sábado, 29 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Memento Etiam”.

Es profundamente humano el que, al terminada la acción sacrificial nos dirijamos al Señor para pedirle por nuestras necesidades y por las de los nuestros, vivos y difuntos.
Memento etiam, Domine, famulorum, famularumque tuarum N. et N. qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et omnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucis et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen.
Acuérdate también, Señor, de nuestros hermanos difuntos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. (Aquí se puede hacer un memento por los difuntos) A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz. [Por Cristo, nuestro Señor. Amén]
El “Memento etiam” pertenece a las primeras oraciones intercesoras intercaladas en el mismo canon, probablemente en el siglo IV. No penetraron en él, desde fuera, como el Memento de vivos y el “Communicantes”, que provenían de la oración común de los fieles en disolución, sino que nacieron en el mismo canon o, mejor dicho, inmediatamente después del canon. En las liturgias orientales (Eucologio de Serapión y Constituciones Apostólicas, ambas del siglo IV) se encontraban en este mismo sitio semejantes súplicas además de la oración común de los fieles. Las mencionan San Cirilo de Jerusalén y San Juan Crisóstomo.
San Agustín dice que es antigua costumbre el hacer la conmemoración de los difuntos en la misa. Las misas de difuntos se conocían ya por el año 170. Se celebraban el tercer día después de la muerte en el mismo mausoleo. La costumbre de celebrar los aniversarios está documentada para época más antigua. Tertuliano habla de esa costumbre. Las misas de día séptimo y trigésimo aparecen en el siglo IV. Es probable que la celebración de la misa viniera a sustituir a la antigua cena conmemorativa, el llamado “refrigerium”, que se tomaba junto al sepulcro. Esta cena se celebraba todavía en los siglos III-IV en Roma junto al sepulcro de los apóstoles Pedro y Pablo.
La costumbre de celebrar una serie de misas por los difuntos se debe a San Gregorio Magno, que narra cómo le había contado el obispo Félix de un sacerdote piadoso de Civitavecchia que quería regalar dos panes a un hombre que le había servido en los baños públicos. El desconocido le rogó dijese en su lugar misas por él, pues era un alma en pena. En efecto, así lo hizo el sacerdote celebrando a diario durante una semana la misa por él. En otro lugar refiere que se dijeron por un monje treinta misas seguidas, al fin de las cuales se apareció el monje para anunciarle su liberación del purgatorio.
Con todo, buena parte de los documentos más antiguos que poseemos, por ejemplo el Sacramentario Gregoriano (el enviado por el papa Adriano a Carlomagno) no traen el “Memento etiam”. Se cree que la explicación de este hecho sorprendente hay que buscarla en el hecho de que esta oración, por antigua que fuera, como no se rezaba en las misas de domingos y fiestas, dejó de registrarse en los sacramentarios, destinados exclusivamente al culto pontifical. En cambio, es reportada por el Misal de Bobbio (hacia el 700) compuesto por monjes irlandeses para su uso privado en las peregrinaciones por toda Europa.
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Explicación del texto.
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El “etiam” ( también) que sigue a la palabra “Memento” (Acuérdate) se refiere a la súplica anterior de que hagamos una comunión provechosa. Pedimos que Dios no se olvide de los que estando en comunión con Cristo, no pueden tomar su cuerpo sacrosanto. Se nos han adelantado sellados con la fe: “praecesserunt cum signo fidei”. Aunque con estas palabras se alude en primer término al carácter bautismal, sello de la fe que les ha asegurado la entrada en la vida eterna, la conservación de este sello, la gracia santificante, se debe a la comunión, en la que se reaviva continuamente y se aumenta. Existe pues, una estrecha relación entre la mención de la comunión y la alusión al bautismo, porque el sello de la fe es símbolo de toda la vida sacramental del hombre. De ahí que la idea invertida en estas palabras venga a coincidir plenamente con la que queremos indicar cuando ponemos en las esquelas mortuorias la advertencia de que el difunto recibió los últimos sacramentos.
Aleccionada por el Señor, la Iglesia llama “sueño de la muerte” (Mateo 9,24; Jn. 11,11). Aún no han llegado al lugar destinado para ellos, la mansión de los bienaventurados. Por eso le pedimos a Dios les conceda lugar de refrigerio y de paz. “Refrigerium” significaba en la antigüedad pagana una ofrenda de agua con la que se pretendía proporcionar alivio a los difuntos.
Luego pasó a significar la cena fúnebre, que se celebraba sobre las tumbas, y en la actualidad semántica quiere decir el estado de bienaventuranza que les deseamos. Como sinónimos se añaden las palabras “luz y paz”.
Estas expresiones delatan la antigüedad de nuestra oración, que se remonta a los primeros siglos cristianos. En siglos posteriores no hubieran empleado estos términos de procedencia literaria pagana.
A continuación de la palabra “pacis” tenía lugar la lectura de los nombres. El N. et N. actual, o sea el equivalente a “ill et ill” lo metió Alcuino a fines del siglo VIII después de las palabras “famulorum famularumque tuarum”. Estas palabras se remontan a tradición romana antigua. Fue también Alcuino el que introdujo el “Memento etiam” con carácter fijo, si bien es verdad que esta innovación no se universalizó hasta siglos más tarde.
Por el carácter del “Memento” como oración propia de las misas votivas y por figurar definitivamente en el canon cuando este empieza a rezarse en voz baja, la mención de los difuntos se hizo generalmente también en silencio. No faltan, sin embargo, testimonios de que se decían en alta voz.
Al finalizar la oración, el celebrante inclina la cabeza al recitar la fórmula final “Per Christum Dominum Nostrum”. Es la única vez que lo hace en ésta fórmula, que se repite tantas veces en el canon. La interpretación alegórica que tanto influjo tuvo en la explicación de las rúbricas de la misa, seguramente provocó este gesto de inclinación de cabeza para dramatizar el momento del sacrificio cuando Cristo, inclinando su cabeza, entregó su espíritu.
