viernes, 18 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El "Pater Noster".

De unas palabras de Optado de Milevi contra los donatistas podemos sacar que con mucha probabilidad el “Pater noster” se decía como preparación para la comunión al principio del siglo IV. Lo da como costumbre general para toda la Iglesia, San Agustín, y de él hablan como cosa corriente San Jerónimo y San Ambrosio. Parece que este último se refiere a la liturgia romana. En cambio, en España, por documentos de época bastante posterior, se advierten algunas vacilaciones sobre el aceptarlo definitivamente en el culto. Cuando San Agustín admite excepciones, como se ve en la Epístola 149, l6 (PL 33, 637) y en los Sermones 17, 110 y 227, probablemente se está refiriendo a España.
Verdad es que el Leoniano omite el Paternóster; pero como contiene el embolismo, la omisión no quiere decir que no se rezaba, sino que, por lo conocido que era su texto, ni se detenía a mencionarlo en el Sacramentario.
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La intervención de San Gregorio Magno.
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Hasta la época de San Gregorio se vino rezando el Paternóster, como en todas las liturgias orientales a excepción de la bizantina, entre la fracción y la conmixtión, una vez retirados del altar los panes consagrados. En una carta al obispo Juan de Siracusa escribe S. Gregorio que no le parecía bien que, habiendo consagrado los Apóstoles el pan y el vino únicamente con la “oración de oblación” (canon primitivo sin las oraciones intercesoras) “nosotros, que decimos además otra oración sobre las ofrendas, no recemos también la oración que el mismo Señor nos enseñó”. Esto nos indica que en la mente de San Gregorio estaba el deseo de que el Padrenuestro se añadiera al canon a modo de epílogo, Por esto lo unió con el canon, trasladando el ósculo de la paz con el “Pax Domini” detrás del Padrenuestro con su embolismo. Por otra parte, la oración dominical quedaba separada del canon por la doxología final y las palabras introductorias del Pater noster. No va desviada la hipótesis de que las palabras “praeceptis salutaribus moniti” de la invitación al Padre nuestro tengan que ser entendidas no tanto como “preceptos saludables” sino como “praeceptis salvatoris moniti” es decir “preceptos del Salvador”.
El “audemus dicere”(nos atrevemos a decir) suena a paralelismo con las liturgias orientales y se habla de atrevimiento respetuoso por llamar en esta oración a Dios “Padre nuestro”. Los Santos Padres hablan con frecuencia de este sentido cuando tratan del Padrenuestro. Esta fórmula introductoria, da al Pater noster el aire de una pieza bastante independiente.
Cuando San Gregorio creía que el Pater noster era verdaderamente un epílogo del canon, podía fundamentar su convicción en criterios internos de la oración dominical. Efectivamente, por la frase “santificado sea tu nombre” volvemos de nuevo al tema del prefacio y del Sanctus. El “venga a nosotros tu reino” es un compendio del “Quam oblationem”, y con el “hágase tu voluntad” nos entregamos a Dios como víctima juntamente con Cristo. Sin duda, rezado con este espíritu, el Pater noster es una síntesis sabrosa del canon.
Aunque sobretodo y más que ninguna otra cosa, la oración dominical es preparación a la comunión. Como tal la acreditan ante todo las dos peticiones del pan y el perdón de los pecados. Así lo entendieron sobre todo los Padres latinos, empezando por Tertuliano. Interpretan la petición de la eucaristía y nos hablan del “pan sobresubstancial” en vez del “pan de cada día”. No son pocos los Padres griegos que siguen la misma interpretación. Por cierto, que ni hacía falta en los primeros siglos cambiar el sentido literal de la petición del pan. La eucaristía era entonces el pan de cada día que se tomaba en casa antes de cualquier otro alimento. Cuando San Ambrosio explica esta petición exhorta a la comunión diaria. (De Sacramentis V, 4 ).
San Agustín llama la atención todavía sobre otra petición, la del perdón de los pecados: “al rezar en la oración aquella petición: Perdónanos nuestra deudas, queda borrado todo lo que hemos faltado, con el fin de que podamos acercarnos con conciencia tranquila y no comamos ni bebemaos para nuestra perdición lo que vamos a recibir”. Pronto se relacionó esta petición con el ósculo de la paz que expresa el mutuo perdón que nos exige Cristo como condición previa de su perdón, prometido como premio.
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El embolismo.
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El perdón de los pecados es también el tema más antiguo de la “añadidura” (embolismo quiere decir aquí añadidura) y esto a pesar de que se une con la última petición. En efecto, el embolismo que encontramos en el Leoniano, dice: “Líbranos, Señor, de todo mal y concédenos propicio que así como nosotros pedimos perdón, perdonemos también nosotros a nuestros prójimos”.
Más tarde, y bajo la amenaza constante de las invasiones bárbaras, se pide en el embolismo principalmente por la paz, para que “ayudados por el auxilio de tu misericordia, seamos siempre libres de pecados y seguros de toda perturbación”. Es decir, que aún en esa nueva redacción, que es la que perdura en el Misal Romano hasta la edición de 1962, como en la del Novus Ordo Missae de Pablo VI de 1969 , después de rogar por la paz, se vuelve al tema primitivo: la libertad de la esclavitud del pecado.
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Misal Romano ed. 1962.
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Libera nos, quaesumus Domine, ab omnibus malis praeteritis, praesentibus, et futuris: et intercedente beata et gloriosa semper Virgine Dei Genitrice Maria, cum beatis Apostolis tuis Petro at Paulo, atque Andrea, et omnibus sanctis, da propitius pacem in diebus nostris: ut ope misericordiae tuae adjuti, et a peccato simus semper liberi, et ab omni perturbatione securi. Per eumdem Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum. Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus. Per omnia saecula saeculorum.
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Líbranos, si, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros; y por la intercesión de la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Dios, y de tus bienaventurados Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Andrés, y todos los demás Santos danos bondadosamente la paz en nuestros días; a fin de que, asistidos con el auxilio de Tu misericordia, estemos siempre libres de pecado y al abrigo de cualquier perturbación. Por el mismo Jesucristo, Señor nuestro e Hijo tuyo, que, Dios como es, contigo vive y reina en unidad del Espiritu Santo. Por los siglos de los siglos.
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Misal Romano 1969 (Novus Ordo Missae).
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Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.
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Invocación de los Santos.
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Es notable la confianza que pone la Iglesia en sus santos, sobre todo en la Santísima Virgen y los Apóstoles Pedro y Pablo, protectores de la Ciudad de Roma, al invocarlos una vez más en la Misa. Pero lo que llama más la atención es la inclusión de San Andrés. Como hermano de San Pedro, y principalmente como el primero entre los Apóstoles que fue llamado por Cristo, tenía títulos especiales, indudablemente, entre los demás Apóstoles. ¿Será esta la causa de incluir su nombre en el embolismo, o se cruzaron motivos más humanos? No olvidemos la rivalidad histórica que había entre Bizancio y Roma. Al no poder reivindicar Bizancio para sí a los Príncipes de los Apóstoles, dio culto especial al que les estaba más próximo en jerarquía: el apóstol mártir en Patrás. Esto influyó para que se le tributara culto especial también en Roma como se había hecho con Santa Anastasia.
