el trigo tenía que ser escogido grano por grano, el molino debía limpiarse con esmero y cubrirlo con cortinas blancas. El monje encargado de la molienda vestía alba y amito. Del mismo modo vestían los cuatro monjes que preparaban la masa y la cocían. Durante este trabajo guardaban silencio para que el aliento de sus bocas no tocase el pan. En otros conventos solían cantar salmos durante este proceso. Acto tan solemne, sin embargo, se repetía solo unas pocas veces al año. Entre el clero secular de la Edad Media existían semejantes costumbres. Actualmente suelen ser las monjas de clausura, en España tradicionalmente las clarisas, las encargadas de estos trabajos.
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Formas y clases de pan.
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En los primeros siglos el pan usado para la consagración era pan ordinario, que se procuraba fuera de la mejor clase que hubiera. Pan, muy fino, que tenía forma de rosca del tamaño de una mano. Eran las famosas “coronae” de las que habla San Gregorio. No se empleaban recientes sino que esperaban hasta que estuvieran bien secos. Y así se introdujo la costumbre de cocer un pan especial, redondo y partido por una cisura en forma de cruz, con un sello (lo más frecuente era la XP entrelazada -el crismón- del nombre griego de Cristo). En la liturgia griega, la hostia destinada al celebrante era rectangular y en sus cuatro secciones, divididas por la cisura, se leían las palabras “Jesucristo, vence” (JC CP NI KA)
Todas estas clases de panes eran panes con levadura. Las primeras noticias del uso de pan ázimo son del siglo IX y aparecen en España y Francia basadas en la voluntad de adecuarse a lo que debió ser la cena pascual. Influiría también la sentencia paulina “…echad fuera la vieja levadura” (I Cor. 5,7) entendiendo que la levadura fomenta la corrupción.
Sea como fuere, el pan ázimo no se impuso como norma hasta el siglo XI, época en que triunfó en Roma. Los griegos rechazaron esa innovación y esa cuestión fue esgrimida entre las razones del cisma. Pero es una inexactitud pensar que en Oriente no se usó nunca pan ázimo ya que los armenios, desde que se hicieron monofisitas, así como no mezclaban agua en el vino tampoco levadura en el pan, por considerar ambos gestos símbolos de la naturaleza humana. En el siglo XV el concilio de Florencia declaró que la eucaristía se podía celebrar igualmente con pan ázimo o fermentado con tal que fuera pan de trigo.
El pan ázimo se impuso sin duda porque al ser pan más blanco parecía más una materia espiritualizada pero también por facilitar su manejo. Pronto se cayó pues en la cuenta de que era más práctico y más reverente llevar preparadas de antemano las partículas. En el siglo XI ya tenemos constancia de las actuales formas “in modum denarii” (a manera de monedas). Como consecuencia de estos cambios se redujo el tamaño de las patenas que, provistas de un pie habían alcanzado los 60 cm de diámetro, con un peso de nueve kilos. Es la época en la que comienzan las “píxides” que con el tiempo se convertirán en nuestros copones actuales. Desde la reforma del 69 ha vuelto la tendencia hacia las píxides aunque desgraciadamente y en contra de las prescripciones han proliferado indignas canastillas de mimbre y paja recubiertas de servilletas o bandejas de cerámica del todo inapropiadas…
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El vino.
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Menos cambios hay que registrar en el uso del vino. En Oriente se prefería generalmente el vino tinto por distinguirse mejor del agua y ser más semejante su color al de la sangre. Pero desde que se impuso el uso del purificador, a partir del siglo XVI, prefieren más bien vino blanco por más limpio. En España e Italia siempre hemos preferido un excelente vino dulce de uva base moscatel o vino de uva pasa, lo que en Italia se llama “vino appassito d´altare”. Ese procedimiento de elaboración se extendió a las regiones donde se hacía difícil conseguir vino, como en Etiopía, donde se procuraban uvas pasas que se mojaban hasta quedar bien empapadas, para luego exprimirlas en el lagar.
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La deposición o colocación de ofrendas encima del altar.
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Veamos ahora cómo las acciones preparatorias sobre las materias, su traslado al altar y su colocación encima de él, dieron lugar a las diversas ceremonias en distintas liturgias.
El traslado de los dones al altar, que en nuestra liturgia romana nunca llegó a hacerse con ceremonia especial, en la liturgia bizantina sustituye prácticamente a nuestro ofertorio. Veamos como es esta preparación del pan y del vino encima de la mesa con las oraciones que la acompañan:
1º De las ofrendas que los fieles han depositado antes de la misa en una dependencia junto al templo, se preparan las hostias que hay que consagrar en una mesita especial llamada “prótesis”. Esta preparación llamada “proscomidia” exige 5 panes de los que se recortan determinadas partículas.
2º Del primer pan se separa la forma rectangular del celebrante llamada “cordero”, del segundo, una partícula en honor de la Virgen, del tercero nueve partículas para honrar la memoria de los santos, del cuarto un número indeterminado para encomendar a diversas personas y del quinto, finalmente, otra cantidad para recordar a los difuntos. A estas dos últimas series podían contribuir libremente los fieles.
3º Todas estas partículas se ordenan encima de una patena llamada “diskos”, que se traslada en solemne procesión al altar entrando en el presbiterio por la puerta principal del iconostasio. En Egipto se hace una procesión que da la vuelta al altar.
En la primitiva liturgia hispanovisigótica (mozárabe) se ordenaban sobre el mismo altar las partículas en forma de una o varias cruces, detallando San Ildefonso de Toledo en el año 845 cómo hacerlo. En la actual, después de la fracción, o sea inmediatamente antes de la comunión, se ordenan las partículas en forma de cruz para expresar el recuerdo de la pasión, resurrección, ascensión, y demás misterios de la glorificación.
