sábado, 19 de diciembre de 2009
domingo, 13 de diciembre de 2009
martes, 17 de noviembre de 2009
Liturgia Eucarística Romana: Las oraciones de León XIII.
Adición recientísima que dio lugar a una abundante literatura rubricista son las oraciones de Leon XIII también llamadas por esa razón “preces leoninas”.
En sí consideradas son el último brote de la tendencia, siempre viva en la Iglesia, a añadir en tiempos de aflicción nuevas súplicas, de suyo pasajeras, pero que luego adquieren carta de permanencia. Ya hemos ido enumerando al paso las más importantes en el curso de los siglos, por ejemplo, las que se añadieron al canon por el siglo V; las de los kyries en el siglo VII, las oraciones por la paz y Tierra Santa entre el Paternóster y el embolismo o después del “Libera nos” en diversas épocas de la Edad Media.
Acostumbrados a la invariabilidad del canon y aún de toda la misa, cuando en el siglo pasado se presentaron nuevas intenciones urgentes no se atrevieron a buscarles un sitio dentro de la misa, y por eso las añadieron después de ella. Tal vez ha influido en esta decisión el deseo de que las rezase el pueblo entero y no sólo el celebrante; y como el pueblo no intervenía ya en las oraciones de la misa, no quedaba más solución que añadirlas al final.
A pesar de todo, en estas preces el pueblo únicamente interviene en las avemarías, la salve y la jaculatoria final. Lo demás lo reza el celebrante generalmente en latín.
Por la misma razón, es decir, para que el pueblo pueda tomar parte de ellas, se les ha dado una forma más popular rezando por delante tres veces el avemaría con la Salve. A la antífona se le añade, como de costumbre, un versículo y la oración sacerdotal “Deus refugium nostrum et virtus”.
En sí consideradas son el último brote de la tendencia, siempre viva en la Iglesia, a añadir en tiempos de aflicción nuevas súplicas, de suyo pasajeras, pero que luego adquieren carta de permanencia. Ya hemos ido enumerando al paso las más importantes en el curso de los siglos, por ejemplo, las que se añadieron al canon por el siglo V; las de los kyries en el siglo VII, las oraciones por la paz y Tierra Santa entre el Paternóster y el embolismo o después del “Libera nos” en diversas épocas de la Edad Media.
Acostumbrados a la invariabilidad del canon y aún de toda la misa, cuando en el siglo pasado se presentaron nuevas intenciones urgentes no se atrevieron a buscarles un sitio dentro de la misa, y por eso las añadieron después de ella. Tal vez ha influido en esta decisión el deseo de que las rezase el pueblo entero y no sólo el celebrante; y como el pueblo no intervenía ya en las oraciones de la misa, no quedaba más solución que añadirlas al final.
A pesar de todo, en estas preces el pueblo únicamente interviene en las avemarías, la salve y la jaculatoria final. Lo demás lo reza el celebrante generalmente en latín.
Por la misma razón, es decir, para que el pueblo pueda tomar parte de ellas, se les ha dado una forma más popular rezando por delante tres veces el avemaría con la Salve. A la antífona se le añade, como de costumbre, un versículo y la oración sacerdotal “Deus refugium nostrum et virtus”.
*
Oremos.
Oremos.
*
Oh Dios, nuestro refugio y fortaleza! Mira propicio al pueblo que a Ti clama; y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, de San José, su esposo, y de tus santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los Santos; Escucha misericordioso y benigno las suplicas que te dirigimos pidiéndote la conversión de los pecadores, la exaltación y libertad de ;a Santa Madre Iglesia. Por J. N. S. R/ Amén.
*
En un principio se rezaba únicamente una oración al final. La otra la mandó Pío IX el año 1859 a sus súbditos temporales ante los crecientes peligros que amenazaban los Estados Pontificios.
Como apoyo en su lucha contra el Kulturkampf alemán, León XIII prescribió estas oraciones para todo el orbe católico el año 1884. Aún conseguido en lo esencial este objeto, no se han suprimido, sino que se les ha dado una intención más general: la protección de la Iglesia y la conversión de los pecadores. León XIII añadió en 1886 la invocación a San Miguel a modo de exorcismo, que termina con la petición de que San Miguel arroje al diablo en el infierno.