En la Edad Media se añadían en este sitio otros nombres de santos peculiares de cada región, y lo mismo en el Communicantes y el “Nobis quoque”. La oración termina con la fórmula de mediación, no sólo broche final del embolismo, sino aún del mismo Paster noster. Realmente es la oración en que por antonomasia nos dirigimos a Dios Padre por medio de Jesucristo. En la reforma litúrgica de 1969 fue suprimida la invocación a los santos, sin ninguna explicación histórico-litúrgica para hacerlo y la fórmula de mediación, añadiendo una aclamación cristológica del pueblo tras el embolismo:
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R/. Quia tuum est regnum, et potéstas, et glória in sæcula.
R/. Perquè són vostres per sempre, el regne, el poder i la glòria.
R/. Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre Señor.
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Próximo capítulo: Fracción, conmixtión y “Pax Domini”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: "Síntesis de la evolución histórica de la comunión".

En el periodo histórico en el que la celebración eucarística se separa del banquete y se considera acción de gracias (eucharistia), la comunión se convirtió sencillamente en el término y punto final de la celebración. Esto pudo durar unos doscientos años, hasta que la celebración eucarística fue ampliándose y revistiendo con diversas ceremonias fijas, origen de las liturgias primeras.
Antes de dar un resumen del desarrollo de la comunión en las liturgias romana y norteafricana, conviene trazar el esquema de las liturgias orientales, juntamente con la hispánica, que constituyen una fase de evolución más primitiva.
A la anáfora, sigue generalmente una conmemoración de los santos, sobre todo de la Virgen, y oraciones intercesoras que terminan en una letanía. El que en la liturgia bizantina se rece a continuación el padrenuestro, parece fruto de una evolución posterior. Generalmente se procede ahora a la fracción, precedida del aviso “Lo Santo para los santos”. En algunas liturgias sin embargo, se da antes, como conclusión de las súplicas y preparación para la comunión, la bendición al pueblo. Después de la fracción y la disposición de las partículas encima del diskos (gran patena) en forma de cruz u otro símbolo sagrado, se reza, menos en la bizantina, el padrenuestro como última preparación de la comunión. Sigue la conmixtión, a la que en la liturgia bizantina se añade la mezcla de agua caliente en el sanguis, y la comunión del clero. Luego se da la bendición, menos en aquellas liturgias que la habían anticipado. Entre ellas hay que contar la bizantina, que la hace seguir, con menos solemnidad, al rezo del padrenuestro. Después de la comunión del pueblo, si es que la hay, termina el acto de oraciones con acción de gracia y de súplica en forma de letanía.
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Siglos IV al VI: “Pater noster” y ósculo de la paz.
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Las primeras noticias que tenemos sobre las ceremonias y oraciones de la comunión se refieren al Padrenuestro como oración preparatoria y datan del siglo IV. Algo más tarde se empieza además a cantar un salmo durante la comunión de los fieles.
Hacia el año 416 leemos en la famosa carta del Papa Inocencio I al obispo de Gubbio que el ósculo de la paz no se debía dar al final de la oración común de los fieles, sino al final del canon. Fue pues este Papa quien introdujo esta innovación. Su finalidad lejos de cambiar quedó mejor respetada: la de conclusión de la oración que precedía. En absoluto pertenecía todavía a la comunión, pero atendiendo al desarrollo histórico posterior, la podemos incluir en el cuadro que presenta la comunión en el siglo V: ósculo de paz al acabar el canon, retirada del altar de los panes consagrados, fracción, Padrenuestro y comunión.
En el siglo VI advertimos por primera vez que no todos los asistentes comulgan, y que por esto se les invita a que se retiran antes de la comunión del pueblo, Medida prudente y necesaria para que el celebrante, que entonces tenía que dar la comunión recorriendo la nave de la iglesia, lo hiciera con más comodidad. También hay noticias de aquel siglo de que las partículas de la fracción se ordenaban encima de la patena en forma de cruz.
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San Gregorio adelanta el “Pater noster”: culto estacional del siglo VII.
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Otro paso de importancia histórica se dio cuando San Gregorio Magno, a ejemplo de los bizantinos, puso el Padrenuestro con su embolismo antes de retirar los panes del altar y proceder a la fracción. Con esto caía también el ósculo de la paz con la fórmula “Pax Domini sit semper vobiscum” (La paz del Señor esté siempre con vosotros)…detrás del embolismo (plegaria de liberación y sanación: Líbranos, Señor de todos los males...)
De aquella época poseemos la primera descripción completa de las ceremonias de la comunión del culto estacional.
Después de recitar, terminado el canon, el Padrenuestro con su embolismo, el papa invitaba con las palabras “Pax Domini” al clero y al pueblo a darse mutuamente el ósculo de la paz. Él no participaba de la ceremonia. Estaba en este momento con el “sancta”, fragmento consagrado en la misa anterior y que estaba presente durante toda la misa encima del altar, y que ahora dejaba caer en el cáliz para significar la continuidad del sacrificio. Esta constituía la primera conmixtión antes de la fracción de los panes inmediatamente siguiente. Hay que saber, cosa casi olvidada hoy en día, que cuando en las familias se amasaba el pan, normalmente una vez a la semana, debía introducirse un “fragmento” de masa fermentada de la semana anterior, llamado en castellano “recentadero” o en algunas comarcas andaluzas “recentadura” .
Parece ser que la ceremonia del “sancta” desapareció pronto manteniéndose la equivalente del “fermentum” que la sustituía cuando celebraba un obispo o presbítero siendo el fragmento una partícula de la misa celebrada anteriormente por el Papa, siendo esta signo de unidad. Con esta ceremonia se tenía por terminada la misa para los que no comulgaban. Se leían los avisos y el pueblo se iba retirando. Mientras tanto empezaba la fracción, partiendo del lado derecho de uno de los panes de su oblación un trocito, que permanecía sobre el altar y que estaba destinado a servir en la próxima misa de “sancta” o de “fermentum” según quien celebrase si papa u obispo o presbítero. El papa abandonaba el altar y en seguida se quitaban todos los panes consagrados para su fracción, fracción en la que intervenía todo el clero ayudando al papa. Éste estaba sentado en su cátedra y partía allí los panes de su oblación, depositados encima de la patena (segunda fracción). Difícilmente esta ceremonia podía hacerse en el altar por lo pequeño que este solía ser, poco más de un metro cuadrado, y el gran número de clero que intervenía.
Terminada la fracción, comulgaba el papa con uno de los trocitos. No lo sumía entero, sino que echaba un poco en el cáliz (tercera fracción y segunda conmixtión) diciendo “Fiat commixtio et consecratio” (actualmente Haec commixtio et consecratio…)
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Haec commixtio et consecratio
Corporis et Sanguinis Domini
nostri Jesu Christi fiat
accipientibus nobis in vitam
aeternam. Amen.