Próximo capítulo: “Nobis quoque”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Supplices”.

La oración siguiente “Supplices te rogamus ac petimus”, con la petición de que los ángeles presenten en el ara del cielo nuestra oblación, se encuentra resumida en una sola frase en el fragmento del canon que nos ha conservado San Ambrosio, intercalada en la misma oración. Dice allí: “…ut hanc oblationem suscipias in sublimi altari tuo per manus angelorum tuorum, sicut suscipere dignatus es…” (que recibas esta oblación en tu sublime altar por manos de tus ángeles, así como te has dignado recibir las ofrendas de tu siervo…)
Se conoce que la idea de expresar por última vez la súplica de aceptación mediante esta bella imagen tomada de Apocalipsis 8,3-5 cayó tan bien en el siglo V que la transformaron en oración independiente, acentuando el dramatismo de la frase: “Te suplicamos, humildemente, ¡oh Dios Todopoderoso!, mandes sean llevados estos dones por mano de tu (santo) Ángel a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu Divina Majestad” (nótese que la adición del epíteto “santo” no se añadió sino después de adoptar los francos la liturgia romana).
La idea que bulle en esta imagen es que no se puede considerar el sacrificio como aceptado, y por tanto quedaría inacabado, de no haberlo tomado por suyo Dios Nuestro Señor. Esto es lo que se quiere expresar y se suplica con la imagen del altar celestial, lugar de entera propiedad de Dios, mientras que el altar terrenal todavía es de los hombres. El que de un modo en nuestra ofrenda intervengas los ángeles, parece muy natural y conveniente, aunque en concreto ignoremos la naturaleza de esta intervención. Hay sin embargo un dato curioso y es que al constituirse esta oración en autónoma en el siglo V, se puso en vez de “angelorum tuorum” (tus angeles) “Angeli tui”. Señal evidente que en la antigüedad se le daba a la frase una interpretación más concreta, refiriéndola a Cristo. Resulta aleccionador comparar nuestro texto con el introito de la Misa del Día de Navidad “Puer natus est”, redactado también en el siglo V, en el que basándose en el texto de Isaías se nombra a Cristo como “Angelus Magni Consilii” (Angel del Gran Consejo). Es más que probable que interviniera en ambos pasajes el papa San León.
Otros, influenciados por la liturgia galicana, querían ver en esta oración la “epíclesis” romana, por lo que aplicaron lo del Ángel al Espíritu Santo.
Al transformar finalmente la frase que encontramos en San Ambrosio en esta oración independiente, se sintió la necesidad de dar al canon un final más armónico y que hiciera a la vez de transición a la comunión. Esta es la causa de poner a modo de una segunda parte la petición de una comunión fructuosa: “para que todos cuantos participando de esta altar recibiéremos el sacramento del cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia del cielo”. Esta es una manera quizá algo rápida de pasar de la consagración a la comunión, pero se encuentra ya en San Hipólito. Y es un eco de cómo se concebía antiguamente la comunión: como un punto final de la oración eucarística ( de la llamada “oblatio”) cuando aún estaba lejos de formar una sección independiente.
Nuestra comunión se describe como “participación de este altar” (ex hac altaris participatione). Las palabras se refieren claramente al altar recientemente aludido que es el altar celeste sobre el que han sido depositadas nuestras ofrendas. En el momento en que Dios las ha aceptado, ya no son nuestras, sino de Dios y como dones de Dios, Él nos los devuelve, convertidos ya en su propia naturaleza, es decir nos regala el don divino de sí mismo.
El “Supplices” como oración oblativa, se expresa con el mismo rito exterior que la mayor parte de las otras oblaciones: con el cuerpo profundamente inclinado. Según los documentos más antiguos, también la oración “Supra quae” que antecede a esta, se decía de la misma manera, pues al fin y al cavo es una oración tan oblativa como esta.
A la inclinación profunda se añade el beso del altar, signo de respetuosa veneración. Y porque acto seguido se hace mención de los dones presentes, el celebrante traza sobre ellos dos cruces, lo mismo que en los otros casos.
Cruces que, a diferencia de las otras estudiadas, no son de origen romano, sino que aparecen en la época carolingia de modo esporádico, faltando en muchos manuscritos del siglo XIII. Finalmente la cruz con que el celebrante se santigua al “omni benedictione caelesti” viene de fines del siglo XIV o inicios del XV.
Próximo capítulo: “Memento Etiam”.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 22 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Supra quae”.

Después de realizar un acto de oblación, manifestado en la oración “Unde et memores,Domine”, ahora corresponde por parte de Dios el de aceptación. No es que Dios tenga que aceptar inmediatamente. En el modo en el que los hombres ofrecemos el sacrificio hay demasiada impureza. Debido a nuestros pecados únicamente se lo podemos ofrecer indignamente. Es sacrificio de Cristo, desde luego, pero en cuanto también es sacrificio nuestro, no corresponde siempre a lo que Dios debiera esperar en tan augusto momento. Por eso rogamos a Dios que mire benignamente nuestra ofrendas: “Sobre las cuales dígnate mirar con rostro propicio y sereno; y acéptalas como te dignaste aceptar los dones de tu siervo, el justo Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquísedec, santo sacrificio, hostia inmaculada”.
Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec.
(sobre la traducción castellana del canon romano hay mucho que decir y escribir, valga esta reflexión de un prestigioso dominico el P. Calmel).