*
En un principio se rezaba únicamente una oración al final. La otra la mandó Pío IX el año 1859 a sus súbditos temporales ante los crecientes peligros que amenazaban los Estados Pontificios.
Como apoyo en su lucha contra el Kulturkampf alemán, León XIII prescribió estas oraciones para todo el orbe católico el año 1884. Aún conseguido en lo esencial este objeto, no se han suprimido, sino que se les ha dado una intención más general: la protección de la Iglesia y la conversión de los pecadores. León XIII añadió en 1886 la invocación a San Miguel a modo de exorcismo, que termina con la petición de que San Miguel arroje al diablo en el infierno.
*
S.: San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sed nuestro amparo contra la maldad y acechanzas del demonio. reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. R/ Amén.
*
Lo que motivó esta nueva adición parece ser que fue una nueva amenaza contra la Santa Sede por parte de la francmasonería. Contrasta fuertemente con ese final otra añadidura posterior, de inspiración privada, pero que luego generalizó en el año 1904 San Pío X: “Sagrado Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros”.
Es notable el carácter de urgencia de estas oraciones que no se pueden omitir, en las misas rezadas, ni siquiera en las fiestas más solemnes del año litúrgico. Sin embargo no se dicen en las misas cantadas o solemnes, ni en las conventuales ni en las votivas no privadas. En su forma y el modo de rezarlas, es decir de rodillas, se distinguen claramente de las demás oraciones de la misa, por la insistencia con que se urge su rezo.
Lo que motivó esta nueva adición parece ser que fue una nueva amenaza contra la Santa Sede por parte de la francmasonería. Contrasta fuertemente con ese final otra añadidura posterior, de inspiración privada, pero que luego generalizó en el año 1904 San Pío X: “Sagrado Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros”.
Es notable el carácter de urgencia de estas oraciones que no se pueden omitir, en las misas rezadas, ni siquiera en las fiestas más solemnes del año litúrgico. Sin embargo no se dicen en las misas cantadas o solemnes, ni en las conventuales ni en las votivas no privadas. En su forma y el modo de rezarlas, es decir de rodillas, se distinguen claramente de las demás oraciones de la misa, por la insistencia con que se urge su rezo.
sábado, 14 de noviembre de 2009
Liturgia Eucarística Romana: Elementos adicionales: El último Evangelio.
Instrumento de bendición: tres razones.
*
Es costumbre antiquísima considerar los primeros párrafos de un libro como expresión del libro entero. Por ejemplo, en el breviario cuando por cualquier motivo no se podía leer todo el libro en la lectura de la Sagrada Escritura, se recitaban por lo menos en una de las lecciones las primeras frases añadiéndose después un “et reliqua” ( y el resto).
Por otra parte, de antiguo a la simple lectura o escucha de la palabra de Dios se le atribuye cierta virtud santificadora como si fuera una bendición. Finalmente, existe una inclinación humana a mirar con más respeto y veneración todo texto que venga como envuelto en el cendal del misterio.
Estos tres elementos pueden explicar por qué al prólogo de San Juan no sólo se le ha mirado desde antiguo con una especial veneración, sino también por qué la Edad Media lo usaba como vehículo de bendición. Solían servirse de objetos sagrados para con ellos bendecir, lo mismo que se valían de la lectura de las misteriosas palabras de San Juan contra los males espirituales y temporales. Costumbre difundidísima fue la de leer el prólogo de ese evangelio sobre los enfermos y los niños. Más tarde se valdrá de esta misma costumbre San Francisco Javier en la India y lo recomendará a sus compañeros. Si añadimos la confianza que en dicho texto sagrada tenían contra las tormentas, comprenderemos de una vez la insistencia con que pedían los fieles se leyera después de terminada la misa como si se tratara de una bendición más.
