domingo, 5 de julio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El “memento” y el “communicantes”.

Orígenes y evolución.
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Acerca de la introducción de la costumbre de leer los nombres de los oferentes en el mismo canon, tenemos noticias concretas de principio del siglo V. Hasta entonces se hacía durante la oración general de los fieles, inmediatamente antes de empezar la plegaria eucarística. En el año 416 el papa Inocencio I escribe una carta al obispo Decencio en que le dice que le parece menos conveniente leer los nombres antes de haberse iniciado el acto sacrificial porque esto equivale a querer comunicar a Dios quiénes son los que han contribuido con sus ofrendas al sacrificio, como si Él no lo supiera. En cambio de la otra manera parece más acertado porque tiene el sentido de encomendar a Dios a los donantes. Este el fin dominante en el “Memento” actual: dar expresión litúrgica a la verdad dogmática de que las ofrendas tienen valor impetratorio y hacer vivir esta verdad, añadiendo una breve oración por los oferentes.
En nuestra liturgia romana el “Memento” recoge el grupo de los vivos que se encomiendan a la oración del sacerdote y el “Communicantes” inmediatamente posterior recoge la lista de los santos que están unidos a nosotros.
Recordemos que si en algún momento y lugar, la mención pública de los oferentes tuvo aspecto honorífico, esta lo perdió en el momento en el que la liturgia actual pasó a rezarse en voz baja a partir del siglo XI. Además dio libertad al celebrante para encomendar a quien quería sin reglamentación alguna como cuando todo era público.
Justo después de recordar y mencionar a los oferentes, el celebrante nombra a los “circumstantes”, es decir, los asistentes a misa. La costumbre general durante los diez primeros siglos fue la de estar de pie, circundando el altar en semicírculo frontal, facilitado por el hecho de la colocación del altar en el límite entre la nave y el presbiterio.
Para encomendar a los oferentes y a los circumstantes se afirma de ellos en primer lugar que “su fe y devoción es conocida por Dios” y en segundo lugar que son ellos los que le ofrecen a Dios “este sacrificio de alabanza rindiéndole sus votos”. Asoma aquí el eco del versículo 14 del salmo 49: “Sacrifica a Dios tu sacrificio de alabanza y rinde al Altísimo tus votos”.
El “Memento” consistía pues en una palabras generales de recomendación de aquellos “cuya fe y devoción te es conocida” y la adaptación de un versículo del salmo.
Muy pronto, seguramente en el siglo V, al nombre de los oferentes se le añadió un segundo grupo: “el de los suyos”. También, de la misma manera, se resumieron las intenciones en dos clases de intenciones reales: la salvación eterna y el bienestar temporal (pro spe salutis et incolumitatis suae)
Esta no ha sido la única ampliación de que ha sido objeto la cita del salmo. Le precede otra que data de la época en que los francos adoptaron la liturgia romana: a los liturgistas francos les parecía demasiado atrevido afirmar que los fieles con sus ofrendas ofrecían realmente el sacrificio eucarístico. Por eso, para suavizar la expresión pues no se atrevían a suprimir nada del texto litúrgico, le antepusieron las palabras “por los cuales te ofrecemos”, indicando con esta atenuación que el mismo celebrante intervenía en este sacrificio y que los fieles no ofrecían solos el sacrificio.
La enmienda que proponía las intenciones divididas en dos grupos, rompe la unidad y la armonía del versículo del salmo; esta circunstancia fue aprovechada por San León Magno para iniciar otra oración. Fue entonces cuando la mención del catálogo de los venerados como santos penetró en el canon: el “Communicantes”, nacido como prolongación del Memento y dependiendo de este gramaticalmente. El fin principal de la oración no es pues pedir la intercesión de los santos sino el respetuoso recuerdo de que los santos son de los nuestros, que fueron hombres como nosotros sometidos a las mismas miserias. La oración sin embargo tiene una tonalidad alegre: sabernos unidos estrechamente con ellos. Indudablemente, el tomar conciencia de nuestra unión íntima con ellos pudo sugerir al fin y al cabo el pedir su intercesión, pero como motivo secundario, aprovechando como de paso la ocasión: “…por cuyos méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio de su protección”.