Conviene explicar estos particulares para ilustrar con ellos ciertos detalles de nuestra liturgia romana, explicándonos mejor algunos aspectos secundarios del ofertorio.
En el culto estacional de la liturgia romana, el altar era una simple mesa pequeña, y sólo al final de la liturgia de la Palabra empezaban a prepararla. Hasta ese momento el altar estaba cubierto con un tapete de color (del que se derivó más tarde el antipendio o frontal). Inmediatamente antes de la misa sacrificial el diácono llevaba en una bolsa un mantel blanco, plegado y metido dentro. Es el corporal de entonces, que cubría casi todo el altar, como fue costumbre en las misas papales hasta hace poco. Huellas de esa costumbre permanecieron en la misa solemne hasta la reforma del 69 cuando el diácono durante el Credo llevaba los corporales al altar. La “palla corporalis” que así se llamaba el mantel, conservó aún más tarde, cuando era mucho más pequeña, un pliegue que permitía doblarla de tal modo que con su parte posterior se pudiera cubrir durante la misa el cáliz y la forma. En la baja Edad Media se separa esta parte del corporal para formar con ella la “palla” o palia, mientras que el trozo principal se convirtió en nuestro corporal.
Una vez preparado el altar se colocaban sobre él el pan y el vino, cosa que en el culto estacional pertenecía al archidiácono que, ayudado por subdiáconos, escogía de entre las oblaciones de los fieles aquellas que formarían parte del sacrificio eucarístico, colocándolas en orden fijo sobre el altar. También preparaba el cáliz al que uno de los cantores echaba unas gotas de agua. Acabado todo esto en silencio y sin rezar formula alguna, el papa abandonaba su cátedra, iba al altar lo besaba y recibía las ofrendas de los asistentes añadiendo la suya propia, depositándolas encima del altar. Luego hacía una señal a la schola para que terminara el canto y pudiera decir en voz alta la única oración del ofertorio, la “super oblata”, que más tarde se convirtió en la “secreta” y que con la reforma del 69 volvió a su denominación originaria.
En la próxima parte, que será la última dedicada al ofertorio, veremos en particular el origen de las oraciones sea del modo extraordinario (misal del 62) como del ordinario (misal del 69) así como su razón.
Próximo capítulo: “Parte 4ª: El ofertorio: Las oraciones de ofrecimiento”
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 21 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Parte 2ª: El ofertorio.

La entrega de las ofrendas.
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Cuando aquí hablo de ofrendas, atiendo exclusivamente a aquellas que consta se ofrecían como intervención en el culto no como contribución al culto. No se trata aquí de las ofrendas recogidas para el sostenimiento del culto y del clero, antiguamente en especies y hoy en día mayormente en metálico, para el mantenimiento de la comunidad y sustento de los pobres. Me refiero únicamente a las ofrendas destinadas sólo a las materias sacrificiales.
En el culto estacional de los siglos VII y VIII se nos describe la entrega de ofrendas como rito de la misa. Después del evangelio baja el papa a la nave para recibir de los miembros de la nobleza la oblación de pan, que entrega a un subdiácono y éste la coloca en un paño grande sostenido por acólitos. La oblación del vino, ofrecida en vasijas especiales, la recibe el archidiácono para echarla en un cáliz, sostenido por un subdiácono, quien a su vez lo hacía en un vaso mayor llamado “scyphus”. El papa, después de recogida la oblación de la nobleza, recoge la de los dignatarios de su corte y finalmente la de las damas de la nobleza. Luego se vuelve hacia el altar y espera el final de la recogida. Una vez el archidiácono ha seleccionado una pequeña parte de las ofrendas para la consagración y la tiene dispuesta sobre el altar, el papa recibe las ofrendas añadiendo la suya de dos panes (que le había presentado el subdiácono oblacionario, colocándola encima del altar). Para el cáliz se toma sólo el vino de la oblación papal y de su asistencia, al que se añade mediante un colador un poco del vino recogido entre los fieles.
El resto de la oblación queda depositado en bandejas de plata que se llamaban altares y que después de la función se repartían entre el clero y los pobres. Los dones, aunque no tenían la categoría de “sacrificios litúrgicos”, se consideraban una oblación hecha a Dios, por eso más tarde se admitieron en la entrega dentro de la misa otros dones: flores, aves, etc.…
En general los sínodos lo prohíben, admitiendo a lo sumo aceite y cera por su empleo litúrgico. En cambio, a partir del siglo VIII, cuando por seguridad de las materias se empiezan a utilizar las conocidas formas de pan ázimo que son procuradas por fundaciones y monasterios, se puede decir que se da preferencia casi exclusiva a los otros dones. En la Edad Media hay muchos testimonios de oblaciones de objetos preciosos e incluso de fincas enteras mediante la entrega de las escrituras de propiedad. En el siglo XI, como sabemos por San Pedro Damián, se ofrecían hasta monedas de oro. Es el primer testimonio de sustitución de productos de la tierra por dinero.
Hay que decir que esta manera de entregar los dones en el culto estacional fue costumbre romana. Ni en la abandonada liturgia galicana ni en las liturgias orientales se conocía la ofrenda de la misa. Sólo en la liturgia norteafricana se habla de que los fieles podían llevar sus ofrendas al altar como también en la liturgia milanesa.
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Los estipendios.