La primera vez que se menciona su lectura en el cuadro de la liturgia de la misa es en el ordinario de los dominicos del año 1256. A los dominicos se debe, en efecto, la difusión de esta práctica. Gozaba de tal prestigio en el siglo XIII que cuando dichos religiosos fueron enviados a Armenia para tratar de la unión, consiguieron se adoptara en aquella liturgia; y en ella arraigó tan fuertemente que no desapareció ni aún rota de nuevo la unidad en el año 1380.
Es costumbre antiquísima considerar los primeros párrafos de un libro como expresión del libro entero. Por ejemplo, en el breviario cuando por cualquier motivo no se podía leer todo el libro en la lectura de la Sagrada Escritura, se recitaban por lo menos en una de las lecciones las primeras frases añadiéndose después un “et reliqua” ( y el resto).
Por otra parte, de antiguo a la simple lectura o escucha de la palabra de Dios se le atribuye cierta virtud santificadora como si fuera una bendición. Finalmente, existe una inclinación humana a mirar con más respeto y veneración todo texto que venga como envuelto en el cendal del misterio.
Estos tres elementos pueden explicar por qué al prólogo de San Juan no sólo se le ha mirado desde antiguo con una especial veneración, sino también por qué la Edad Media lo usaba como vehículo de bendición. Solían servirse de objetos sagrados para con ellos bendecir, lo mismo que se valían de la lectura de las misteriosas palabras de San Juan contra los males espirituales y temporales. Costumbre difundidísima fue la de leer el prólogo de ese evangelio sobre los enfermos y los niños. Más tarde se valdrá de esta misma costumbre San Francisco Javier en la India y lo recomendará a sus compañeros. Si añadimos la confianza que en dicho texto sagrada tenían contra las tormentas, comprenderemos de una vez la insistencia con que pedían los fieles se leyera después de terminada la misa como si se tratara de una bendición más.
La primera vez que se menciona su lectura en el cuadro de la liturgia de la misa es en el ordinario de los dominicos del año 1256. A los dominicos se debe, en efecto, la difusión de esta práctica. Gozaba de tal prestigio en el siglo XIII que cuando dichos religiosos fueron enviados a Armenia para tratar de la unión, consiguieron se adoptara en aquella liturgia; y en ella arraigó tan fuertemente que no desapareció ni aún rota de nuevo la unidad en el año 1380.
No nos imaginemos, sin embargo, que la costumbre de leer al final de la Misa un trozo del Evangelio fuera costumbre universal y menos la preferencia por el prólogo de San Juan. Durante toda la Edad Media rivalizó con él aquella lectura de las fiestas de la Virgen: Loquente Iesu ad turbas.
La primera congregación general de la Compañía de Jesús, cuando trató de unificar el rito dentro de la Orden, discutió también esta cuestión, y dejó finalmente libertad para escoger entre las dos perícopas evangélicas, puesto que ni siquiera en los círculos competentes de Roma había uniformidad de pareceres. Los cartujos no lo dicen ni aún ahora, como tampoco dan la bendición final.
En algunos sitios a veces consideraban la perícopa como antífona, haciéndola seguir de un versículo y de la oración “Protector in te sperantium” del 3º domingo después de Pentecostés.
Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.
A pesar de todo, se ha conservado en la liturgia el recuerdo de la finalidad primitiva del prólogo de San Juan: el obispo después de iniciado en el altar lo sigue recitando camino de la sede, no como evangelio, sino como una simple fórmula de oración, mientras va desvistiéndose de los sagrados ornamentos.
El último evangelio no es la última bendición ya en la frontera de la Misa. Según las diversas regiones y países existen otras muchas bendiciones adicionales, como por ejemplo, la del tiempo, que se da de cruz a cruz, con un “lignum crucis” contra las tempestades.
Existe otra costumbre más antigua con carácter de bendición, especialmente en Francia: el reparto del pan bendito. En las liturgias orientales se llama “antidoron” (antiguamente: eulogias), Su mismo nombre nos está indicando que se considera como una devolución de la ofrenda hecha en el ofertorio. En Occidente se conservó esta costumbre en muchos lugares hasta finales del siglo XIX. Veían en ella con frecuencia una especie de comunión, hasta el punto que en su presentación exterior no se distinguía a veces de las formas consagradas. En España y concretamente en Catalunya eran muchas las fiestas en las que al final, como último rito en el altar, se distribuía el “pa beneït”, dulce o salado, en formas de pequeños roscos o bollitos, con o sin aceite, la mayoría en honor de algún santo en su festividad.
