martes, 17 de noviembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Las oraciones de León XIII.

Adición recientísima que dio lugar a una abundante literatura rubricista son las oraciones de Leon XIII también llamadas por esa razón “preces leoninas”.
En sí consideradas son el último brote de la tendencia, siempre viva en la Iglesia, a añadir en tiempos de aflicción nuevas súplicas, de suyo pasajeras, pero que luego adquieren carta de permanencia. Ya hemos ido enumerando al paso las más importantes en el curso de los siglos, por ejemplo, las que se añadieron al canon por el siglo V; las de los kyries en el siglo VII, las oraciones por la paz y Tierra Santa entre el Paternóster y el embolismo o después del “Libera nos” en diversas épocas de la Edad Media.
Acostumbrados a la invariabilidad del canon y aún de toda la misa, cuando en el siglo pasado se presentaron nuevas intenciones urgentes no se atrevieron a buscarles un sitio dentro de la misa, y por eso las añadieron después de ella. Tal vez ha influido en esta decisión el deseo de que las rezase el pueblo entero y no sólo el celebrante; y como el pueblo no intervenía ya en las oraciones de la misa, no quedaba más solución que añadirlas al final.
A pesar de todo, en estas preces el pueblo únicamente interviene en las avemarías, la salve y la jaculatoria final. Lo demás lo reza el celebrante generalmente en latín.
Por la misma razón, es decir, para que el pueblo pueda tomar parte de ellas, se les ha dado una forma más popular rezando por delante tres veces el avemaría con la Salve. A la antífona se le añade, como de costumbre, un versículo y la oración sacerdotal “Deus refugium nostrum et virtus”.
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Oremos.
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Oh Dios, nuestro refugio y fortaleza! Mira propicio al pueblo que a Ti clama; y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, de San José, su esposo, y de tus santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los Santos; Escucha misericordioso y benigno las suplicas que te dirigimos pidiéndote la conversión de los pecadores, la exaltación y libertad de ;a Santa Madre Iglesia. Por J. N. S. R/ Amén.
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En un principio se rezaba únicamente una oración al final. La otra la mandó Pío IX el año 1859 a sus súbditos temporales ante los crecientes peligros que amenazaban los Estados Pontificios.
Como apoyo en su lucha contra el Kulturkampf alemán, León XIII prescribió estas oraciones para todo el orbe católico el año 1884. Aún conseguido en lo esencial este objeto, no se han suprimido, sino que se les ha dado una intención más general: la protección de la Iglesia y la conversión de los pecadores. León XIII añadió en 1886 la invocación a San Miguel a modo de exorcismo, que termina con la petición de que San Miguel arroje al diablo en el infierno.
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S.: San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sed nuestro amparo contra la maldad y acechanzas del demonio. reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. R/ Amén.
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Lo que motivó esta nueva adición parece ser que fue una nueva amenaza contra la Santa Sede por parte de la francmasonería. Contrasta fuertemente con ese final otra añadidura posterior, de inspiración privada, pero que luego generalizó en el año 1904 San Pío X: “Sagrado Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros”.
Es notable el carácter de urgencia de estas oraciones que no se pueden omitir, en las misas rezadas, ni siquiera en las fiestas más solemnes del año litúrgico. Sin embargo no se dicen en las misas cantadas o solemnes, ni en las conventuales ni en las votivas no privadas. En su forma y el modo de rezarlas, es decir de rodillas, se distinguen claramente de las demás oraciones de la misa, por la insistencia con que se urge su rezo.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Elementos adicionales: El último Evangelio.

Instrumento de bendición: tres razones.
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Es costumbre antiquísima considerar los primeros párrafos de un libro como expresión del libro entero. Por ejemplo, en el breviario cuando por cualquier motivo no se podía leer todo el libro en la lectura de la Sagrada Escritura, se recitaban por lo menos en una de las lecciones las primeras frases añadiéndose después un “et reliqua” ( y el resto).
Por otra parte, de antiguo a la simple lectura o escucha de la palabra de Dios se le atribuye cierta virtud santificadora como si fuera una bendición. Finalmente, existe una inclinación humana a mirar con más respeto y veneración todo texto que venga como envuelto en el cendal del misterio.