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A partir de la Edad Media ya no se habla de los pobres como destinatarios de las ofrendas. Estas toman cada vez más el carácter de contribución impuesta a los fieles para el sostenimiento del clero. Según el valor de los dones, se repartían entre el clero alto y el bajo. Las oblaciones se habían limitado hasta entonces al culto solemne, por esta causa cuando en la Edad Media se hicieron frecuentes las misas privadas, surgió una nueva forma en el enfoque de las ofrendas. La oblación, que ahora consistía cada vez con más frecuencia en monedas, la entregaban al celebrante antes de la misa con la condición de que les encomendaran su intención. No era todavía el estipendio en nuestro sentido actual, porque podía haber muchos oferentes. Tenía más bien alguna semejanza con la costumbre oriental de entregar antes de la misa un pan que luego se ponía sobre el “diskòs” (patena) con el fin de encomendar a Dios una intención del donante. De ahí a entregar una limosna con la condición de que la misa se ofrezca exclusivamente para la intención del donante, no hay más que un paso. Al principio sin reparo alguno lo llamaban “missam comparare” (comprar una misa). Como es natural se levantaron protestas contra estas prácticas hasta que se aclaró su sentido y sus límites: se encarga una intención de misa para la cual se entrega un donativo, sea para vivos como para difuntos.
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Supervivencia de la entrega procesional hasta la reforma del 69.
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La entrega procesional aunque se fue reduciendo cada vez más, nunca desapareció por completo. En la Alta Edad Media se hacía cada domingo, en la Baja apenas algunas solemnidades del año. Luego sólo cuatro. Desde la reforma de San Pío V, en la que quedó suprimida la entrega de las ofrendas por el recuerdo de los muchos abusos a que había dado lugar, pervivió únicamente en las misas de ordenación episcopal o consagración de un abad, o en las de coronación de reyes o en las ceremonias de canonizaciones. En algunas regiones, se mantuvo en ocasión de algunas fiestas patronales y, lo más interesante, en las misas de difuntos.
Al principio del siglo XIV, el maestro de ceremonias de Roma, Burcardo de Estrasburgo, da unas normas detalladas para la oblación de las ofrendas. Estas fueron las que rigieron durante siglos y que registraron nuestros manuales de liturgia como el Martínez de Antoñana (Manual de Liturgia Sagrada, vol. I ).
En el nº 49 de la Ordenación General del Misal Romano de 1969 se especifica el sentido de la restauración de esa entrega de ofrendas. Más adelante en el nº 101 se habla de la conveniencia de esa procesión de ofrendas.
Es de notar como en muchos países a la entrada de la iglesia, especialmente los domingos, se puede encontrar una mesita con una patena grande y una cajita de formas con unas pinzas para que cada uno de los que tienen intención de comulgar, deposite una forma en la patena. Acabada la colecta, los cestos del dinero y la patena con las hostias son llevadas procesionalmente al altar. Aunque tiene un tono de self-service por lo menos curioso, realmente no resulta para nada extraño al simbolismo más primitivo. De gustibus est disputandum.
No debe sin embargo escandalizarnos la práctica desaparición de la entrega procesional por espacio de muchos siglos: esta producía, según las personas que intervenían, una interrupción más o menos larga en el curso de la misa. Cuanto mayor era el número de fieles que asistían, más difícil se hacía la entrega de ofrendas: ¡y todos querían participar! De aquí que se fue reduciendo y limitando a muy contadas ocasiones, llegando a hacerlas sólo reducidas personas.
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El canto de ofertorio.
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Pero todos estos factores tuvieron otra consecuencia. Igual que sucedió con el canto de entrada o introito, tuvo lugar en la procesión de ofrendas: se introdujo el canto de un salmo. Pero mientras que el canto del salmo por entero en el introito o la comunión acabó reduciéndose a un solo versículo, en el caso del ofertorio y prácticamente hasta el siglo XI, conservó varios versículos. Con la paulatina desaparición de la ceremonia a partir del siglo XI finalmente no quedó ni siquiera un versículo, sólo la antífona. En las misas de difuntos en cambio, por mantenerse allí durante más tiempo la entrega de ofrendas, su texto conservó una extensión notable.
Al principio fue un canto antifonal, es decir, alternado a dos coros sin que jamás interviniera el pueblo. Sorprende que mas tarde se convirtiera, como de hecho sucedió, en responsorial. Las razones del cambio fueron exclusivamente técnicas.
El texto del ofertorio se toma de los salmos, siendo raro que aluda a la misma acción de “ofrecer” que acompaña: por ser tan expresiva la ceremonia en sí misma, no hace falta expresar en palabras lo que la acción ya dice. Suele tener un carácter general o alude al tema especial de la celebración, como para ambientar la acción con pensamientos tomados al aire particular de la festividad.
Acabada la ceremonia, se hacía a los cantores una señal para que callasen y el papa pasaba a recitar él mismo la “oratio super oblata” (oración sobre las ofrendas). Acabada esa oración comenzaba un profundo silencio, el primero entre los tres grandes silencios comentados por los liturgistas medievales: en ese momento cada uno añadía su oración silenciosa antes de comenzar la oración eucarística: el “orate fratres” se dirigía al clero y se decía a media voz para no romper el silencio que sólo interrumpía el canto del prefacio seguido del Sanctus. Poco a poco fue perdiéndose la guarda de ese silencio del que sólo quedó constancia en la oración de las ofrendas que pasó a llamarse “secreta” y que el celebrante acabó rezando en voz apenas perceptible. Ese momento litúrgico fue objeto de interés por parte de los maestros de la polifonía que compusieron piezas para ese momento: el “horror vacui”, el miedo al vacío del bárroco, acabó también siendo “horror silentii”: horror al silencio. Aunque nunca como en los tiempos contemporáneos, donde resulta realmente difícil encontrar espacios de silencio en la gran mayoría de celebraciones litúrgicas.
Próximo capítulo: “Parte 3ª: El ofertorio: Las materias sacrificiales y su colocación”
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 14 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Parte 1ª: El ofertorio.