La primera congregación general de la Compañía de Jesús, cuando trató de unificar el rito dentro de la Orden, discutió también esta cuestión, y dejó finalmente libertad para escoger entre las dos perícopas evangélicas, puesto que ni siquiera en los círculos competentes de Roma había uniformidad de pareceres. Los cartujos no lo dicen ni aún ahora, como tampoco dan la bendición final.
En algunos sitios a veces consideraban la perícopa como antífona, haciéndola seguir de un versículo y de la oración “Protector in te sperantium” del 3º domingo después de Pentecostés.
Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.
A pesar de todo, se ha conservado en la liturgia el recuerdo de la finalidad primitiva del prólogo de San Juan: el obispo después de iniciado en el altar lo sigue recitando camino de la sede, no como evangelio, sino como una simple fórmula de oración, mientras va desvistiéndose de los sagrados ornamentos.
El último evangelio no es la última bendición ya en la frontera de la Misa. Según las diversas regiones y países existen otras muchas bendiciones adicionales, como por ejemplo, la del tiempo, que se da de cruz a cruz, con un “lignum crucis” contra las tempestades.
Existe otra costumbre más antigua con carácter de bendición, especialmente en Francia: el reparto del pan bendito. En las liturgias orientales se llama “antidoron” (antiguamente: eulogias), Su mismo nombre nos está indicando que se considera como una devolución de la ofrenda hecha en el ofertorio. En Occidente se conservó esta costumbre en muchos lugares hasta finales del siglo XIX. Veían en ella con frecuencia una especie de comunión, hasta el punto que en su presentación exterior no se distinguía a veces de las formas consagradas. En España y concretamente en Catalunya eran muchas las fiestas en las que al final, como último rito en el altar, se distribuía el “pa beneït”, dulce o salado, en formas de pequeños roscos o bollitos, con o sin aceite, la mayoría en honor de algún santo en su festividad.
*
Abolición del último evangelio.
Abolición del último evangelio.
*
Indicio definitivo en la curva evolutiva del último evangelio lo tenemos en su supresión ya en el Ordo Sabbati Sancti de 1951 para la misa de este día y su definitiva eliminación en el primer Decreto que la Comisión para la reforma litúrgica dio en 1964 y que entró en vigor el 7 de marzo del 65.
En el Misal de Pablo VI de 1969 queda definitivamente abrogado.
Próximo capítulo: Las oraciones de León XIII.Indicio definitivo en la curva evolutiva del último evangelio lo tenemos en su supresión ya en el Ordo Sabbati Sancti de 1951 para la misa de este día y su definitiva eliminación en el primer Decreto que la Comisión para la reforma litúrgica dio en 1964 y que entró en vigor el 7 de marzo del 65.
En el Misal de Pablo VI de 1969 queda definitivamente abrogado.
Extraído de Germinans Germinabit.
jueves, 29 de octubre de 2009
Liturgia Eucarística Romana: Despedida del altar y Bendición final.
En el culto estacional.
*
Lo que más llama la atención en el ceremonial del final de la Misa en la hoy llamada forma extraordinaria del rito romano, es decir el misal de 1962, es que el celebrante invita primero a los fieles a que se retiren y luego les da la bendición. Cuando explicamos antes la oración sobre el pueblo, vimos que no era éste el orden primitivo en el rito de despedida. Después de la poscomunión, verdadera bendición final, se daba el aviso de que se retiraran y en seguida se formaba la procesión para el regreso a la sacristía. Solían, sin embargo, acercarse los fieles al papa para pedirle una bendición especial, cuando bajaba al altar. Es más, todo esto se hacía con un verdadero rito: inmediatamente antes de ponerse en marcha la procesión, primero los obispos y luego por su orden los sacerdotes, los monjes y los cantores de la schola pedían con un “Jube, domine benedicere” (Dígnate, señor, bendecidnos). A continuación se acercaban también los abanderados, los pajes de hacha, acólitos, los que tenían cuidado de la barandilla, crucíferos y demás funcionarios del servicio papal. En el fondo es lo mismo que hacen actualmente los fieles cuando un prelado sale de la iglesia al final de una solemnidad: forman un pasillo y se postran para recibir la bendición. De aquella bendición pues, arranca la historia que condujo a la actual bendición final.