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Que esta mezcla de los elementos
consagrados del Cuerpo y Sangre de
nuestro Señor Jesucristo, nos
aproveche a quienes la recibimos,
para la vida eterna. Así sea.
A continuación seguía la comunión del clero y del pueblo mientras cantaba la schola.
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Siglos VII-VIII: El “Agnus Dei”.
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Hacia fines del siglo VII se introduce en Roma el canto del Agnus Dei, importado del Oriente (Siria) por los clérigos huidos de la invasión árabe.
Esta era la forma romana de la comunión que conocieron los francos. Pero a pesar del respeto con que recibieron los nuevos ritos, pronto los sometieron a una profunda transformación. Amalario presenta la comunión del modo siguiente:
“Después del Paternóster y el embolismo se procede a la fracción de la forma en tres partículas: la primera sirve para la conmixtión, con la segunda comulga el celebrante y la tercera se reserva para los enfermos (viático). La comunión del pueblo no se tiene en cuenta. A continuación el celebrante hace con la partícula de la conmixtión una cruz sobre el cáliz diciendo “Fiat commixtio” y la echa en el cáliz. El “Pax Domini” como invitación para la ceremonia del ósculo de la paz, se pone detrás de la comunión. La razón de este cambio es la interpretación alegórica del ósculo de la paz, como expresión del saludo del Resucitado que debe venir después de la conmixtión, que simboliza la resurrección de Cristo. Pues en la conmixtión se une la sangre, símbolo de vida, con el cuerpo. (Amalario, De eccl. officiis III, 31- PL 105,1151 ss.)
Por convincente que fuera esta nueva interpretación de las ceremonias, no consiguió impedir que el “Pax Domini” volviera a su puesto tradicional antes de la conmixtión, que le asignaba el primer Ordo Romanus. En cambio, el símbolismo del ósculo de la paz como saludo del Resucitado penetró tan hondo que se impuso. Consecuencia de ello fue que la fórmula “Pax Domini” quedara desligada de la ceremonia de la paz: la fórmula permaneció en su sitio pero la ceremonia del darse la paz pasó a después de la conmixtión. El “Pax Domini”, al principio con vacilación y después decididamente se consideró como fórmula de bendición que se unió durante varios siglos con la solemne bendición pontifical que procedente de la antigua liturgia galicana, se dio en este momento de la misa romana. Bendición muy parecida a las triples invocaciones con su respectivo Amén que han sido introducidas en el Novus Ordo del 69.
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Siglos IX-XIII: las oraciones privadas.
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Es la época en que por todas partes surgen las oraciones privadas para uso particular del celebrante y de los fieles. El famoso sacramentario de Amiens trae en el siglo IX la oración “Quod ore sumpsimus” para después de la comunión. En el siglo siguiente aparecen el “Corpus tuum Domine” y el “Perceptio” antes de la comunión del sacerdote, mezcladas todas ellas con más oraciones de procedencia galicana.
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Quod ore sumpsimus Domine, pura
mente capiamus: et de munere
temporali fiat nobis remedium
sempiternum.
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Corpus tuum, Domine, quod
sumpsi, et Sanguis, quem potavi,
adhaereat visceribus meis: et
praesta, ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et
sancta refecerunt sacramenta. Qui
vivis et regnas in saecula
saeculorum. Amen.
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Lo que hemos recibido, oh
Señor, con la boca, acojamoslo
con alma pura; y este don
temporal se convierta para
nosotros en remedio
sempiterno.
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Tu Cuerpo Señor, que he
comido, y tu sangre que he
bebido, se adhieran a mis
entranas; y haz que ni mancha
de pecado quede ya en mi,
después de haber sido
alimentado con un tan santo y
tan puro Sacramento: Tu que
vives y reinas por los siglos de
los siglos. Así sea.
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Perceptio Corporis tui, Domine
Jesu Christe, quod ego indignus
sumere praesumo, non mihi
proveniat in judicium et
condemnationem : sed pro tua
pietate prosit mihi ad tutamentum
mentis et corporis, et ad medelam
percipiendam. Qui vivis et regnas
cum Deo Patre in unitate Spiritus
Sancti Deus, per omnia saecula
saeculorum. Amen.
*
La comunión de tu Cuerpo,
Señor Jesucristo, que yo
indigno me atrevo a recibir
ahora, no se me convierta en
motivo de juicio y condenación;
sino que, por tu misericordia,
me sirva de protección para
alma y para cuerpo y de
medicina saludable. Tú, que
siendo Dios, vives y reinas con
Dios Padre en unidad del
Espíritu Santo, por los siglos de
los siglos. Así sea.
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Entre loa conmixtión y el ósculo de la paz se mete una oración por la paz, con lo cual el ósculo se distancia aún más del “Pax Domini”. Hacia el siglo XIII la comunión presenta el siguiente esquema:
a) Padrenuestro con su embolismo y, coincidiendo con su fórmula final, la doble fracción para obtener las tres partículas.
b) Luego, la primera conmixtión y, en las misas pontificales, la solemne bendición con su final, el Pax Domini y las cruces.
c) Canto del Agnus Dei y conmixtión a las palabras “Fiat commixtio”.
d) Oración privada por la paz.
e) Ceremonia del ósculo, en la que ahora interviene el celebrante, como representante de Cristo de quien nos viene la paz.
f) Oraciones privadas para la comunión.
g) Comunión del celebrante.
A este ceremonial que se aproxima tanto al nuestro, se le añade en el siglo XI el rezo por el celebrante del Agnus Dei, el “Panem Caelestem” y el “Domine non sum dignus”.
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Panem coelestem accipiam et
nomen Domini invocabo.
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Recibiré el Pan celestial, e
invocare el Nombre del Señor.
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Domine, non sum dignus ut intres
sub tectum meum: sed tantum
dic verbo, et sanabitur anima mea.
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Señor, yo no soy digno de que
entres en mi pobre morada, mas
di una sola palabra y mi alma será salva.
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En el siglo XII aparece la cruz que se traza con la patena durante el embolismo y la que hace el celebrante con la forma antes de tomar la comunión.
Como se ve, en evolución continua, que no siempre siguió una línea ascendente ni fue uniforme en toda la Iglesia latina, la configuración del ceremonial es parecida a la nuestra actual.
Esto no excluye que en algunas regiones y Órdenes se conservaran ritos antiguos o especiales hasta que la reforma de San Pío V se impuso.
Próximo capítulo: El "Pater Noster".
Extraído de Germinans Germinabit.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: Las Doxologías Finales El "Per quem haec omnia" y el "Per ipsum et cum ipso".

Las dos fórmulas que siguen como conclusión del canon no son oraciones propiamente dichas, son doxologías finales. Algo soterrado va este carácter en la primera fórmula “Per quem haec omnia” por ser ella una a modo de bendición particular de productos de la naturaleza que tenía lugar aquí.