Estado de la cuestión.
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En primer lugar debo decir que, en contra de lo que una gran mayoría piensa, creo que es en el ofertorio de la Misa tras la reforma del Misal por Pablo VI, donde encontramos la mayor parte de los problemas que atañen a la celebración eucarística. Más si cabe que en las plegarias eucarísticas introducidas en el Misal del 69 y las que han estado y están en uso, especialmente, en las ediciones nacionales del Misal.
El problema es ya un problema antiguo, que viene de lejos y que estriba en comprender cómo un preámbulo al momento sacrificial, propiamente dicho de la celebración, tiene una apariencia más de oración que de acción exterior. La fe nos dice que la misa, además de ser sacrificio de Cristo, es sacrificio nuestro. ¿Cómo se solucionan esos dos aparentes problemas, es decir por una parte la de un preámbulo sacrificial que más que acción exterior como parecería exigir parece una oración y por otra la de evidenciar que también es sacrificio de los fieles?
Tuvieron que pasar siglos hasta que la Iglesia vio claro estos problemas, y todavía más tiempo hasta dar expresión litúrgica al carácter sacrificial de la institución de Cristo y a la intervención de la comunidad en el sacrificio del celebrante. La formación de esta legítima conciencia la podemos seguir en la historia del ofertorio que ahora nos proponemos.
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El concepto de ofertorio.
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En los primeros siglos predominó un fuerte movimiento espiritualista, representado por los escritores cristianos conocidos bajo de nombre de “apologetas”, que poco o nada quería saber de ofrendas materiales. Sentían una fuerte repulsa y desconfianza hacia las prácticas de los sacrificios paganos, y aún judíos, que les impedía dar más relieve a la acción en la que intervenían cosas materiales ( pan, vino, agua…) De aquella época data la expresión “eucaristía” (acción de gracias) para caracterizar la celebración de los santos misterios.
Se necesitó que el péndulo se moviera hacia el error gnóstico, para que la joven Iglesia, especialmente San Ireneo empezara a dar importancia al hecho de que en la eucaristía intervenían el pan y el vino, como ofrecimiento de las primicias de la creación, pero simplemente como una cosa natural, previa, necesaria, exenta de acción simbólica de oblación. Por eso, a pesar de que San Hipólito llama a las materias sacrificiales “ofrendas” (oblata) e incluye en su anáfora (básicamente la plegaria eucaristica II del Misal del 69) expresiones de ofrecimiento, desconoce una entrega de ofrendas por parte de los fieles, previa a la celebración eucarística. Lo que traen para los pobres lo presentan después de la celebración.
Cuando en el siglo IV en Oriente se empieza a desplegar mayor esplendor en el ceremonial, transformarán en procesión solemne, no la entrega de las ofrendas por parte de los fieles, sino la traslación al altar, por parte del clero, de las materias sacrificiales. Esta ceremonia, que ocupa el sitio del ofertorio romano, no tiene carácter de oblación previa, sino de simple solemnización de las acciones preparatorias. Conviene fijarse en este aspecto pues también predominó en la liturgia romana hasta el siglo V.
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La entrega de ofrendas por el pueblo.
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No fue en Roma donde apareció por vez primera la entrega de ofrendas incorporada al núcleo del culto, sino en el norte de África y en la liturgia milanesa. La entrega procesional de ofrendas entra a formar parte de una ceremonia que sólo llegara a Roma a partir del siglo VII cuando los Ordines Romani nos dicen que el Papa bajaba a la nave a recoger las ofrendas. La contribución de los fieles no llega a considerarse como ofrenda directamente a Dios en el altar, no es acto sacrificial. Por eso los fieles no se acercan al altar. Es el Papa el que baja para recibirlas.
Esto no es obstáculo, con todo, para que en Roma esta entrega de las ofrendas por parte de los fieles sirva de punto de partida para la formación del ofertorio.
Ciertamente, en la liturgia romana medieval ni siquiera se daba importancia a la preparación del cáliz que se hacía en algún momento de la liturgia de la palabra o incluso en la sacristía. En el actual rito dominicano se prepara el cáliz antes de empezar la misa, de lo que también es eco la costumbre hispánica de comenzar la misa (no la cantada ni la solemne) con el cáliz ya en el centro del altar sobre el corporal.
Pero el argumento más convincente de que la entrega de las ofrendas por parte de los fieles es el verdadero punto de arranque del ofertorio, la tenemos en la “oratio super oblata” (secreta) oración la más antigua del ofertorio que habla principalmente de las oraciones de los fieles, encomendándolas a Dios.
Resumiendo, la entrega de las ofrendas por parte de los fieles no es un acto sacrificial independiente sino participación del sacrificio de Cristo. Por eso de por sí, carece de valor sacrificial, y lo adquiere en el momento en que se realiza el sacrifico de Cristo. En todo esto hay que tener en cuenta que, para que se realice el sacrificio de Cristo, es necesaria la oblación humana: sin la entrega de las materias sacrificiales no es posible el acto sacrificial de Cristo. La concepción primitiva del ofertorio no es de un sacrificio previo, como los del Antiguo Testamento, sino una simple preparación para cuando Cristo entre en acción que no lo hace hasta la plegaria eucarística. Por eso no se debe, según el Papa San Inocencio, encomendar los nombres de los oferentes antes del canon, porque sólo en el canon la oblación se convierte en sacrificio. No es necesario esperar a la consagración: toda la plegaria eucarística forma una unidad indivisible. Además, para que se encomienden los nombres, basta que el sacrificio haya empezado, no que esté concluido.