Lo que más llama la atención en el ceremonial del final de la Misa en la hoy llamada forma extraordinaria del rito romano, es decir el misal de 1962, es que el celebrante invita primero a los fieles a que se retiren y luego les da la bendición. Cuando explicamos antes la oración sobre el pueblo, vimos que no era éste el orden primitivo en el rito de despedida. Después de la poscomunión, verdadera bendición final, se daba el aviso de que se retiraran y en seguida se formaba la procesión para el regreso a la sacristía. Solían, sin embargo, acercarse los fieles al papa para pedirle una bendición especial, cuando bajaba al altar. Es más, todo esto se hacía con un verdadero rito: inmediatamente antes de ponerse en marcha la procesión, primero los obispos y luego por su orden los sacerdotes, los monjes y los cantores de la schola pedían con un “Jube, domine benedicere” (Dígnate, señor, bendecidnos). A continuación se acercaban también los abanderados, los pajes de hacha, acólitos, los que tenían cuidado de la barandilla, crucíferos y demás funcionarios del servicio papal. En el fondo es lo mismo que hacen actualmente los fieles cuando un prelado sale de la iglesia al final de una solemnidad: forman un pasillo y se postran para recibir la bendición. De aquella bendición pues, arranca la historia que condujo a la actual bendición final.
Pero antes de estudiarla volvamos por un momento al altar, donde el papa, antes de bajar para salir, besaba por última vez el ara. Era la ceremonia de despedida. Lo primero que había hecho al llegar era besarlo en señal de saludo; ahora, al retirarse, termina las ceremonias con un ósculo.
Ese beso al altar no es una preparación a la bendición, pues en esa época no existía la bendición final. Sólo al trasladarse la liturgia romana al Imperio de los francos, también a esta ceremonia tan expresiva añadieron no una, sino varias fórmulas. Nuestra oración “Placeat” se encuentra ya en el siglo IX en el Sacramentario de Amiens:
Ese beso al altar no es una preparación a la bendición, pues en esa época no existía la bendición final. Sólo al trasladarse la liturgia romana al Imperio de los francos, también a esta ceremonia tan expresiva añadieron no una, sino varias fórmulas. Nuestra oración “Placeat” se encuentra ya en el siglo IX en el Sacramentario de Amiens:
*
Placeat tibi sancta Trinitas, obsequium
Placeat tibi sancta Trinitas, obsequium
servitutis meae; et praesta, ut sacrificium,
quod oculis tuae majestatis indignus
obtuli, tibi sit acceptabile, mihique et
omnibus, pro quibus illud obtuli, sit, te
miserante, propitiabile. Per Christum
Dominum nostrum. Amen.
*
Séate agradable, Trinidad Santa, el
Séate agradable, Trinidad Santa, el
homenaje de mi ministerio, y ten a bien
aceptar el Sacrificio que yo, indigno, acabo
de ofrecer en presencia de tu Majestad, y
haz, que, a mi y a todos aquellos por
quienes lo he ofrecido, nos granjee el
perdón, por efecto de tu misericordia. Por
J. N. S. Así sea.
*
Por su invocación a la Santísima Trinidad delata su procedencia de tradición galicana. Se corresponde con el “Oramus te Domine” del principio de la misa, y se reza, lo mismo que aquella oración, con el cuerpo inclinado. Por última vez se ofrece el sacrificio a Dios y se pide que nos traiga una bendición copiosa. Como fórmula hecha para acompañar una ceremonia íntima y privada del celebrante, su despedida del altar va redactada en singular. El paralelismo que guarda con el principio de la misa era aún mayor en los misales medievales; generalmente traen en este sitio además otra oración en la que se alude a la intercesión de los santos.