La comparación del presente sacrificio con los de los tres hombres preclaros del Antiguo Testamento, poniendo aquellos sacrificios como modelo para el nuestro, refuerza la idea de que, junto a sacrificio de Cristo es sacrificio nuestro y de la Iglesia, ya que en cuanto sacrificio de Cristo está muy por encima de los del Antiguo Testamento y aquellos no pueden servir como ejemplo para el de Cristo. Sí para el nuestro.
No nos extraña que esta oración haya sido impugnada fuertemente por los reformadores protestantes del siglo XVI, echando en cara a los católicos el atribuirse el papel de mediadores entre Cristo y Dios Padre, al rogarle que reciba benignamente el sacrificio de su Hijo. Aludimos a este clásico reparo protestante para que caigamos más en la cuenta del porqué del rechazo de muchos sacerdotes progresistas filo-modernistas actuales a recitar el canon romano en la celebración eucarística.
Decirles a unos y otros, salvadas las distancias temporales, que los tres sacrificios veterotestamentarios no son considerados modelos, sino que sabiendo que su sacrificio fue grato a Dios, rogamos que también lo sea el nuestro, prescindiendo de su valor intrínseco.
Tres son las figuras que se mencionan:
a) el justo Abel: que ofreció a Dios las primicias de sus rebaños, víctima él mismo de los celos de su hermano, y por eso tipo de Cristo.
b) el patriarca Abrahán: héroe de obediencia, que para cumplir en su sentido más profundo el sacrificio, estaba dispuesto a sacrificar lo que le era más querido que su propia vida, es decir, la de su único hijo. Por eso es tipo del Padre celestial. De ahí lo inadecuado de traducir “patriarca” por “nuestro padre en la fe”. Porque lo que realmente quiere subrayar la oración no es que nuestra fe y nuestro sacrificio se parezca al de Abrahan, sino que en el sacrificio de Cristo se repite, magnificado claro está, el sacrificio de un Padre que no ahorra siquiera la vida de su propio Hijo, pero al cual, como en el caso de Abrahán al serle devuelto con vida Isaac, le es devuelta la víctima que es Cristo, al resucitar este.
c) Melquisedec: que fue el “sumo sacerdote” que ofreció pan y vino, y que por eso es tipo del sacrificio eucarístico, el de la Última Cena y el de todos los días.
Los tres personajes no se mencionan sólo porque su sacrificio fue grato a Dios, sino además, y con preferencia, porque son tipos del de Dios Padre, del de Cristo y del nuestro en el sacrificio de la Misa.
Esto es lo que debió impulsar a los artistas de Ravena a elegirlos como motivo de inspiración. Es más que probable que esos mosaicos del siglo VI se refieran a nuestro canon romano, apoyada dicha tesis en el hecho de que allí se encuentran representados los santos que figuran en primer término en la lista del canon.
Termina la oración con las palabras “sanctum sacrificium, immaculatam hostiam” se encuentran en oposición al “sacrificium quod tibi obtulit” (el sacrificio que te ofreció…) referencia al de Melquisedec y al de todos los sacrificios veterotestamentarios. Esto se confirma por el hecho de que no se señalan las ofrendas presentes con una cruz como las otras veces, cuando se pronuncian palabras que se refieren al sacrificio presente. Se trata sin duda de una adición posterior, a juzgar por el modo de redactarse esta oración en la liturgia mozárabe, en la que faltan dichas palabras. El Liber Pontificalis atribuye la adición a San León Magno, seguramente motivado por la necesidad de luchar contra las tendencias de los herejes maniqueos para los cuales toda materia era obra de los demonios y por eso la rechazaban, y en particular el uso del vino aún para la consagración. (leer de San León Magno, el sermón 4 de Quadr. : PL 54, 279 ss.)
La traducción castellana del canon romano ha traducido: “la oblación pura”. Desearía que alguien me explicase cómo y porqué. ¿Qué tenía de malo la traducción “sacrificio santo, hostia inmaculada”? Este es uno de los tantos misterios que alguien algún día debería desvelarnos.
Próximo capítulo: “Supplices”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Unde et memores” (Recordando te ofrecemos…)

En señal de respeto la palabra humana ha querido, al llegar el momento augusto de la consagración, desaparecer o aparecer lo menos posible para dejar espacio a la palabra divina que se asoma al relato maravilloso de la institución. Ahora, una vez pronunciadas las palabras divinas, de ellas brotan espontáneamente las humanas, como ampliación y cumplimiento de un mandato. El mandato fue que hiciéramos lo que hizo Cristo. Por tanto, las palabras con que los hombres reanudan su plegaria son expresión de haberse cumplido el mandato; en memoria suya se ha realizado la acción sacrificial. Es lo que queremos decir con el “…memores…offerimus”: (recordando…te ofrecemos). No decimos: “ofreciendo recordamos” ni tampoco “recordamos y ofrecemos”, porque ambas acciones no tienen el mismo valor: Cristo nos mandó como acción principal el sacrificio.
Esto no impide que la oración empiece con el recuerdo: “Por tanto, Señor…recordando la sagrada pasión del mismo Cristo, tu Hijo, Señor Nuestro, así como su resurrección de entre los muertos y también su gloriosa ascensión a los cielos…” No se trata aquí de recordar la vida de Cristo, lo que únicamente se quiere conmemorar es propiamente la redención, que no se limita a la pasión y muerte (como lo parecer suponer la liturgia galicana) sino que comprende también la resurrección, colofón que cierra la obra redentora de Cristo. Pasión y resurrección forman una unidad inseparable; por esto se les dio un único nombre que abarca ambas fases del misterio de la redención: “pascha”. Pascua fue la expresión para designar no sólo el Domingo de Resurrección, sino aún la Semana Santa. Antiguamente pascha era sinónimo de sacrificio, hoy lo es de solemnidad. ¡Esplendida profesión de fe en la fuerza victoriosa de la acción redentora de Jesús, que en la resurrección no cambia de signo, sino que continúa recta hasta llegar en línea ascensional al trono mismo de Dios!