Ya en San Hipólito, después de la anáfora, encontramos una referencia sobre las bendiciones de productos de la naturaleza: “Cuando alguien trae aceite, queso o aceitunas, récese sobre estas cosas una acción de gracias semejante (al canon)”. En estas palabras se refleja con toda claridad la idea primitiva de que todas las bendiciones son copia de la bendición por antonomasia que es la oración eucarística: todas ellas participan en algún grado de aquella consagradora.
Todas las antiguas fórmulas de bendición de frutos terminaban con el actual “Per quem haec omnia” (…Por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros.) que es lo único que de ellas ha pasado al canon romano.
En el primitivo canon romano, tal como la reforma litúrgica de 1969 ha querido resaltar, esta doxología empezaba con el nombre de Cristo (Per Christum Dominum nostrum, per quem haec omnia…). En el Misal de San Pío V y hasta la edición del Misal Romano de 1962 es continuación del “Per Christum Dominum nostrum. Amen” de la oración anterior, con la cual enlaza.
Las palabras “haec omnia” se refieren únicamente a los dones eucarísticos. En ellos están representados los dones de la naturaleza, pero como ya no se bendicen aquí, la frase se ha convertido en doxología de Cristo, extensiva a las Tres Personas trinitarias. Y porque todas las cosas han sido hechas en Cristo, por Cristo y para Cristo, Dios las ha hecho buenas. Esta es otra afirmación antimaniquea de las que registra el canon, pero que no pierde actualidad y puede despertar en nuestro diario vivir el sano optimismo cristiano. Por Cristo, Dios ha creado y santificado todas las cosas. Con la Encarnación de Cristo el mundo quedó ungido y santificado; unción y santificación que ahora continúa a través de los sacramentos y sacramentales, empapados todos ellos más o menos directamente en la eficacia santificadora del sacramento por excelencia, el cuerpo de Cristo.
Las expresiones “vivificas” y “benedicis” no hacen sino reforzar el “sanctificas”. A estas palabras el celebrante traza tres cruces sobre las materias sacrificiales: no es que con ellas pretendamos santificar lo que es fuente de toda santificación. Tampoco son realmente signo para señalar los dones, pues no van acompañados de sustantivos indicadores de los dones, son verbos que dicen santificación y bendición. La cruces aquí, son expresión plástica de las palabras que pronunciamos. Son una afirmación de que Cristo santifica y bendice “en y por estas ofrendas” a todos los dones que nos sirven de sustento. Se trata pues, de una sencilla afirmación, subrayada por ademanes expresivos.
La fórmula termina con el “et praestas nobis”. Es la confesión, en forma de doxología, de que todas las gracias nos vienen de Cristo, abriéndose con esto la puerta a la gran doxología final “Per ipsum et cum ipso”.
En esta fórmula final del canon “Por Él (Cristo), con él y en él…” se juntan dos elementos oracionales antiquísimos: la doxología y la fórmula de mediador. Esta combinación de alabanza (o sea doxología) con la fórmula de mediación es exclusiva del canon, como prerrogativa de la suprema oración eucarística.
La fórmula actual es la misma que en los documentos más antiguos y difiere poco de la doxología final de la anáfora de San Hipólito. Alabar por mediación de Cristo significa también obrar juntamente con Cristo e incluso en Cristo, existiendo Él en nosotros por la gracia del Espíritu Santo y nosotros en Él por su Cuerpo Místico. El verbo no va en subjuntivo como expresión de un deseo, sino en indicativo, como afirmación de una realidad: cada vez que la Iglesia se reúne en el santo sacrificio se da honra y gloria a Dios Padre, por medio de Cristo. Pero mientras en San Hipólito la gloria se da al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por medio de Cristo, en cuanto hombre, en el canon actual toda nuestra alabanza va dirigida sólo a Dios Padre (Deo Patri Omnipotente), como cabeza de la Santísima Trinidad. Las otras Personas divinas aparecen participando activamente en esta alabanza: en unión del Espíritu Santo se da por Cristo la honra y gloria a Dios Padre.
La doxología de San Hipólito, en vez de “in unitate Spiritus Sancti” se pone “in sancta Ecclesia tua”. La unión del Espíritu Santo se hace por lo tanto, en la misma Iglesia. Si Cristo es el Sumo Sacerdote de esta comunidad que por Él da gloria a Dios Padre, el Espíritu Santo es su vínculo de unión, el alma de la Iglesia.
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Evolución histórica de los gestos que acompañan el rito actual.
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En el culto estacional, el archidiácono después de incorporarse de la inclinación en la que había estado hasta las palabras “per quem haec omnia”, al oir el “Per ipsum et cum ipso” tomaba el cáliz por las asas con un pañito, y lo mantenía en alto al mismo tiempo que el Papa levantaba hasta el borde del cáliz las especies de pan, es decir los dones consagrados, Mientras pronunciaba lo demás de la doxología tocaba con ellos el cáliz.
En el siglo IX, es decir, cuando la liturgia romana se trasplanta al Imperio de los francos, empezaron a trazar con la forma unas cruces al “Per Ipsum”. En Amalario (Patrologia Latina 105, 1144 D) no son más que dos y se trazan no sobre, sino al lado del cáliz. Su razón de ser es puramente simbólica. Algo más tarde se añade una tercera cruz. En el siglo XI vemos aparecer la cuarta al “Deo Patri” y no mucho después la quinta al “in unitate Spiritus Sancti”. Existía sin embargo mucha libertad y variedad en los misales.
Parece ser que las tres primeras coincidieron al principio con la elevación de las especies y tenían por fin reforzar la misma ceremonia de mostrar al pueblo las especies, como para subrayar que allí estaba Cristo: con las cruces se enfatizaba la palabra “ipse” (ipsum,ipso).
Las otras dos cruces obedecían a razones simbólicas. Motivó su introducción la antigua rubrica que mandaba al pontífice tocar con la forma el cáliz por un lado, subrayando la identidad de ambas especies como él único cuerpo de Cristo.
Pero más tarde se complicó: empezaron a tocar el cáliz por cuatro puntos significando que el Crucificado quería atraer a Sí a los hombres de los cuatro puntos cardinales. En muchas regiones se mantuvieron sólo las tres primeras hasta el Misal de Pío V.
Más tarde y queriendo añadir el simbolismo de las llagas, se añadió una interpretación simbólica de las 5 cruces con las 5 llagas.
Otros añadieron una interpretación trinitario cristológica: la 1ª significaba la eternidad del Hijo junto al Padre; la 2ª, la igualdad; la 3ª, la consustancialidad; la 4ª, su existencia antes de la creación del mundo y la 5ª, la unidad de las Tres Personas. Pero estas interpretaciones no fueron las únicas…
Con la multiplicación de tantas cruces y tantas interpretaciones quedó como disimulado y enterrado el primitivo rito de la elevación, aunque no desapareció por completo.
Al contrario, deseosos de complacer las ansias de los fieles que querían contemplar la forma, llegaron en algunas regiones a introducir una segunda elevación en este momento.