Por su invocación a la Santísima Trinidad delata su procedencia de tradición galicana. Se corresponde con el “Oramus te Domine” del principio de la misa, y se reza, lo mismo que aquella oración, con el cuerpo inclinado. Por última vez se ofrece el sacrificio a Dios y se pide que nos traiga una bendición copiosa. Como fórmula hecha para acompañar una ceremonia íntima y privada del celebrante, su despedida del altar va redactada en singular. El paralelismo que guarda con el principio de la misa era aún mayor en los misales medievales; generalmente traen en este sitio además otra oración en la que se alude a la intercesión de los santos.
*
Tránsito desde bendición pontifical a sacerdotal.
Tránsito desde bendición pontifical a sacerdotal.
*
Para pasarse de la bendición del papa u obispo al salir del templo hasta la bendición actual del sacerdote en el altar hubo que vencer muchas dificultades. Se oponía a ello la prohibición que tenían los simples sacerdotes de dar la bendición públicamente en la iglesia. Sólo se les permitía bendecir sacerdotalmente en las casas particulares. De hecho en este particular encontramos dos tradiciones: la que prohibía al sacerdote dar la bendición en la iglesia y la que se lo negaba sólo si estaba presente el obispo. En la primera tradición quizá no se pretendía otra cosa que impedir que los sacerdotes diesen la antigua bendición episcopal galicana que, como hemos visto, la daban también en el rito romano durante la Edad Media antes del “Pax Domini” (el rito de la paz) recordando la antigua costumbre de despedir a los que no comulgaban antes de la comunión de los fieles. Sea la que fuera la razón, el hecho es que existían en las colecciones de leyes canónicas numerosas prohibiciones, las suficientes como retrasar su desarrollo y trasformación.
*
Para pasarse de la bendición del papa u obispo al salir del templo hasta la bendición actual del sacerdote en el altar hubo que vencer muchas dificultades. Se oponía a ello la prohibición que tenían los simples sacerdotes de dar la bendición públicamente en la iglesia. Sólo se les permitía bendecir sacerdotalmente en las casas particulares. De hecho en este particular encontramos dos tradiciones: la que prohibía al sacerdote dar la bendición en la iglesia y la que se lo negaba sólo si estaba presente el obispo. En la primera tradición quizá no se pretendía otra cosa que impedir que los sacerdotes diesen la antigua bendición episcopal galicana que, como hemos visto, la daban también en el rito romano durante la Edad Media antes del “Pax Domini” (el rito de la paz) recordando la antigua costumbre de despedir a los que no comulgaban antes de la comunión de los fieles. Sea la que fuera la razón, el hecho es que existían en las colecciones de leyes canónicas numerosas prohibiciones, las suficientes como retrasar su desarrollo y trasformación.
*
Razones a favor de la bendición sacerdotal.
*
*
La cura de almas y los deseos de los fieles estaba pidiendo que se abriera el camino para que los sacerdotes encontrasen un modo para otorgarla, especialmente en las regiones con pocas sedes episcopales. Existían además antecedentes en los sacramentarios romanos anteriores al Gregoriano, que traían fórmulas de bendición que podía usar el simple sacerdote: las oraciones sobre el pueblo. Más aún, el Gelasiano contenía un grupo especial de bendiciones para las misas en que faltaba la oración sobre el pueblo. Con la introducción del Gregoriano desaparecieron las fórmulas, y las oraciones sobre el pueblo se limitaron a la Cuaresma; era lógico, por tanto, buscar una solución al problema de la bendición final. Ya vimos que una solución fue considerar la poscomunión como bendición final, en vez de la oración sobre el pueblo. Pero esto no satisfizo a todos y por eso algunos siguieron usando las bendiciones finales del Gelasiano o, para mejor acomodarse al nuevo misal y al rito romano, se creyeron con el derecho de dar, inmediatamente antes de salir, la bendición que el papa daba después del “Ite missa est”. Solución esta última que debió de imponerse definitivamente en el siglo XI, aunque no la encontramos en los documentos litúrgicos hasta el siglo XII, ya que inicialmente fue un rito más tolerado que permitido y prescrito. Por eso un ordinario dominicano del siglo XII observa que la bendición se da cuando en la región hay costumbre o el pueblo la pide.