El sentido del ofertorio es, pues, clarísimo: sin ser él sacrificio, es el punto dentro de la misa en que se da forma y expresión litúrgica al hecho de que el hombre, mediante sus ofrendas materiales de pan y vino, interviene en el sacrificio de Cristo. Bellamente ilustra este sentido la ceremonia de recogida de los dones en el culto estacional antiguo o en las procesiones de ofrendas después de la reforma del 69: el sacerdote, representante de Cristo, baja en persona a la nave para solicitar las aportaciones de los hombres, que en manos de Cristo se convertirán en ofrendas de valor infinito. La misma verdad ha quedado simbolizada en la mezcla del vino con agua y en su oración correspondiente.
Pero también quedaba expresada en la liturgia antes de la reforma del 69, en la que habían desaparecido la entrega de ofrendas. Y lo hacía en una serie de oraciones oblativas del ofertorio que formaban una especie de súplicas encarnadas en ofrendas. El “Suscipe Sancte Pater”, el “Offerimus tibi calicem” y muy especialmente el “Suscipe Sancta Trinitas” eran justamente eso: ofrendas sustituyendo preces, oblaciones portadoras de las intenciones por las que luego se ofrece el sacrificio eucarístico.
En estas oraciones el tono no recaía sobre el “ofrecemos” sino en el “por”, o sea, el fin principal de las oraciones del ofertorio consiste en expresar nuestras peticiones, mientras preparamos nuestra intervención en el sacrificio de Cristo.
Por eso, y concluyendo por hoy, mi tesis es la siguiente: la presentación del pan y el vino con la bendición a Dios por esos dones que han de convertirse para nosotros “en pan de vida y bebida de salvación” está coja sin la procesión y recepción de ofrendas: acaban siendo una simple “bendición” judía por los dones pero no un ofertorio sacrificial.
Por eso en la liturgia romana el hecho de poner los dones encima del altar, y que data del siglo VIII, tiene aspecto en sí de ofrecimiento sacrificial, de ahí que ese momento se llenase pronto de oraciones, más allá del primer uso de tomar en sus manos las dos oblaciones, levantarlas un poco y mirando al cielo, rezar en silencio para luego colocarlas encima del ara, que sabemos fue el rito primitivo.
Las oraciones más evolucionadas posteriormente y que son las conservadas hasta la reforma del 69 no se limitaban a la expresión de las intenciones ni al ofrecimiento sino que indicaban también bendición de ofrendas expresada en forma de petición dirigida al Espíritu Santo para que baje sobre las ofrendas algo así como una epíclesis previa. Es la “Veni, Sancte Spiritus et benedic hoc sacrificium tuo sancto nomine praeparatum”
Resumiendo: la mayor profundización del misterio del sacrificio eucarístico, junto con una mayor conciencia de nuestro papel intervencionista en él, fue el terreno propicio para la creación de un conjunto de ceremonias previo al sacrificio de Cristo. Al llenar luego de oraciones el acto de depositar las materias sacrificiales sobre el altar, quedó completa la historia del ofertorio.
Todo bien hasta la reforma del 69, que plantea los problemas mencionados. A no ser que se desee desdibujar el aspecto sacrificial de la Misa, situación que nos introduciría en un problema aún mayor. Y más grave aún si fuese con la intención de acercamiento a los “hermanos separados” (protestantes, claro)…

sábado, 9 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Un elemento restaurado y otro desaparecido: las preces y la despedida de los catecúmenos.

El pasaje de la misa que más cambios ha sufrido a través de los siglos es, sin duda, el comprendido entre el evangelio y el prefacio. Más todavía. Mientras en otros trozos, p. ej. en la comunión, aunque trastocados se han conservado por lo menos los principales elementos primitivos, entre el evangelio y prefacio desaparecieron sin dejar apenas rastro de sí dos ritos de importancia. Nos referimos a la despedida de los catecúmenos y a la oración común de los fieles, restaurada con la reforma litúrgica de 1969.
Hurgar en la historia de estos dos ritos nos permite ver mejor algunos de los problemas, aunque quizá los de menor importancia comparados a otros, que hoy se plantean en el tema de la misa.
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La despedida de los catecúmenos.
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Cuando las lecturas llegaron a formar una unidad más estrecha con el culto eucarístico, hubo que buscar una solución que permitiera a los catecúmenos seguir asistiendo a las lecturas sin que por esto estuvieran presentes en la parte sacrificial. Esto explica la introducción, entre lecturas y oración eucarística, de un acto especial para dar la bendición y la despedida de los catecúmenos. Pero como a las lecturas seguía un acto oracional de la comunidad, se planteó la cuestión de si se podía admitir a él a los catecúmenos o si sería mejor despedirlos antes, pensando que este acto era ya el ejercicio de una función exclusiva de los fieles por poseer estos al Espíritu Santo. Establecieron pues, una diferencia semejante entre la oración de un simple fiel y la del sacerdote.
Al principio se invitaba a los catecúmenos con una sencilla fórmula a que se retirasen, sin añadir más ceremonias. Algo más tarde, en el periodo mejor formado del catecumenado, al aviso se le hacía preceder una oración por los catecúmenos durante la cual debían postrarse en el suelo y el obispo les daba una bendición especial imponiéndoles las manos. En tiempos de San Juan Crisóstomo existía una serie de ceremonias para las diversas clases de catecúmenos, penitentes y energúmenos (con perdón). Entre estos últimos parece que se comprendía principalmente a los epilépticos, cuya enfermedad la atribuían a influencias demoníacas.
No faltaban nunca núcleos de curiosos que asistían casualmente o para ver qué hacían los cristianos. No se les rechazaba, por si, movidos por la gracia se determinaban a solicitar la admisión en el catecumenado. Por no pertenecer a ninguna clase dentro de los catecúmenos, se les despedía sin previa bendición.