Pare la historia de la evolución de este gesto ritual fue de importancia el que, en las misas rezadas, en las que no había diácono que elevase el cáliz, se dejase la elevación hasta después de terminar las cruces. Más tarde la intervención del diácono se redujo a sostener el brazo del celebrante durante la elevación o a tocar el pie del cáliz.
En el siglo XI apareció la rúbrica de dejar la elevación hasta el “Per omnia saecula saeculorum” y predominó durante toda la Edad Media hasta su supresión por san Pío V que prescribió la elevación a las palabras “omnis honor et gloria” expresando así con más exactitud el sentido de la ceremonia. Pero como había que colocar el cáliz sobre el altar y hacer una genuflexión entre la doxología y el “Per omnia saecula saeculorum”, este final queda separado de lo anterior. Además en las misas cantadas el canto lo enlaza con el principio del Pater noster.
Con la intención de unir más cerca el “Per omnia saecula saeculorum” con el texto de la doxología a la que pertenece, la reforma del 69 eliminó la genuflexión, que bien podría haberse trasladado al terminar la doxología en vez de suprimirse como el benedictino P. Álamo lo sugería ya en 1945 en su obra “La aclamación Amén la Biblia y en la Liturgia” (Apostolado Sacerdotal- Barcelona 1945).
También el Novus Ordo suprimió todas las cruces en un intento de subrayar el primitivo rito de la elevación de los dones con su doxología, simplificando con una sencilla elevación de los dones, que a veces se enfatiza muchísimo más., especialmente en las concelebraciones.
Cómo ya afirmé, en el nuevo gesto de separación física de los dos dones y no de elevación de los dones superpuestos como en la antigüedad, encontramos algo de aquel gesto bizantinizante de extender los brazos en cruz en el ofertorio.
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El Amén final.
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Terminada la solemne oración eucarística, se dio al pueblo, aun el la liturgia romana, ocasión de manifestar su intervención con un Amén solemne. Este Amén figura entre las prerrogativas de los cristianos que enumera Dionisio de Alejandría (mártir en 267). San Justino lo menciona en su Apología, señal de la importancia que se le daba. San Jerónimo escribió en una ocasión que ese Amén del pueblo resonaba en las basílicas romanas como un trueno del cielo, y San Agustín afirma que pronunciarlo equivale a estampar la firma debajo de un escrito. Un eco lejano de este Amen, una vez llegado el silencio del canon, se conservó en la rúbrica que manda levantar el celebrante la voz a las últimas palabras “Per omnia saecula saeculorum”, para que el pueblo pueda oír y los ayudantes, en nombre de todo el pueblo, responder “Amén”.
En la reforma litúrgica del 69 se ha puesto de relieve la importancia de este Amén, rezado o cantado solemnemente por todo el pueblo, recuperando la antiquísima tradición romana. Ya en la 2ª edición típica del Misal de Pablo VI existe la posibilidad de un énfasis aún mayor, con un triple Amén a tenor de las tres partes de la doxología:
V/ Por Cristo, con Él y en Él
R/ Amén
V/ A Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo
R/ Amén
V/ Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos
R/ Amén.
Próximo capítulo: “Síntesis de la evolución histórica de la comunión".
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Liturgia Eucarística Romana: "Nobis quoque".

Como lo hace suponer un manifiesto paralelismo con el “Communicantes”, el “Nobis quoque” tiene una relación muy cercana con el “Memento etiam”. Sin embargo el entronque de ambas oraciones, a la luz de su evolución, es difícil seguirlo. Su razón de ser es pedir también para nosotros, después de orar por los difuntos, una parte de la felicidad eterna.
Nobis quoque peccatoribus famulis tuis, de multitudine miserationum tuarum sperantibus, partem aliquam, et societatem donare digneris, cum tuis sanctis Apostolis et Martyribus: cum Joanne, Stephano, Matthia, Barnaba, Ignatio, Alexandro, Marcellino, Petro, Felicitate, Perpetua, Agatha, Lucia, Agnete, Caecilia, Anastasia, et omnibus Sanctis tuis: intra quorum nos consortium, non aestimator meriti sed veniae, quaesumus, largitor admitte. Per Christum Dominum nostrum.
Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, [Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia] y de todos los santos; y acéptanos en su compañía no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.
Pero ¿por qué precisamente en este sitio y no en el Memento de vivos o como ya hacemos en el “Communicantes”? ¿Por qué otra oración con el mismo carácter? En primer lugar hay que afirmar que el Nobis quoque es una oración más antigua que el Memento de difuntos, pero muchos siglos posterior al Supplices, constituye pues una añadidura o prolongación para pedir una comunión fructuosa, es decir poniendo en íntima relación la eucaristía con la vida eterna. Es por eso que hay que interpretar el “quoque” en el sentido de “et” (y) cosa enteramente posible en la baja latinidad. Además como se trata de una autorrecomendación del clero, enlaza perfectamente con la petición más general a favor de todos los fieles: lo hace pues, no con una fórmula independiente, si no con una frase a modo de añadido a cualquier otra oración intercesora, es decir, un apéndice.
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La lista de los santos.
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He hecho mención varias veces de la lista de los santos. Tal como la conocemos en la actualidad presupone una larga historia de formación. Los nombres de los santos Juan y Esteban, que hoy vienen los primeros de la lista, son también los más antiguos que se mencionaban en esta oración. Cuando San Gregorio (590-604) dio a la lista su forma definitiva, uno de los criterios para su reforma fue el de no repetir ningún nombre de los santos mencionados en el Communicantes. Y lo aplicó con tanta rigidez que ni siquiera repitió el de la Santísima Virgen, aunque era tradición antigua nombrarla en esta oración.
No podemos descifrar qué nombres figuraban en la lista cuando, casi un siglo y medio antes, San León Magno (440-461) hizo del apéndice “Nobis quoque” una oración independiente. Lo que sí podemos hacer es señalar en la actual lista los santos que con toda probabilidad pertenecieron a aquel elenco. Esto es fácil viendo el culto que en aquella época se daba a los santos en Roma, pues es prácticamente seguro que los santos iban entrando al compás de su culto en la Ciudad Eterna.
Pues bien, en el siglo V, en Roma gozaban de especial veneración los santos Marcelino y Pedro, cuyo sepulcro “ad duas lauros” en la vía Labicana lo adornó el papa San Dámaso con versos y cuya fiesta hemos celebrado el martes de esta semana, día 2 de junio.
Culto notable se tributaba entonces también a las santas Inés y Cecilia. Constantina, la hija del emperador Constantino, levantó una basílica sobre la tumba de la primera, el llamado Mausoleo de Constantina o Santa Inés Extramuros.
Santa Cecilia fue venerada desde muy antiguo en las catacumbas de San Calixto, hasta que con la construcción de un gran templo en el Trastevere su culto cobró nuevos vuelos.