A pesar de todo el paso definitivo comenzó en el culto pontifical dando la bendición no al salir sino en el mismo altar. La misa presbiteral la copiaría más tarde.
A principios del siglo XIV se esboza la actual bendición papal con el “Sit nomen Domini benedictus” (Bendito sea el nombre del Señor…) para diferenciarse de la que ya estaba extendida para todos los sacerdotes en casi todas las misas.
La fórmula actual “Benedicat vos, omnipotens Deus..” (Que os bendiga Dios todopoderoso…) se encuentra por vez primera junto con otras en las actas del Sínodo de Albí en 1230. (Benedictio Dei Omnipotenti….descendat super vos et maneat semper)…
Parece ser que al principio el sacerdote trazaba la cruz sobre sí mismo diciendo: “Benedicat nos” (Nos bendiga Dios Todopoderoso) Luego para distinguirla de la del obispo, este la daba con la mano mientras el presbítero se servía de una reliquia, de una cruz, o de una patena o corporal. A veces incluso del cáliz. La reforma de Pío V uniformó esta ceremonia distinguiendo la sacerdotal y la episcopal, y entre las de dentro y fuera de la misa.
No ha faltado en la bendición final la consideración alegórica, leyendo en la elevación de los ojos y las manos al cielo el gesto de la Ascensión de Cristo a los cielos después de su Resurrección.
A pesar de todo el paso definitivo comenzó en el culto pontifical dando la bendición no al salir sino en el mismo altar. La misa presbiteral la copiaría más tarde.
A principios del siglo XIV se esboza la actual bendición papal con el “Sit nomen Domini benedictus” (Bendito sea el nombre del Señor…) para diferenciarse de la que ya estaba extendida para todos los sacerdotes en casi todas las misas.
La fórmula actual “Benedicat vos, omnipotens Deus..” (Que os bendiga Dios todopoderoso…) se encuentra por vez primera junto con otras en las actas del Sínodo de Albí en 1230. (Benedictio Dei Omnipotenti….descendat super vos et maneat semper)…
Parece ser que al principio el sacerdote trazaba la cruz sobre sí mismo diciendo: “Benedicat nos” (Nos bendiga Dios Todopoderoso) Luego para distinguirla de la del obispo, este la daba con la mano mientras el presbítero se servía de una reliquia, de una cruz, o de una patena o corporal. A veces incluso del cáliz. La reforma de Pío V uniformó esta ceremonia distinguiendo la sacerdotal y la episcopal, y entre las de dentro y fuera de la misa.
No ha faltado en la bendición final la consideración alegórica, leyendo en la elevación de los ojos y las manos al cielo el gesto de la Ascensión de Cristo a los cielos después de su Resurrección.
Próximo capítulo: Elementos adicionales: El último Evangelio.
Extraído de Germinans Germinabit.
Extraído de Germinans Germinabit.
martes, 27 de octubre de 2009
Liturgia Eucarística Romana: Ritos finales: La “oratio super populum” y el “Ite, missa est”.
Introducción.
*
Terminada la misa sacrificial se despide a todos los fieles en general con un rito apropiado como se había hecho después de la liturgia de la Palabra o antemisa con los catecúmenos: consiste en un conjunto de bendiciones y en la invitación para que se retiren.
La reunión que acaba no ha sido un encuentro casual de cierto número de personas venidas para cumplir con sus devociones particulares, sino una asamblea a la que han sido convocados todos los miembros de una determinada comunidad cristiana para la celebración de la Eucaristía. De ahí que uno no se pueda marchar cuando quiera, sino cuando se despide con una ceremonia especial a todos los asistentes. Lo exige la categoría de la asamblea.