En algunas liturgias se fundían los dos actos de oración común de los fieles y de intercesión por los catecúmenos antes de su despedida; es decir, se empezaba con las preces estando presentes los catecúmenos. Al llegar a las peticiones por los catecúmenos, se les daba la bendición y el aviso de que se retirasen. Luego continuaban los fieles en sus oraciones.
Más general, sin embargo, sobre todo en las liturgias africana y romana, se hizo la costumbre contraria, es decir la de despedir a los catecúmenos antes de empezar la oración general de los fieles (que por eso así se llamaba). Contribuiría a ello el “alto aprecio” que los cristianos tenían de su dignidad. La razón decisiva, sin embargo, era de orden práctico. La despedida, con sus varias bendiciones, tenía un carácter tan marcado de ceremonia final de la liturgia de la palabra, que las oraciones que la seguían quedaban enteramente separadas de la misma, constituyéndose en primera parte de la liturgia sacrificial. En consecuencia, se asemejaban cada vez más a la oración suprema eucarística.
Esta fase evolutiva se ha conservado en el rito hispánico o mozárabe. En el romano, explica cómo el papa Inocencio pudo trasladar la lectura de los nombres y otras oraciones intercesoras al canon mismo, y cómo ya antes llegaron a suprimir entre ambas oraciones el ósculo de la paz, que era ceremonia final de la liturgia de la palabra, para trasladarla hacia después del canon. En cambio en el rito hispánico, los dípticos o intercesión por los fieles y el ósculo de la paz se mantuvieron en su lugar original, es decir, entre la liturgia de la palabra y la sacrificial. La consulta que ahora Benedicto XVI ha realizado al episcopado para recolocar el rito de la paz en su lugar original no debe pues extrañarnos y más allá de su motivación práctica (evitar el alboroto y la perdida de la compostura antes de la comunión) enlaza con las más antiguas tradiciones litúrgicas.
La solemne despedida de los catecúmenos se llamaba “missa cathecumenorum” (despedida o dimisión de los catecúmenos). Solamente en el siglo XI, cuando ya no había catecúmenos, empezaron a usar esta expresión como sinónimo, primero de la liturgia de la palabra y después de toda la celebración. El anacronismo se debe seguramente a una falsa interpretación del término, que en su sentido primitivo era “despedida”. Insistiré en ello al tratar del “Ite missa est”.
En el Oriente cristiano este rito se ha mantenido todavía: “Que salgan, que salgan los catecúmenos” cantan los diáconos greco-bizantinos. Son reliquias de otros tiempos, sin actualidad aplicable, por lo menos por ahora. En Roma, como en la liturgia hispano-mozárabe, se suprimió muy pronto, a tono con la escasa importancia que allí se había dado siempre a este rito de despedida. Algo de ello se ha mantenido vivo en la liturgia del miércoles de la cuarta semana de cuaresma en las referencias que se hacen al “aurium apertio” (apertura de los oídos). Puramente residual.
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La oración común de los fieles.
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El modelo de esta “oración común” habría que buscarlo para la liturgia romana en las oraciones solemnes del Viernes Santo, mientras que en los ritos orientales y en la liturgia hispanomozárabe se centró, y aún se centra, en la letanía diaconal de los kyries.
En Oriente se hablaba comúnmente de la oración “después de levantarse de la homilía” como nos recuerda el Eucologio de Serapión.
Para Roma registra en el siglo III San Hipólito en su “Tradición Apostólica”, la existencia de una oración general, terminada la instrucción. “Oratio communis” es un concepto corriente en San Cipriano y en San Agustín. Este mismo santo acaba a menudo sus sermones con las palabras: Conversi ad Dominum… o sea, que después del sermón, dirigían sus miradas hacia Oriente, que era la postura general de la oración.
En las llamadas oraciones solemnes se alternaban el celebrante con toda la comunidad, algo más tarde, en Oriente, la rezaban el diácono y los fieles, mientras que en Roma la intervención del pueblo era escasa y sólo mediante sus plegarias en voz baja, para las que se hacía una pausa después de indicar las intenciones generales y antes de la oración final del celebrante. El texto de las actuales oraciones solemnes del Viernes Santo se remonta con toda probabilidad al siglo III. Sobre estas intenciones más tarde se enumeran otras: paz en el mundo, buena cosecha, protección de la patria, salud de los enfermos, pobres, viajeros, bienhechores, el templo, el eterno descanso de los difuntos, perdón de los pecados, una vida tranquila y un fin cristiano. En Egipto no faltaba nunca una oración para que el Nilo subiera a tiempo y viniesen las lluvias.
Llegó un tiempo en que este conjunto de oraciones desapareció de la liturgia romana, manteniéndose en la liturgia galicana hasta que esta se suprimió. Todavía en el siglo VII la liturgia galicana hacía mención de ellas.
Se conservaron sin embargo en el Misal Gótico de San Isidoro. El gran Isidoro, conforme a todos los formularios del llamado “Missale mixtum” divide estas oraciones en cuatro grupos:
a.- Oratio admonitio erga populum. Esta es una invitación a la oración seguida por el Trisagion del coro y otra invitación a orar por la Iglesia.
b.- Oratio invocationis ad Deum. Representa la oración final del sacerdote que concluye estas intercesiones:
c.- Oratio pro offerentibus sive pro defunctis fidelibus. Otra serie de peticiones intercesoras por los que ofrecen este sacrificio, en un sentido más amplio, en que se reza por el “Papa romano” y todo el clero. Aquí también se conmemoran a los santos (Apóstoles y demás santos) Todo este conjunto se cierra con la oración sacerdotal llamada “post nomina” (después de los nombres).
d.- Oratio pro osculo pacis. Se dice al beso de la paz, ceremonia con que termina este acto de oración común de los fieles.