Gozaba de cierta veneración una santa Felicidad, noble dama romana, cuyo sepulcro lo convirtió en oratorio el papa Bonifacio I. Su fiesta se celebra el 23 de noviembre. Estos siete santos serían con toda probabilidad los primeros santos que entraron en el “Nobis quoque”. La lista de los santos de la Iglesia milanesa los trae todavía en el siguiente orden cronológico: Juan y Esteban, Pedro, Marcelino, Inés, Cecilia y Felicidad.
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La reforma de la lista por San Gregorio.
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En el siglo V y durante el VI se fueron añadiendo a esta lista inicial más y más nombres, hasta que a fines de la sexta centuria San Gregorio Magno dio a ambas listas su forma definitiva. Así como en el Communicantes fijó el número de santos en dos veces doce, en el Nobis quoque lo limitó a dos veces siete. Tradicionalmente se mencionaban al principio los apóstoles, por eso había que poner también ahora los nombres de algunos de ellos. El principio de no repetir ningún nombre del Communicantes, obligó a San Gregorio a poner entre los apóstoles algunos que no pertenecían al número de los Doce, figuran pues como tales los santos Matías y Bernabé. Como representantes de los apóstoles parecía lógico que el primer puesto de la lista se les reservara para ellos, pero ya estaba ocupado por los santos Juan Bautista y Esteban y resultaba violento quitarlos. Seguramente a esto se debe el “cum” delante de San Juan o sea el repetir otra vez esta preposición después de haber dicho ya: “cum sanctis apostolis”, como si se debiera corregir la frase.
Faltaban dos para completar el número de los siete: los santos Ignacio y Alejandro. El nombre de San Ignacio de Antioquia no entraría espontáneamente en la lista por faltarle el culto en Roma pero San Gregorio lo metería recordando sus relaciones históricas con la Iglesia Romana.
Por lo que se refiere a San Alejandro, que es del grupo de los siete mártires que se celebran el 10 de junio, quizá se añadió ya antes, quizá por el papa Símaco (498-514) de quien se sabe se interesó por sus monumentos en Roma.
En el grupo de las siete mártires, a las santas Inés, Cecilia y Felicidad, el Papa Gregorio añadió los nombres de las santas de Sicilia, Águeda y Lucía, probablemente porque la Iglesia Romana tenía allí en tiempos de San Gregorio Magno grandes posesiones y fue entonces cuando su culto pasó a Roma.
El juntar al nombre de la Santa Felicidad romana el de la africana Perpetua obedece al hecho que en la hagiografía ambos nombres, es decir el de la noble Perpetua y su criada Felicitad van unidos y ya entonces confundían en Roma ambas santas, es decir la Felicidad, dama romana, con la africana Felicitas, criada de Perpetua. Lo que nos hace reconocer que la santa Felicidad del canon es la romana y no la africana es el orden inverso con el se nombra, ya que las africanas son nombradas siempre como Perpetua y Felicidad, mientras en el canon se nombran Felicidad y Perpetua.
Santa Anastasia es la mártir de Sirmio, cuyo cuerpo se trasladó en 460 a Constantinopla y llegó a ser muy venerado allí. Bajó la dominación bizantina en Italia (siglo VI) se le dio también en Roma mucho culto.
Así pues el orden jerárquico de la lista acabó siendo en siguiente: después de los santos Juan y Esteban, los “apóstoles” Matías y Bernabé, luego el obispo y mártir San Ignacio, al que se junta San Alejandro, sacerdote y mártir. Los dos siguientes solían enumerarse como “Pedro y Marcelino”, pero como Marcelino era sacerdote y Pedro, exorcista, se cambió el orden tradicional.
En las santas, como no cabe orden jerárquico, se ponen en lugar las dos señoras, Felicidad y Perpetua, luego las dos vírgenes sicilianas, Águeda y Lucía, a continuación las dos romanas, Inés y Cecilia y finalmente, Anastasia, oriunda de la Pannonia, parte oriental del Imperio.
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El rito exterior: el “Nobis quoque peccatoribus” en voz alta y el golpe de pecho.
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Al llegar al “Nobis quoque peccatoribus” el sacerdote levanta la voz. Las primeras noticias de esta costumbre se remontan al siglo IX cuando el canon se empezó a recitar en voz baja. Es un caso típico de pervivencia rubricista, aún habiendo desaparecido hace mucho tiempo el motivo que dio origen a la ceremonia, que no era otro que mandar a los subdiáconos que estaban inclinados durante el canon en fila al lado opuesto del altar exento, frente al celebrante, ocupasen sus puestos anteriores con el fin de que asistieran a la fracción, Esta norma siguió observándose aún desaparecida la fracción del pan, a partir de la primera mitad del siglo IX, cuando ya no era útil ese ministerio subdiaconal. Como se recitaba el canon en voz baja fue necesario levantar la voz al “Nobis quoque”. En el denso ambiente alegórico de entonces también a esta ceremonia alcanzó la alegoría: significaba la exclamación del centurión al pie de la cruz.
Al Nobis quoque acompaña otra ceremonia antigua: el golpe de pecho al decir estas palabras. Es sencillamente un modo de presentarse ante Dios, no con un gesto arrogante, sino con un humilde ademán, mezcla de arrepentimiento. Nunca como en estas circunstancias cae mejor la actitud humilde del sacerdote a las palabras “nobis quoque peccatoribus”, referidas a así mismo, presentándose como pecador.
Próximo capítulo: “Las Doxologías Finales El "Per quem haec omnia" y el "Per ipsum et cum ipso".
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 29 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Memento Etiam”.

Es profundamente humano el que, al terminada la acción sacrificial nos dirijamos al Señor para pedirle por nuestras necesidades y por las de los nuestros, vivos y difuntos.
Memento etiam, Domine, famulorum, famularumque tuarum N. et N. qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et omnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucis et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen.
Acuérdate también, Señor, de nuestros hermanos difuntos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. (Aquí se puede hacer un memento por los difuntos) A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz. [Por Cristo, nuestro Señor. Amén]
El “Memento etiam” pertenece a las primeras oraciones intercesoras intercaladas en el mismo canon, probablemente en el siglo IV. No penetraron en él, desde fuera, como el Memento de vivos y el “Communicantes”, que provenían de la oración común de los fieles en disolución, sino que nacieron en el mismo canon o, mejor dicho, inmediatamente después del canon. En las liturgias orientales (Eucologio de Serapión y Constituciones Apostólicas, ambas del siglo IV) se encontraban en este mismo sitio semejantes súplicas además de la oración común de los fieles. Las mencionan San Cirilo de Jerusalén y San Juan Crisóstomo.
San Agustín dice que es antigua costumbre el hacer la conmemoración de los difuntos en la misa. Las misas de difuntos se conocían ya por el año 170. Se celebraban el tercer día después de la muerte en el mismo mausoleo. La costumbre de celebrar los aniversarios está documentada para época más antigua. Tertuliano habla de esa costumbre. Las misas de día séptimo y trigésimo aparecen en el siglo IV. Es probable que la celebración de la misa viniera a sustituir a la antigua cena conmemorativa, el llamado “refrigerium”, que se tomaba junto al sepulcro. Esta cena se celebraba todavía en los siglos III-IV en Roma junto al sepulcro de los apóstoles Pedro y Pablo.