La resurrección no es triunfo solamente “para la naturaleza” desde el punto de vista humano, sino principalmente para la gracia, como perfección que es del sacrificio. En la primera predicación del cristianismo, la mayor locura a los ojos de los gentiles no era la doctrina sobre la pasión de Cristo, sino el anuncio de su resurrección. Se comprende esta aparente paradoja, porque lo que nuestra naturaleza anhela no es precisamente resurrección, sino una vida anclada en la tierra que no acabe nunca o a lo más una vuelta a la vida anterior, desde luego sin los sinsabores de la vida vulgar, aunque se alejen los gozos espirituales del cielo. Para los cristianos, en cambio, la pasión de Cristo, vehículo de nuestra redención, juntamente con nuestra cooperación, representan el camino real que a través de la muerte y resurrección nos lleva a la felicidad en Dios. Por eso el recuerdo de la resurrección y su gloriosa ascensión completan la idea del sacrificio, pensamiento que empapa todo el contenido de esta oración.
El fin principal, sin embargo, de esta oración es dar expresión definitiva a nuestro sacrificio: “…nos servi tui sed et plebs sancta…offerimus” (no sólo nosotros tus siervos, sino también tu pueblo santo…te ofrecemos…) Con tales palabras, manifestadoras de la intención interior, se cumple definitivamente el mandato de Cristo. Observemos que, como sujeto que ofrece, no figura Cristo, sino la Iglesia, es decir, el celebrante con sus asistentes y todo el pueblo santo. Esta idea dominará en las tres oraciones de después de la consagración. Luego se pasa a insistir en la parte que en el sacrificio eucarístico tiene la Iglesia, que ya no presenta pan y vino sino “hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis perpetuae”.
Hostia significa un ser animado que se inmola como víctima: Cristo mismo en su cuerpo y sangre. Las dos últimas expresiones hablan de las materias sacrificales como manjar que nos será devuelto en la comunión, por la que se nos comunicará la vida eterna y la salud inmarcesible.
No estará de más fijarnos en otro matiz. Aunque los que ofrecen somos nosotros, aquello que ofrecemos es cosa que Dios puso antes en nuestras manos. Ofrecemos “de tus dones y dádivas” (de tuis donis ac datis).
Los elementos “pan y vino” son al fin y al cabo, aunque hayamos intervenido nosotros en la elaboración, regalos de Dios. Esta alusión directa a nuestra impotencia en el mismo momento del sacrificio es de un subido color cristiano. Nunca nos atreveremos a decir, como diría un pagano, que de lo nuestro hemos ofrecido el sacrificio. Demasiado tenemos que saber como cristianos que no somos más que administradores de los bienes de Dios. Pero nuestros dones son de Dios. Ofrecemos no pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. El don de Dios, que nosotros podemos presentar como nuestro, nos lo dio antes en su Hijo Unigénito.
El mismo pensamiento lo registran las liturgias orientales. Terminada la anámnesis, que se dice poco menos que en silencio, el celebrante levanta la voz para exclamar en tono solemne: “Tas á ek tôn sôn…” (Lo tuyo de lo que es tuyo…) que da lugar a una de las ceremonias más hermosas de ofertorio: durante estas palabras el celebrante extiende los brazos en cruz, sujetando con las manos las manos la forma y el cáliz para ofrecerlos así a Dios. La reforma litúrgica de 1969 quiso introducir ese gesto simbólico en la doxología final de la plegaria eucarística, acompañando al “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente...”, que como veremos, hasta el Misal de Pablo VI, iban acompañadas de otro rito gestual que examinaremos a su debido tiempo. Ahora con la reforma del 69 se ha querido trasladar ese bizantinismo, hermoso sin duda, pero ajeno a la tradición romana, a nuestra liturgia. Pero nadie, nunca jamás, ha hecho pedagogía litúrgica de ese cambio y del sentido de ese nuevo gesto, o ¿quién si no tenía claro, entre todos los lectores seguidores de esta página, el origen y el significado del nuevo gesto doxológico de coger en una mano el cáliz y en la otra la patena poniendo los brazos en cruz mientras el sacerdote los ofrece?
Pero dejando de lado el juicio sobre esta transposición y sobre la falta de pedagogía litúrgica en la innovación , lo que aquí interesa subrayar es que el “Unde et memores” no es sólo la oración más antigua y veneranda del canon, sino la expresión más perfecta de nuestra participación en el sacrificio de Cristo.
Próximo capítulo: “Supra quae”.
Extraído de Germinans Germinabit.

lunes, 17 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La Consagración (2ª Parte).

El mandato de repetición.
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Termina el relato de la institución y la consagración con unas palabras que recuerdan el mandato del Señor. La reforma litúrgica de 1969 ha modificado aquellas que la tradición litúrgica romana había tomado de la tradición paulina “Haec quotiescumque feceritis…” (Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria mía) que, modificando el “bebiereis” por el “hiciereis”, cuadraba maravillosamente con su carácter de acción litúrgica. El actual “Hoc facite in meam commemorationem” y sus múltiples y variadas traducciones en las lenguas vernáculas (Haced esto en conmemoración mía- Feu això que és el meu memorial, etc….) no nos acaba de satisfacer, especialmente si nos induce a creer –siguiendo la teología luterana- que la Eucaristía es una mera conmemoración es decir el relato de un acontecimiento pasado.
En cambio su colocación, inmediatamente después de las palabras sobre el cáliz, tal como se hacía antes de la reforma de San Pío V, nos satisface plenamente. Efectivamente, la reforma tridentina hasta los libros litúrgicos de 1962 lo colocaban sólo después de la elevación. Con su colocación, en la reforma del 69, como broche final de la consagración se resalta más el carácter de las palabras de la consagración como acción presente y no sólo como historia de un acontecimiento pretérito ahora recordado.