Estos tres elementos pueden explicar por qué al prólogo de San Juan no sólo se le ha mirado desde antiguo con una especial veneración, sino también por qué la Edad Media lo usaba como vehículo de bendición. Solían servirse de objetos sagrados para con ellos bendecir, lo mismo que se valían de la lectura de las misteriosas palabras de San Juan contra los males espirituales y temporales. Costumbre difundidísima fue la de leer el prólogo de ese evangelio sobre los enfermos y los niños. Más tarde se valdrá de esta misma costumbre San Francisco Javier en la India y lo recomendará a sus compañeros. Si añadimos la confianza que en dicho texto sagrada tenían contra las tormentas, comprenderemos de una vez la insistencia con que pedían los fieles se leyera después de terminada la misa como si se tratara de una bendición más.
La primera vez que se menciona su lectura en el cuadro de la liturgia de la misa es en el ordinario de los dominicos del año 1256. A los dominicos se debe, en efecto, la difusión de esta práctica. Gozaba de tal prestigio en el siglo XIII que cuando dichos religiosos fueron enviados a Armenia para tratar de la unión, consiguieron se adoptara en aquella liturgia; y en ella arraigó tan fuertemente que no desapareció ni aún rota de nuevo la unidad en el año 1380.
No nos imaginemos, sin embargo, que la costumbre de leer al final de la Misa un trozo del Evangelio fuera costumbre universal y menos la preferencia por el prólogo de San Juan. Durante toda la Edad Media rivalizó con él aquella lectura de las fiestas de la Virgen: Loquente Iesu ad turbas.
La primera congregación general de la Compañía de Jesús, cuando trató de unificar el rito dentro de la Orden, discutió también esta cuestión, y dejó finalmente libertad para escoger entre las dos perícopas evangélicas, puesto que ni siquiera en los círculos competentes de Roma había uniformidad de pareceres. Los cartujos no lo dicen ni aún ahora, como tampoco dan la bendición final.
En algunos sitios a veces consideraban la perícopa como antífona, haciéndola seguir de un versículo y de la oración “Protector in te sperantium” del 3º domingo después de Pentecostés.
Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.
A pesar de todo, se ha conservado en la liturgia el recuerdo de la finalidad primitiva del prólogo de San Juan: el obispo después de iniciado en el altar lo sigue recitando camino de la sede, no como evangelio, sino como una simple fórmula de oración, mientras va desvistiéndose de los sagrados ornamentos.
El último evangelio no es la última bendición ya en la frontera de la Misa. Según las diversas regiones y países existen otras muchas bendiciones adicionales, como por ejemplo, la del tiempo, que se da de cruz a cruz, con un “lignum crucis” contra las tempestades.
Existe otra costumbre más antigua con carácter de bendición, especialmente en Francia: el reparto del pan bendito. En las liturgias orientales se llama “antidoron” (antiguamente: eulogias), Su mismo nombre nos está indicando que se considera como una devolución de la ofrenda hecha en el ofertorio. En Occidente se conservó esta costumbre en muchos lugares hasta finales del siglo XIX. Veían en ella con frecuencia una especie de comunión, hasta el punto que en su presentación exterior no se distinguía a veces de las formas consagradas. En España y concretamente en Catalunya eran muchas las fiestas en las que al final, como último rito en el altar, se distribuía el “pa beneït”, dulce o salado, en formas de pequeños roscos o bollitos, con o sin aceite, la mayoría en honor de algún santo en su festividad.
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Abolición del último evangelio.
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Indicio definitivo en la curva evolutiva del último evangelio lo tenemos en su supresión ya en el Ordo Sabbati Sancti de 1951 para la misa de este día y su definitiva eliminación en el primer Decreto que la Comisión para la reforma litúrgica dio en 1964 y que entró en vigor el 7 de marzo del 65.
En el Misal de Pablo VI de 1969 queda definitivamente abrogado.
Próximo capítulo: Las oraciones de León XIII.
Extraído de Germinans Germinabit.