La costumbre de celebrar una serie de misas por los difuntos se debe a San Gregorio Magno, que narra cómo le había contado el obispo Félix de un sacerdote piadoso de Civitavecchia que quería regalar dos panes a un hombre que le había servido en los baños públicos. El desconocido le rogó dijese en su lugar misas por él, pues era un alma en pena. En efecto, así lo hizo el sacerdote celebrando a diario durante una semana la misa por él. En otro lugar refiere que se dijeron por un monje treinta misas seguidas, al fin de las cuales se apareció el monje para anunciarle su liberación del purgatorio.
Con todo, buena parte de los documentos más antiguos que poseemos, por ejemplo el Sacramentario Gregoriano (el enviado por el papa Adriano a Carlomagno) no traen el “Memento etiam”. Se cree que la explicación de este hecho sorprendente hay que buscarla en el hecho de que esta oración, por antigua que fuera, como no se rezaba en las misas de domingos y fiestas, dejó de registrarse en los sacramentarios, destinados exclusivamente al culto pontifical. En cambio, es reportada por el Misal de Bobbio (hacia el 700) compuesto por monjes irlandeses para su uso privado en las peregrinaciones por toda Europa.
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Explicación del texto.
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El “etiam” ( también) que sigue a la palabra “Memento” (Acuérdate) se refiere a la súplica anterior de que hagamos una comunión provechosa. Pedimos que Dios no se olvide de los que estando en comunión con Cristo, no pueden tomar su cuerpo sacrosanto. Se nos han adelantado sellados con la fe: “praecesserunt cum signo fidei”. Aunque con estas palabras se alude en primer término al carácter bautismal, sello de la fe que les ha asegurado la entrada en la vida eterna, la conservación de este sello, la gracia santificante, se debe a la comunión, en la que se reaviva continuamente y se aumenta. Existe pues, una estrecha relación entre la mención de la comunión y la alusión al bautismo, porque el sello de la fe es símbolo de toda la vida sacramental del hombre. De ahí que la idea invertida en estas palabras venga a coincidir plenamente con la que queremos indicar cuando ponemos en las esquelas mortuorias la advertencia de que el difunto recibió los últimos sacramentos.
Aleccionada por el Señor, la Iglesia llama “sueño de la muerte” (Mateo 9,24; Jn. 11,11). Aún no han llegado al lugar destinado para ellos, la mansión de los bienaventurados. Por eso le pedimos a Dios les conceda lugar de refrigerio y de paz. “Refrigerium” significaba en la antigüedad pagana una ofrenda de agua con la que se pretendía proporcionar alivio a los difuntos.
Luego pasó a significar la cena fúnebre, que se celebraba sobre las tumbas, y en la actualidad semántica quiere decir el estado de bienaventuranza que les deseamos. Como sinónimos se añaden las palabras “luz y paz”.
Estas expresiones delatan la antigüedad de nuestra oración, que se remonta a los primeros siglos cristianos. En siglos posteriores no hubieran empleado estos términos de procedencia literaria pagana.
A continuación de la palabra “pacis” tenía lugar la lectura de los nombres. El N. et N. actual, o sea el equivalente a “ill et ill” lo metió Alcuino a fines del siglo VIII después de las palabras “famulorum famularumque tuarum”. Estas palabras se remontan a tradición romana antigua. Fue también Alcuino el que introdujo el “Memento etiam” con carácter fijo, si bien es verdad que esta innovación no se universalizó hasta siglos más tarde.
Por el carácter del “Memento” como oración propia de las misas votivas y por figurar definitivamente en el canon cuando este empieza a rezarse en voz baja, la mención de los difuntos se hizo generalmente también en silencio. No faltan, sin embargo, testimonios de que se decían en alta voz.
Al finalizar la oración, el celebrante inclina la cabeza al recitar la fórmula final “Per Christum Dominum Nostrum”. Es la única vez que lo hace en ésta fórmula, que se repite tantas veces en el canon. La interpretación alegórica que tanto influjo tuvo en la explicación de las rúbricas de la misa, seguramente provocó este gesto de inclinación de cabeza para dramatizar el momento del sacrificio cuando Cristo, inclinando su cabeza, entregó su espíritu.
Próximo capítulo: “Nobis quoque”.
Extraído de Germinans Germinabit.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Supplices”.

La oración siguiente “Supplices te rogamus ac petimus”, con la petición de que los ángeles presenten en el ara del cielo nuestra oblación, se encuentra resumida en una sola frase en el fragmento del canon que nos ha conservado San Ambrosio, intercalada en la misma oración. Dice allí: “…ut hanc oblationem suscipias in sublimi altari tuo per manus angelorum tuorum, sicut suscipere dignatus es…” (que recibas esta oblación en tu sublime altar por manos de tus ángeles, así como te has dignado recibir las ofrendas de tu siervo…)
Se conoce que la idea de expresar por última vez la súplica de aceptación mediante esta bella imagen tomada de Apocalipsis 8,3-5 cayó tan bien en el siglo V que la transformaron en oración independiente, acentuando el dramatismo de la frase: “Te suplicamos, humildemente, ¡oh Dios Todopoderoso!, mandes sean llevados estos dones por mano de tu (santo) Ángel a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu Divina Majestad” (nótese que la adición del epíteto “santo” no se añadió sino después de adoptar los francos la liturgia romana).
La idea que bulle en esta imagen es que no se puede considerar el sacrificio como aceptado, y por tanto quedaría inacabado, de no haberlo tomado por suyo Dios Nuestro Señor. Esto es lo que se quiere expresar y se suplica con la imagen del altar celestial, lugar de entera propiedad de Dios, mientras que el altar terrenal todavía es de los hombres. El que de un modo en nuestra ofrenda intervengas los ángeles, parece muy natural y conveniente, aunque en concreto ignoremos la naturaleza de esta intervención. Hay sin embargo un dato curioso y es que al constituirse esta oración en autónoma en el siglo V, se puso en vez de “angelorum tuorum” (tus angeles) “Angeli tui”. Señal evidente que en la antigüedad se le daba a la frase una interpretación más concreta, refiriéndola a Cristo. Resulta aleccionador comparar nuestro texto con el introito de la Misa del Día de Navidad “Puer natus est”, redactado también en el siglo V, en el que basándose en el texto de Isaías se nombra a Cristo como “Angelus Magni Consilii” (Angel del Gran Consejo). Es más que probable que interviniera en ambos pasajes el papa San León.
Otros, influenciados por la liturgia galicana, querían ver en esta oración la “epíclesis” romana, por lo que aplicaron lo del Ángel al Espíritu Santo.