La amplificación de su carácter de acción presente y real se consigue con la colocación de una aclamación que combina las palabras del mandato de repetición de la liturgia milanesa con la contestación a la que en la liturgia copta es invitado el pueblo tras las palabras del mandato. Aquí esta respuesta-aclamación es colocada después de la recolocada proclamación “Mysterium fidei”: “Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam Ressurrectionem confitemur, donec venias”” (“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección: Ven, Señor Jesús” “Anunciem la vostra mort, confessem la vostra Ressurrecció, esperem el vostre retorn, Senyor Jesús!”) También aquí las traducciones van campando a sus anchas…
Efectivamente en la liturgia milanesa el sacerdote dice “Cuantas veces lo haréis en recuerdo mío, anunciareis mi muerte, pregonareis mi resurrección, esperareis mi advenimiento, cuando venga a vosotros del cielo”.
Y en la liturgia copta a las palabras del mandato el pueblo contesta “Anunciamos tu muerte, confesamos tu resurrección, esperando tu segunda venida”.
Teológicamente nos parece muy aceptable porque hace que el recuerdo de la pasión de Cristo no quede limitado a un sentimiento subjetivo e inmanente: lo exteriorizamos y lo objetivamos en un acto sacrificial. Las palabras del mandato pues, creemos se amplifican cuando se combina con la “anámnesis” paulina. (1ª Cor. 11,26) Es evidente que todo esto sólo es posible litúrgicamente cuando se abandona el silencio en las palabras de la consagración y en toda la recitación del canon, por lo cual una cosa lleva a la otra. Sin prejuzgar el conjunto de la reforma litúrgica del 69, afirmemos asépticamente que, abandonado el silencio en la recitación del canon, la aclamación de la anámnesis nos parece correcta y en la línea de la tradición litúrgica –quizá no romana- pero si católica.
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Las ceremonias antes y después de la consagración.
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No contenta la Iglesia con hacer pronunciar al sacerdote las palabras de la consagración, le manda imitar a Cristo también en sus gestos. Así, toma el pan en sus manos y luego el cáliz, lo levanta un poco, como es probable que lo hiciera Cristo, para enseñar el pan y el cáliz ante sus comensales. Esta elevación se hacía de modo más visible en la Edad Media; pero como esto dio lugar a que el pueblo adorara la forma antes de ser consagrada, se redujo la elevación antes de la consagración a insinuar el gesto, dejando la elevación mayor para después de consagradas las especies. Hoy en día ese gesto más bien tiene carácter de ademán oblativo. Por eso el celebrante levanta al mismo tiempo su mirada en dirección al cielo. Esa mirada al cielo la está pidiendo la misma frase pronunciada por el celebrante: “…levantando los ojos al cielo, a Ti, Dios, su Padre Todopoderoso…”
A continuación inclina la cabeza cuando dice: “…dándote gracias…” Como manifestación de acción de gracias, encontramos la inclinación de la cabeza en otros pasajes de la misa. Es un modo plástico de expresar el agradecimiento, no un calco histórico de un gesto de Cristo. Lo mismo podemos decir de la ceremonia de trazar una cruz sobre el y sobre el cáliz mientras se dice “benedixit”. Cristo bendijo el pan y el vino rezando sobre ellos una oración de alabanza y de acción de gracias, no trazando sobre ellos una cruz. Pero ese signo de la cruz sobre las especies es un modo respetuoso que el uso litúrgico nos ha traído.
La supresión de esas cruces en la consagración de cada una de las dos especies sacramentales en la reforma del 69, no tendría más importancia si el “lo bendijo” no hubiese sido transformado en las traducciones vernáculas por un “te bendijo” dirigido a Dios Padre. ¿Bendijo el pan y el vino o bendijo a Dios Padre por el pan y el vino? ¿Otra vez el encaje de otro paralelismo con las berecats de bendición? Esto nos parece más peligroso y por ello inapropiado. Parece un reflejo de la misma tendencia que apareció con el movimiento revolucionario de los albigenses y otros herejes de su misma tendencia para los que la eucaristía no era más que un pan bendecido. Los cátaros, mezclando antiguas herejías maniqueas, negaron la transubstanciación. Y el pueblo fiel, prueba de lo arraigada que estaba la fe en él, no solamente rechazó la herejía sino que reaccionó valientemente con un movimiento positivo: la veneración a la eucaristía como jamás se había conocido.
Es cierto que ya desde fines del siglo XI los intelectuales habían empezado a prestar más atención a la teología de la presencia real de Cristo en el sacramento, complementándola con la afirmación de que en cada una de las dos especies está Cristo totalmente. Así, se decide la Iglesia a dar la comunión bajo la sola especie de pan. La herejía de Berengario de Tours (m. 1088) había motivado esa mayor profundización en el problema de la presencia real.
Desacostumbrados desde hacía siglos a la comunión frecuente por un respeto exagerado al sacramento, el nuevo movimiento eucarístico no siguió este cauce, sino que abrió nuevas sendas, más fáciles y que mejor encajaban con su modo de pensar. Aumentan las muestras de reverencia, como son los lavatorios de manos y las abluciones del cáliz; algunos sacerdotes empiezan a juntar los dedos en señal de respeto después de haber tocado en la consagración el cuerpo de Cristo bajo la especie de pan. No importaba que el gran liturgista Bertoldo de Constanza se levantase contra esa innovación (Micrologus, c 16 PL 151, 987); fue ganando terreno y Durando en su “Rationale” litúrgico (libro IV) la exige como cosa normal después de la consagración.