¿Por qué desapareció durante muchos siglos la oración común de los fieles?
Hasta la Instrucción “Inter Oecumenici” de la Sag. Cong. De Ritos del 26 de septiembre de 1964 y su posterior inserción, ya en la nueva Ordenación General del MisaL Romano de 1969, esta oración común de los fieles había prácticamente desaparecido durante siglos de la liturgia ordinaria, salvo restos residuales presentes en las “prieres du prône” en Francia y en los llamados “kyrioleis” que se rezaban después de la homilía en Austria y Alemania.
No nos debe extrañar en modo alguno su desaparición. Influyeron ella factores decisivos:
a.- la profundización del sacrificio eucarístico que trajo consigo un mayor desarrollo del rito sacrificial
b.- la introducción de los kyries en las ceremonias introductorias
c.- la necesidad de no prolongar demasiado la función religiosa.
Así pues, en una primera fase, la misa sacrificial se limitaba casi exclusivamente a la plegaria eucarística y durante ella se pronunciaban las palabras de la consagración, es decir, que duraba prácticamente unos minutos. Más tarde y con el correr del tiempo se ahonda en el carácter sacrificial con participación de los fieles por medio de las ofrendas, sintiendo la necesidad de crear una ceremonia que exprese esta intervención. Esto sólo no explicaría el hecho de que el ofertorio tomara el lugar de las preces sin precisar, como dato explicativo, que cada ofrenda tenía carácter impetratorio, es decir, en cada don material (pan, vino, agua, luz,…) se encomendaban determinadas intenciones. Las ofrendas venían a ser, por tanto, algo así como oraciones concretadas en un don físico.
Además, íntimamente relacionado con la costumbre de ofrecer por alguna intención, está el hecho de incluir en el canon romano las oraciones intercesoras antes metidas en la oración general de los fieles. Mientras las liturgias galicanas e hispánica continuaron la costumbre de leer los nombres de los que habían contribuido con sus dones a la celebración, al papa Inocencio I (léase su Epístola 25 en Patrología Latina 20, 553 ss.) le pareció preferible leer los nombres durante la misma acción del sacrificio o lo que es lo mismo, durante el canon: son los mementos de vivos y de difuntos. Con ello la oración común de los fieles en su sitio originario se desmoronó por completo.
Cuando en un posterior avance se introdujeron los kyries, ya no era posible hacerla encajar en la oración común de los fieles, no solamente porque esta estaba en pleno proceso de disolución, sino también porque separada de la liturgia de la palabra o antemisa por la despedida de los catecúmenos, había perdido su carácter de oración popular pareciéndose mucho al canon, con que estaba íntimamente unida.
Hemos de considerar también que el tiempo que dura la función religiosa juega un papel importante en el culto. No se pueden rebasar ciertos límites so pena de que muchos fieles dejen de asistir a los cultos, sencillamente porque no pueden. De ahí el hecho, por ejemplo, de que en la reforma del Triduo Pascual llevada a cabo por Pío XII y que entró en vigor en la Semana Santa de 1956, la Iglesia, aleccionada por la experiencia de muchos siglos, redujo las lecturas de la Vigilia Pascual de doce a cuatro, que siguen siendo las estrictamente obligatorias en el Novus Ordo de Pablo VI. Así pues, de esta manera, el aumento progresivo de las oraciones del canon más la adición de los kyries al inicio de la celebración, sin indicar intención alguna, hacía imposible la oración general de los fieles.
En la nueva Ordenación General del Misal Romano (art. 45-46-47) se restaura esta oración en las misas con asistencia de fieles, con un orden determinado, correspondiendo al sacerdote dirigir estas preces invitando a la oración y concluyéndola con una plegaria. También expresa la conveniencia de que sea un diácono o un cantor quien lea las intenciones, expresando la asamblea sus suplicas con una invocación común o una oración en silencio. Esa práctica habitual en muchas celebraciones, especialmente en los días más solemnes, de una fila de gente con su papelito que pasa a leer “su plegaria” se antoja deleznable y desdibuja la intención inicial.
Próximo capítulo: “Parte 1ª: El ofertorio”
Extraído de Germinans Germinabit.

domingo, 3 de mayo de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Credo.

Al evangelio sigue actualmente en muchas misas el Credo. Cuadra perfectamente con el final de la función dedicada a la instrucción religiosa el que los fieles, como contestación a la doctrina recibida, respondan a una pública profesión de fe.
No en todas las liturgias se dice el Credo después del evangelio; ni siquiera dentro de la liturgia romana se reza en todas las misas, únicamente los domingos y solemnidades. Tal vez indicio de que se introdujo bastante tardíamente no sin vencer paso a paso ciertas dificultades. En efecto, el Credo no es un texto propio de la liturgia. Su redacción en singular lo está diciendo: Creo…, que denota una profesión de fe personal e individual. Lo confirma la Historia, que pone fuera de duda que se trata de un texto que sirvió a los candidatos al Bautismo para profesar individualmente su fe.
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El texto primitivo: el símbolo oriental y el occidental.
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El Credo niceno-constantinopolitano (el más extenso de los dos hoy en día litúrgicamente aprobados para su recitación durante la misa) aparece por primera vez en las actas del Concilio de Calcedonia, como confesión de los ciento cincuenta Santos Padres reunidos en Constantinopla. Se trata de una combinación de las dos fórmulas de los dos concilios anteriores de Nicea (325) y Constantinopla (381). Sin embargo la fórmula de Nicea, que termina con la frase “Et in Spiritum Sanctum”, difiere notablemente aún en los demás del texto del Credo actual, y en las actas del Concilio de Constantinopla no se encuentra fórmula alguna. En consecuencia, en el actual Credo tenemos la fórmula que, entre las diversas redacciones, se divulgó más y fue aprobada por el concilio de Calcedonia.