Al transformar finalmente la frase que encontramos en San Ambrosio en esta oración independiente, se sintió la necesidad de dar al canon un final más armónico y que hiciera a la vez de transición a la comunión. Esta es la causa de poner a modo de una segunda parte la petición de una comunión fructuosa: “para que todos cuantos participando de esta altar recibiéremos el sacramento del cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia del cielo”. Esta es una manera quizá algo rápida de pasar de la consagración a la comunión, pero se encuentra ya en San Hipólito. Y es un eco de cómo se concebía antiguamente la comunión: como un punto final de la oración eucarística ( de la llamada “oblatio”) cuando aún estaba lejos de formar una sección independiente.
Nuestra comunión se describe como “participación de este altar” (ex hac altaris participatione). Las palabras se refieren claramente al altar recientemente aludido que es el altar celeste sobre el que han sido depositadas nuestras ofrendas. En el momento en que Dios las ha aceptado, ya no son nuestras, sino de Dios y como dones de Dios, Él nos los devuelve, convertidos ya en su propia naturaleza, es decir nos regala el don divino de sí mismo.
El “Supplices” como oración oblativa, se expresa con el mismo rito exterior que la mayor parte de las otras oblaciones: con el cuerpo profundamente inclinado. Según los documentos más antiguos, también la oración “Supra quae” que antecede a esta, se decía de la misma manera, pues al fin y al cavo es una oración tan oblativa como esta.
A la inclinación profunda se añade el beso del altar, signo de respetuosa veneración. Y porque acto seguido se hace mención de los dones presentes, el celebrante traza sobre ellos dos cruces, lo mismo que en los otros casos.
Cruces que, a diferencia de las otras estudiadas, no son de origen romano, sino que aparecen en la época carolingia de modo esporádico, faltando en muchos manuscritos del siglo XIII. Finalmente la cruz con que el celebrante se santigua al “omni benedictione caelesti” viene de fines del siglo XIV o inicios del XV.
Próximo capítulo: “Memento Etiam”.
Extraído de Germinans Germinabit.

sábado, 22 de agosto de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Supra quae”.

Después de realizar un acto de oblación, manifestado en la oración “Unde et memores,Domine”, ahora corresponde por parte de Dios el de aceptación. No es que Dios tenga que aceptar inmediatamente. En el modo en el que los hombres ofrecemos el sacrificio hay demasiada impureza. Debido a nuestros pecados únicamente se lo podemos ofrecer indignamente. Es sacrificio de Cristo, desde luego, pero en cuanto también es sacrificio nuestro, no corresponde siempre a lo que Dios debiera esperar en tan augusto momento. Por eso rogamos a Dios que mire benignamente nuestra ofrendas: “Sobre las cuales dígnate mirar con rostro propicio y sereno; y acéptalas como te dignaste aceptar los dones de tu siervo, el justo Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquísedec, santo sacrificio, hostia inmaculada”.
Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec.
(sobre la traducción castellana del canon romano hay mucho que decir y escribir, valga esta reflexión de un prestigioso dominico el P. Calmel).
La comparación del presente sacrificio con los de los tres hombres preclaros del Antiguo Testamento, poniendo aquellos sacrificios como modelo para el nuestro, refuerza la idea de que, junto a sacrificio de Cristo es sacrificio nuestro y de la Iglesia, ya que en cuanto sacrificio de Cristo está muy por encima de los del Antiguo Testamento y aquellos no pueden servir como ejemplo para el de Cristo. Sí para el nuestro.
No nos extraña que esta oración haya sido impugnada fuertemente por los reformadores protestantes del siglo XVI, echando en cara a los católicos el atribuirse el papel de mediadores entre Cristo y Dios Padre, al rogarle que reciba benignamente el sacrificio de su Hijo. Aludimos a este clásico reparo protestante para que caigamos más en la cuenta del porqué del rechazo de muchos sacerdotes progresistas filo-modernistas actuales a recitar el canon romano en la celebración eucarística.
Decirles a unos y otros, salvadas las distancias temporales, que los tres sacrificios veterotestamentarios no son considerados modelos, sino que sabiendo que su sacrificio fue grato a Dios, rogamos que también lo sea el nuestro, prescindiendo de su valor intrínseco.
Tres son las figuras que se mencionan:
a) el justo Abel: que ofreció a Dios las primicias de sus rebaños, víctima él mismo de los celos de su hermano, y por eso tipo de Cristo.
b) el patriarca Abrahán: héroe de obediencia, que para cumplir en su sentido más profundo el sacrificio, estaba dispuesto a sacrificar lo que le era más querido que su propia vida, es decir, la de su único hijo. Por eso es tipo del Padre celestial. De ahí lo inadecuado de traducir “patriarca” por “nuestro padre en la fe”. Porque lo que realmente quiere subrayar la oración no es que nuestra fe y nuestro sacrificio se parezca al de Abrahan, sino que en el sacrificio de Cristo se repite, magnificado claro está, el sacrificio de un Padre que no ahorra siquiera la vida de su propio Hijo, pero al cual, como en el caso de Abrahán al serle devuelto con vida Isaac, le es devuelta la víctima que es Cristo, al resucitar este.
c) Melquisedec: que fue el “sumo sacerdote” que ofreció pan y vino, y que por eso es tipo del sacrificio eucarístico, el de la Última Cena y el de todos los días.
Los tres personajes no se mencionan sólo porque su sacrificio fue grato a Dios, sino además, y con preferencia, porque son tipos del de Dios Padre, del de Cristo y del nuestro en el sacrificio de la Misa.
Esto es lo que debió impulsar a los artistas de Ravena a elegirlos como motivo de inspiración. Es más que probable que esos mosaicos del siglo VI se refieran a nuestro canon romano, apoyada dicha tesis en el hecho de que allí se encuentran representados los santos que figuran en primer término en la lista del canon.
Termina la oración con las palabras “sanctum sacrificium, immaculatam hostiam” se encuentran en oposición al “sacrificium quod tibi obtulit” (el sacrificio que te ofreció…) referencia al de Melquisedec y al de todos los sacrificios veterotestamentarios. Esto se confirma por el hecho de que no se señalan las ofrendas presentes con una cruz como las otras veces, cuando se pronuncian palabras que se refieren al sacrificio presente. Se trata sin duda de una adición posterior, a juzgar por el modo de redactarse esta oración en la liturgia mozárabe, en la que faltan dichas palabras. El Liber Pontificalis atribuye la adición a San León Magno, seguramente motivado por la necesidad de luchar contra las tendencias de los herejes maniqueos para los cuales toda materia era obra de los demonios y por eso la rechazaban, y en particular el uso del vino aún para la consagración. (leer de San León Magno, el sermón 4 de Quadr. : PL 54, 279 ss.)
La traducción castellana del canon romano ha traducido: “la oblación pura”. Desearía que alguien me explicase cómo y porqué. ¿Qué tenía de malo la traducción “sacrificio santo, hostia inmaculada”? Este es uno de los tantos misterios que alguien algún día debería desvelarnos.
Próximo capítulo: “Supplices”.
Extraído de Germinans Germinabit.