En el pueblo la mayor veneración de la eucaristía tomó otras modalidades. Siempre había podido contemplar en ciertos instantes, aunque brevemente y a distancia, las sagradas especies. Ahora quería verlas de cerca y por más espacio. Consciente de su indignidad, no aspiraba a ver, como los santos, en la sagrada forma al mismo Cristo con su figura real. Pero sí a verlo velado en la contemplación y adoración de las especies sacramentales ya consagradas. Por eso el obispo Odón de París dispuso a principios del siglo XIII que los sacerdotes antes de consagrar levantasen la forma a la altura del pecho pero que después de la consagración la levantases a una altura conveniente para que todos la pudiesen adorar cómodamente (Precepta Synodalia, c.28: Mansi, XXIII,682). Es la primera noticia segura sobre la elevación, pero parece probable que las mismas causas dieran lugar en otras regiones, aún antes, a semejantes disposiciones.
Con esto la elevación oblativa de antes de la consagración se redujo notablemente, tomando en cambio la elevación mayor con el tiempo la absoluta primacía. Idea del fervor por contemplar la sagrada forma nos la dan las noticias de procesos ante los tribunales, en que se disputaban los sitios de la iglesia desde donde mejor se pudiera ver la forma, o el hecho de que los excomulgados que no podían entrar en la iglesia, abrieran boquetes en los muros que daban al altar mayor para no verse privados de la elevación. Hubo casos en que ofrecían al sacerdote una limosna para que tuviese más tiempo elevada la forma; e incluso se podían oír en el templo durante la elevación voces rogando no acabara la elevación. Mucha gente se contentaba con haber visto la forma al alzar. En muchas iglesias como no era fácil ver la forma sobre los colores del fondo del retablo, para que se recortara mejor corrían un velo negro entre el altar y el retablo y, en las misas tempranas, encendían una vela que levantaban detrás de la hostia.
Este movimiento llevó a establecer la fiesta del Corpus y la costumbre de la exposición mayor. Fue el siglo en que con motivo de los delitos contra la Sagrada Forma estallaron tanto en España como en Alemania las sangrientas persecuciones contra los judíos.
Por varios siglos este deseo de ver la Sagrada Forma influyó fervorosamente en la espiritualidad de Occidente. A fines de la Edad Media hacía el siglo XV se entibian estas ansias pues se había introducido otra espiritualidad que impuso la costumbre de inclinar la cabeza en señal de veneración. Este hábito degeneró en frialdad creciente al extremo que el papa San Pío X, para reavivar la antigua costumbre juzgó conveniente conceder una indulgencia especial si al alzar se miraba la Sagrada Forma y se rezaba la jaculatoria “Señor mío y Dios mío”.
La elevación influyó en el corte de la casulla. Hasta entonces nunca se había elevado la forma tan alto ni se prolongaba tanto tiempo. Por eso no estorbaba la casulla, que cubría entonces los brazos hasta la mano. Cuando ahora el sacerdote levantaba los brazos casi verticalmente, la casulla estorbaba notablemente este movimiento. Se dieron pues, disposiciones para que el diácono facilitase el gesto al celebrante elevando la casulla; disposiciones que pasaron a las rúbricas de la misa. Sin embargo, dada la forma de entonces en la casulla, poco aliviaba la ayuda del diácono (cuando lo había) De ahí que empezaran a recortar la parte que cubría los brazos hasta hacerla desaparecer totalmente. Con retoques y modificaciones continuas en su ornamentación la casulla llegó a perder su carácter de prenda de vestir, adaptada al cuerpo, para convertirse en dos piezas rígidas unidas entre sí por encima de los hombros.
Ya en la década de los 50 en todo el mundo católico se notó un fuerte movimiento para volver a la forma antigua, que con poca razón se ha llamado “gótica” ya que no es más que la antigua “paenula” romana, conocida ya en el culto estacional y que adquirió posteriormente el nombre de “planeta”. La forma ovalada, casi puntiaguda, que se dio en aquellos años 50 a las primeras casullas en ese retorno a la tradición, se debió a la ignorancia de la forma primitiva que fue tan redonda en ambos extremos como la casulla recortada de la época renascimental y bárroca de los últimos siglos.
Hay que apostillar que la elevación del cáliz no se introdujo cuando la de la forma. Era natural, pues aún levantando en alto el cáliz, no se veía el sanguis. Se comprende, sin embargo, la tendencia a uniformar las ceremonias de ambas consagraciones.
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El toque de campanilla, la actitud corporal de los fieles y los cantos de saludo.
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Hacia el año 1201 encontramos un testimonio documental del toque de campanilla. Coincide su aparición cronológicamente con el de la elevación mayor, a la que debía acompañar. Se considera como una señal y una invitación para venerar el sacramento. La misma finalidad tenía desde finales del siglo XIII el toque de una de las campanas de la torre, para que los que estuvieran ocupados en las faenas del campo pudieran recogerse por un momento, dirigir su mirada respetuosamente hacia la iglesia y adorar a Cristo, que acababa de bajar de los cielos a la tierra.
Por otra parte, el poder mirar la Sagrada Forma explica también por qué en la Edad Media en vez de la profunda inclinación durante la consagración o el canon, que mantuvieron las iglesias orientales, los fieles se pusieran de rodillas. No cuajó esta nueva costumbre sin alguna resistencia por parte del clero, sobre todo de los canónigos, que por ejemplo en Chartres, mantuvieron la postura antigua hasta el siglo XVIII.
Otras formas de demostrar la veneración a la eucaristía era extender los brazos en cruz o levantar por lo menos las manos. La genuflexión simple con una sola rodilla y por un momento, aparece por vez primera mencionada en Enrique de Hesse (m. 1397) como costumbre de algunos sacerdotes piadosos. El Misal Romano no la prescribe hasta el año 1498 y fue el Misal de San Pío V quien la universalizó.