San León no creó la fórmula, sino que la tomó ya hecha, quizá de la liturgia bizantina. Actualmente la lista contiene después del nombre de la Virgen (y el de San José añadido por Juan XXIII) dos series de doce nombres en cada serie: la primera la forman los Apóstoles y la segunda los mártires. El culto de los confesores no ha dejado huella en ellas, prueba evidente de su antigüedad, confirmada por el hecho de que en ellas no se contienen otros mártires que los venerados en Roma. Se advierte además un orden jerárquico: en primer lugar se enumeran seis obispos, de los que cinco son papas, el sexto es Cipriano, obispo de Cartago. Argumento sólido para probar la estrecha relación que siempre ha existido entre las Iglesias romana y norteafricana. A San Cipriano le precede inmediatamente San Cornelio, alterando la cronología: se hizo para que ocupase su puesto junto a San Cipriano del que era contemporáneo. Entre los seis mártires aparecen primero dos clérigos: San Lorenzo y San Juan Crisóstomo, a los que siguen los seglares Juan y Pablo, Cosme y Damián.
Sin duda alguna este grupo de santos no se formó de una sola vez sino que representa el ajuste definitivo tras varias tentativas de época diversas. La lista primitiva debió de contener sólo los nombres de los santos que recibían en Roma culto especial. Según investigaciones recientes parece ser que en un principio solo figuraban, entre los Apóstoles, los santos Pedro y Pablo, Andrés y tal vez Santiago y Juan. Parece que durante el siglo VI se añadieron a ellos los nombres de los santos Tomás, Santiago el Menor y Felipe. Algo parecido ocurrió seguramente con la lista de los mártires. En Roma sólo tenían culto los santos Sixto y Lorenzo, Cornelio y Cipriano. La fiesta de este último empezó a celebrarse en Roma en el siglo IV, aunque no pertenecía a aquella Iglesia. El culto del papa Clemente tomó gran auge en el siglo VI, apoyado por una abundante literatura. San Crisóstomo es el mártir legendario a quien se le identificaba con el fundador de una de las iglesias titulares de Roma; los santos Juan y Pablo son mártires del tiempo de Julián, el apóstata. Los santos Cosme y Damián son médicos y mártires muy venerados en Oriente. Todos estos nombres formaban con toda seguridad ya en el siglo VI la lista de los santos. Esta lista del “Communicantes”, así como la del “Nobis quoque” fue sometida a una revisión al final del siglo VI. Por aquel tiempo entraron a formar parte los dos primeros sucesores de San Pedro, Lino y Cleto, poco conocidos hasta entonces. El redactor a quién se debe la revisión fue el mismo San Gregorio Magno. A él se debe pues, el orden jerárquico y cronológico que hoy observamos en ella.
Durante la Edad Media solían añadir en las diversas regiones los patronos y otros santos muy populares. Por algún tiempo se usó una fórmula general para incluir los santos a cada día a semejanza de la fórmula con que se conmemoran actualmente las grandes solemnidades (sed et diem festum celebrantes…quórum solemnitas hodie celebratur: celebrando en este día la fiesta de san tal o cual). El Misal de San Pío V eliminó definitivamente estos incisos, conservando una fórmula especial solo para las grandes solemnidades de Navidad, Epifanía, Jueves Santo, Pascua de Resurrección y Pentecostés, fórmulas que ya existían en el siglo VI, por lo que sabemos de una carta del papa Vigilio al obispo Profuturo de Braga. Estas adiciones, que sólo por su antigüedad y tradición clásica se salvaron en la reforma tridentina, chocan sin embargo con el sentido primitivo del “Communicantes”.
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La fórmula final : “per Christum Dominum nostrum. Amen”.
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Al final del Communicantes nos hallamos con la fórmula “Per Christum Dominum nostrum”. Tal conclusión sólo se encuentra en las oraciones añadidas posteriormente y que han atomizado la plegaria eucarística cambiando su carácter unitario en una serie de oraciones parciales: el Communicantes, el Hanc igitur, el Memento etiam, el Nobis quoque y finalmente el Supplices, que es la única oración sin carácter intercesor pero que acaba con esta fórmula porque durante algún tiempo era la última del canon. Es interesante observar, por otro lado, que a pesar de que la fórmula tiene abiertamente tono de final no se la cerrara con un Amén hasta que la liturgia romana fue puesta en manos de los francos en el siglo XI.
Nótese, como cosa curiosa y paradójica, que durante el resurgir en Francia de las liturgias neogalicanas en el siglo XVIII, y hacerse propaganda de la recitación del canon en voz alta, apareció el misal de Meaux en 1709 que llevaba delante de los Amen una R/ impresa en rojo, como invitando al pueblo a contestar en voz alta al sacerdote. Creían volver de este modo a las costumbres primitivas de la Iglesia y ¡estaban en realidad tan lejos del verdadero espíritu de aquella época!
Próximo capítulo: “Hanc igitur”.
Extraído de Germinans Germinabit.

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