El actual texto se encuentra en su mayor parte en 374 en San Epifanio y, con una redacción más sencilla, lo conoce ya hacia 350 San Cirilo de Jerusalén. Puede considerarse según esto como el símbolo para el bautismo que se usaba en Jerusalén, con lo cual resulta que tenía la misma finalidad que el símbolo apostólico en Roma. Los dos símbolos son, en efecto, representantes típicos de las profesiones de fe oriental y occidental.
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Historia de su inclusión en la Misa.
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Las primeras noticias de meter el símbolo del bautismo en la Misa nos vienen de Oriente. El patriarca filomonofísista de Constantinopla, Timoteo (511-517), para mostrarse más celoso que su antecesor católico, dispuso que se rezase la profesión de fe en todas las misas. Por aquel mismo tiempo se empezó también en Siria a rezar el Credo en la misa y pronto se hizo costumbre en todo el Oriente. Solía ponerse al final de la oración común de los fieles que se rezaba después de la llamada Entrada Mayor (Ofertorio), con lo que pertenecía más bien al comienzo de la misa sacrificial que al final de la Liturgia de la Palabra o Antemisa; circunstancia fácilmente explicable, si se tiene en cuenta que el Credo siempre estaba comprendido en la disciplina del arcano.
De Oriente pasó pronto a España, cuya costa levantina estaba entonces en parte ocupada por los bizantinos. Cuando el rey Recaredo, después de haber abjurado del arrianismo, convocó el año 589 el III Concilio de Toledo, se dispuso en él que en adelante se dijera la profesión de fe en todas las misas delante del Paternóster. Prácticamente el símbolo servía entonces de oración preparatoria para la comunión.
Tendrán que pasar dos siglos para que lo encontremos en el Imperio de los francos. Probablemente pasó primero de España a Irlanda y de allí a la Iglesia anglo-sajona, de donde Alcuino lo trajo a Aquisgrán. Carlomagno obtuvo del Papa León el permiso de cantarlo en su residencia palatina, pero con la condición impuesta más tarde de no incluir el “Filioque”. Desde Aquisgrán no se propagó su uso sino de manera muy lenta por Alemania y Francia. Cuando el emperador Enrique II fue en 1014 a Roma, ya era muy general en el Norte, por lo que el emperador se mostró muy extrañado de que no lo cantaran también en Roma. Los clérigos romanos le contestaron que, como la Iglesia romana nunca había sido manchada por la herejía, no tenía necesidad de confesar su fe con tanta frecuencia. (PL, 142, 1060 ss.)
Más tarde el Papa Benedicto VIII (1012-1024) cedió a las instancias y desde entonces se reza el Credo en todo el rito romano. Hay que tener en cuenta que estamos en la época en que las modificaciones y las ampliaciones que los francos habían introducido en la misa romana se impusieron también en Roma. Su uso se restringió a los domingos y aquellas fiestas en las que se celebra algún misterio mencionado en el Credo. Como tales fiestas se consideran las del Señor, desde Navidad hasta Pentecostés, las solemnidades de la Santísima Virgen, Todos los Santos, etc... En el Novus Ordo de Pablo VI se reserva a los domingos y solemnidades. En la forma extraordinaria del rito romano (Misal de 1962) a los domingos y fiestas de I clase, que prácticamente se identifican con las “solemnidades” del misal del 69.
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Los ritos que acompañan a la recitación del Credo.
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En la forma ordinaria del actual rito romano, el celebrante con sus asistentes inclina la cabeza al rezar el “et incarnatus est”. En la forma extraordinaria se arrodilla. Cosa que en Misal de Pablo VI únicamente es obligatoria en la Natividad del Señor. Ese ceremonia del arrodillarse no se advierte antes del siglo XIV. Durando habla de ella como de una cosa conocida. En cambio, la cruz que se traza al final de la frente con el Misal del 62 (forma extraordinaria) y que se ha suprimido en el Misal del 69, diciendo las palabras “et vitam venturi saeculi” es antiquísima, conociéndose ya cuando ese símbolo servía para la profesión de fe en el Bautismo. Se unía con las palabras “carnis resurrectionem” y era un gesto para señalar esta carne, cuya resurrección se esperaba, hasta que después con el tiempo quedó concretado en una cruz.
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Participación del pueblo.
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El Credo se introdujo en la Misa para que lo rezara todo el pueblo. A veces, es verdad, la práctica no responde a lo propuesto en teoría, y resultó un poco difícil exigir al pueblo iletrado que aprendiese de memoria las oraciones principales en lengua extraña. Para facilitarlo, parece que por algún tiempo se dejó al pueblo rezar sencillamente el símbolo apostólico, como se hace en Oriente, o se cantaba en lengua vulgar un texto reducido y sencillo como profesión de fe en la Santísima Trinidad. Muchas veces se dejaba el canto del Credo al clero.
También en nuestros días, juzgándose excesivamente largo el Credo niceno-constantinopolitano se ha permitido rezar o cantar el Símbolo Apostólico mucho más breve y conciso.
De todas maneras, resulta emocionante que en muchas celebraciones de carácter internacional, sea en Roma, en Lourdes o en cualquier otro lugar del mundo, el pueblo aún llegue a cantar el Credo III dando un aspecto de universalidad al catolicismo realmente maravilloso.
Próximo capítulo: “Las preces y la despedida de los catecúmenos”
Extraído de Germinans Germinabit.