Fue en esta época, entre los siglos XV y XVI, cuando aparecen en los documentos de fundaciones piadosas algunas estipulaciones sobre el canto en el momento de la elevación de himnos como el “O salutaris hostia” y el “Ave verum” o de la oración “O sacrum convivium”.
El mismo significado de ceremonia de saludo tenía el presentarse en el presbiterio inmediatamente antes de la consagración ( al canto del Benedictus del Santo) algunos acólitos con velas encendidas y un turiferario. Esta última costumbre arraigó y logró imponerse generalmente.
Sin embargo en lo que se refiere a los cantos, podemos afirmar que se los encuentra con preferencia en los países latinos, mientras que en los germánicos querían más bien el silencio. Las decisiones de la Sagrada Congregación de Ritos favoreció generalmente la tendencia el silencio, prohibiendo los cantos aunque permitiendo que se toque el órgano al alzar pero no más allá, como testarudamente aún se hace en algunos sitios contraviniendo la norma litúrgica de antes y de después del Concilio…
No hay que tener miedo al silencio litúrgico, que debe ocupar un espacio importante en la celebración.
Próximo capítulo: "“Unde et memores” (Recordando te ofrecemos…)”.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 15 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: La Consagración (1ª Parte).

Sorprende agradablemente que la proximidad del relato de la institución en nuestro canon romano haya conseguido sacar a la liturgia romana de su habitual reserva, algo cautelosa, y creado un término de jugoso sentimiento de amor: nombra a Jesucristo como “tu amadísimo Hijo”. Tal ternura nos colma de gozo y satisfacción. No podía estar precedido el relato de la institución de una más afectuosa referencia. Característica que, junto a las palabras “el cual, la víspera de su pasión” distingue a la liturgia romana de las liturgias orientales que gustan en comenzar el relato con las palabras “en la noche en que fue traicionado”.
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El texto actual estudiado a la luz de los criterios bíblicos y litúrgicos.
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El texto actual del canon romano, casi idéntico con el de los documentos más antiguos, conjuga todos los elementos de adecuación bíblica y litúrgica con moderada sobriedad.
Busca un paralelismo con el texto de uno de los dos relatos evangélicos pero expresando la tendencia a enriquecerlo con palabras de respetuosa veneración litúrgica. Pocas son las palabras que faltan en el texto litúrgico de la institución si lo comparamos con el relato bíblico probando de esta manera que la liturgia romana se preocupó de acercar lo más posible el texto litúrgico al bíblico. Quizá únicamente puede sorprendernos una cosa: que en el texto de la consagración del vino el verbo vaya en futuro (será derramada) mientras tanto el texto de San Marcos como el de San Lucas la ponen en presente. Como, por otra parte, en la anáfora de San Hipólito el confringetur (será partido: futuro) se encuentra el lado de effunditur (es derramada : presente) Parece pues que entonces se daba poco importancia a este matiz.
Estas diferencias en la redacción de las palabras aparecen también en el mismo texto bíblico. En S. Lucas y en S. Pablo se dice: “Este cáliz es…” mientras que en Marcos y Mateo se dice “Esta es mi sangre…”. El canon romano no adopta ni la primera versión ni la segunda sino que modifica la versión paulina: “Este es el cáliz de mi sangre…”. Recordando el ambiente de la cena pascual y sus ceremonias de tomar en las manos el pan para explicar su significado y luego el cáliz para decir “Este es el caliz de bendición…” para continuar con una acción de gracias, es probable que Cristo procuró acomodarse lo más posible a las ceremonias tradicionales y antiguas en noble gesto de respeto, y así, parecería que presentaría el cáliz con estas palabras. “Este es el cáliz de mi sangre….”
Pero lo que importa no es que se mantenga intacta la materialidad de un texto, aunque sea tan santo y decisivo como el de las palabras de la consagración, sino que se conserve íntegro su sentido: el poder causar la presencia real de nuestro Señor Jesucristo como sacerdote y víctima en sacramento y sacrificio.
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El “Mysterium fidei”.
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Un problema insoluble hasta la fecha es la aparición en el relato de la institución de las palabras “mysterium fidei”. Aparece ya en los sacramentarios más antiguos del siglo VII, por lo que hay que descartar la explicación tan extendida de que era una exclamación del diácono para anunciar al pueblo el momento de la consagración en tiempos en que el altar se ocultaba con un velo.
Se ha intentado relacionar las palabras “mysterium fidei” con el mismo texto considerándola, no como exclamación aislada, sino como parte de la construcción gramatical toda ella. No se puede aceptar esta interpretación. “Mysterium fidei” aparece claramente como elemento autónomo, intercalado posteriormente por motivos que desconocemos. Tal vez podemos entender que el acto sacrificial no acontece hasta la efusión de la sangre que tiene ligar en la consagración del vino en virtud de las palabras distintas. En efecto, en este momento encajaría perfectamente la frase “mysterium fidei”, es decir, a continuación de las palabras esenciales para la transustanciación del vino “Hic est enim cálix sanguinis mei” y aún antes de la terminación “quod pro vobis et pro utis effundetur in remissionem peccatorum”.
Así pues se querría indicar que en a sola consagración del pan aún no se realiza el sacrificio sino que hay que esperar este misterio de la fe hasta la consagración del vino.
Por eso creo francamente que no importa la postergación sufrida por el “mysterium fidei” en el Misal de Pablo VI de 1969 desde su intercalación en medio de la consagración del vino hasta el lugar que ahora ocupa después del mandato de repetición “Hoc facite in meam commemorationem”.
Tampoco creo que desdiga del sentido del concepto la traducción castellana de “mysterium fidei” por “Este es el sacramento de nuestra fe”. No puedo decir lo mismo de la traducción catalana donde inusitadamente se desdibuja la presencia sacramental del Señor por una exhortación a “proclamar el misterio de la fe” (Proclameu el misteri de la fe).
El concepto “Mysterium” en la antigüedad y en gran parte de la Edad Media era sinónimo de “sacramentum”, como vemos en tantos textos litúrgicos, patrísticos y clásicos. Los antiguos querían expresar en ambas palabras sinónimas una fuerza divina que obra invisible y sobrenaturalmente en la Iglesia y en nosotros.
Próximo capítulo: "La Consagración (2ª Parte)”.
Extraído de Germinans Germinabit.

lunes, 10 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El sentido del misterio eucarístico (2ª Parte).

Verdadero sacrificio, no sólo conmemoración.
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¿Cómo en la consagración intervienen a la vez Cristo y la Iglesia? Para explicar que es sacrificio de Cristo no basta con remitir al sacrificio de la cruz. El problema estriba en cómo Cristo realiza en el sacrificio eucarístico una acción sacrificial distinta en cada misa que, sin embargo, tiene toda la fuerza de aquella entrega en el ara de la cruz. Pues esto es necesario para que cada misa sea realmente un sacrificio propio (aunque dependiente del de la cruz) y no sólo una pura conmemoración de aquel. No basta que se recuerde en desfile imaginativo el drama doloroso de la cruz; es imprescindible que lo reproduzcan al vivo, que hagan verdadero sacrificio, es decir un acto sacrificial en cada misa que se celebra. Que se renueve el sacrificio en una ceremonia exterior capaz de reproducirlo.
La acción sacrificial que se corona con la presentación ante el divino acatamiento del cuerpo y sangre de Cristo, arranca de las ofrendas de pan y vino, distintas en cada misa, de modo que estas ofrendas entran materialmente, aunque convertidas en el cuerpo y sangre de Cristo, en el proceso sacrificial. A distintas materias sacrificiales, distinto sacrificio por lo tanto. Estos sacrificios son acciones sacrificiales del mismo Cristo, porque el pan y el vino consagrados son el mismo Cristo que sufrió en la cruz y que ofrece todos los sacrificios eucarísticos y, sin embargo, son sacrificios distintos porque las ofrendas sacrificiales lo son. Realiza pues Cristo en cada misa una acción sacrificial distinta, que es, sin embargo, la renovación del mismo sacrificio del Calvario.
De la misma manera así como en cada misa el pan y el vino se renuevan, también lo hace la Iglesia que interviene por el ministerio de sus sacerdotes. Es decir, la Iglesia no sólo se adhiere en lo exterior al sacrificio de Cristo presente en ella; ofrece también ella misma el sacrificio como suyo. La Iglesia no sólo ofrece a Cristo, sino que en Cristo se ofrece a sí misma. Esta es su verdadera vocación, y ningún medio mejor para cumplir con ella que la celebración incesante del sacrificio de la eucaristía. La verdad del sacrificio de la Iglesia proyecta nueva luz sobre el hecho de que el celebrante actúa en virtud de una dignidad recibida en la consagración sacerdotal de manos de la Iglesia. Es verdad que al pronunciar las palabras de la consagración el sacerdote se reviste de la persona de Cristo. Pero ni aún entonces cesa el encargo que tiene de la Iglesia que, como Esposa de Cristo, le faculta el apropiarse y poner por obra el mandato de Jesús.
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Consecuencias de orden moral.
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Parece natural se exija de ella la disposición interna, tan necesaria como el rito exterior, para que haya verdadero sacrificio. De ahí la gran responsabilidad que sus ministros contraen de procurar en cada sacrificio ese espíritu de entrega inmolativa. A estas cimas de amor a Dios y a los hombres nos invita Cristo en cada misa, y pone en las manos de sus sacerdotes lo más selecto que Él pudo dar a su Padre celestial: su cuerpo sacrificado y su sangre derramada.
Realmente, si cada sacrificio ha de ser entrega de la propia vida, simbolizada por la efusión de la sangre, en los sacrificios perfectos de la Nueva Alianza no podía faltar este elemento. El que en nuestros sacrificios intervenga Cristo no prueba que tenga que realizar Él solo el acto sacrificial, contentándonos nosotros con gozar de sus frutos. La intervención de Cristo no nos dispensa de colaborar activamente en acción tan veneranda. La participación mediante nuestro sacrificio personal en el sacrificio de Cristo recobra nueva fuerza precisamente en nuestros días, y es una de las ideas sobre las que las que el Concilio Vaticano II y las encíclicas de los últimos papas han insistido de manera más reiterada.
La colaboración humana admite grados y el “opus operantis” (el esfuerzo religioso moral del que lo celebra y recibe) está en la celebración al lado del “opus operatum” (la fuerza divina que obra en el sacramento) Ciertamente en el sacramento es Cristo quien opera, es decir que el efecto meritorio no depende de nuestra actuación sino de la del mismo Dios.
Pero nuestra preparación moral (sufrir y aceptar adversidades, hacer actos de abnegación y otras virtudes) participa en el sacrificio eucarístico. Existe una unidad ontológica interna entre el sacrifico cultual y moral a la que se añade secundariamente la expresión psicológica cuando en el ofertorio entregamos las ofrendas haciendo simbólicamente la entrega de nosotros mismos.
En la participación humana en el sacrificio de Cristo culmina sintetizada y sublimada la línea de los sacrificios continuos de toda nuestra vida, consagrada al cumplimiento del deber para mayor gloria de Dios. Urge tener conciencia de nuestra responsabilidad ante estas realidades sobrenaturales tan asombrosas.
Y si no se educa a las jóvenes generaciones en esta perspectiva teológica no se recogerá la mies de un sacerdocio renovado para el siglo XXI ni se vivirá un renacimiento vocacional como el que necesitamos.
Próximo capítulo: "La Consagración (1ª Parte)”.
Extraído de Germinans Germinabit.