Este rito de despedida no se puede limitar, como en las asambleas profanas, a un breve anuncio del presidente o del anfitrión de la reunión, sino que, como final de una función religiosa a la que han acudido los fieles así para honrar a Dios, como también para recibir de Él sus gracias, tiene que expresar de algún modo que los asistentes han conseguido lo que esperaban alcanzar. Desde luego, la bendición esencial queda recibida en la comunión. Con todo, conviene poner al final una señal plástica, un compendio de todas las gracias recibidas durante la función religiosa.
Esta es una idea tan fuertemente sentida que llegó a crear dos formas de bendición. Y en los ritos orientales estas bendiciones se multiplican todavía más.
La forma primitiva de la bendición se reducía a rezar sobre uno determinada oración. El que la recibe se inclina, y el que la da en nombre de Dios extiende sobre él las manos. La señal de la cruz como expresión de bendición es muy posterior.
Esta idea primitiva de bendición como oración sacerdotal hizo que se tomara la oración de poscomunión como bendición por su parecido y su situación cercana a la “oratio super populum” que es la auténtica y primitiva bendición final.
Terminada la misa sacrificial se despide a todos los fieles en general con un rito apropiado como se había hecho después de la liturgia de la Palabra o antemisa con los catecúmenos: consiste en un conjunto de bendiciones y en la invitación para que se retiren.
La reunión que acaba no ha sido un encuentro casual de cierto número de personas venidas para cumplir con sus devociones particulares, sino una asamblea a la que han sido convocados todos los miembros de una determinada comunidad cristiana para la celebración de la Eucaristía. De ahí que uno no se pueda marchar cuando quiera, sino cuando se despide con una ceremonia especial a todos los asistentes. Lo exige la categoría de la asamblea.
Este rito de despedida no se puede limitar, como en las asambleas profanas, a un breve anuncio del presidente o del anfitrión de la reunión, sino que, como final de una función religiosa a la que han acudido los fieles así para honrar a Dios, como también para recibir de Él sus gracias, tiene que expresar de algún modo que los asistentes han conseguido lo que esperaban alcanzar. Desde luego, la bendición esencial queda recibida en la comunión. Con todo, conviene poner al final una señal plástica, un compendio de todas las gracias recibidas durante la función religiosa.
Esta es una idea tan fuertemente sentida que llegó a crear dos formas de bendición. Y en los ritos orientales estas bendiciones se multiplican todavía más.
La forma primitiva de la bendición se reducía a rezar sobre uno determinada oración. El que la recibe se inclina, y el que la da en nombre de Dios extiende sobre él las manos. La señal de la cruz como expresión de bendición es muy posterior.
Esta idea primitiva de bendición como oración sacerdotal hizo que se tomara la oración de poscomunión como bendición por su parecido y su situación cercana a la “oratio super populum” que es la auténtica y primitiva bendición final.
*
La oratio super populum.
La oratio super populum.
*
En las misas feriales de Cuaresma nos encontramos después de la comunión con otra fórmula semejante que se llama “oratio super populum”. Le precede el aviso: “Humiliate capita vestra” (Inclinad vuestras cabezas), aviso que juntamente con el nombre de la oración y su contenido, indican que efectivamente se trata de una bendición. Por eso, al contrario de las otras oraciones sacerdotales en cuyas peticiones el celebrante se incluye a sí mismo, redactándola en primera persona del plural, y hablando de nosotros, en la superpopulum, al menos en la mayor parte de ellas, ele celebrante designa a los destinatarios de las gracias como “tu pueblo, tu familia, tu Iglesia”, es decir no se incluye a sí mismo. De las 158 fórmulas primitivas del Sacramentario Leoniano, 154 estás redactadas de esa forma. Y aunque en el Sacramentario Gregoriano desapareció en gran parte este criterio, con todo, en el siglo VIII, al componer las fórmulas de las misas para los jueves cuaresmales, aparece de nuevo la primitiva ley estilística.
El carácter de oraciones últimas se conoce porque en ellas se pide “para siempre” o “continuadamente”. Recuerdan en esto a nuestra bendición actual: Benedictio….descendat super vos et maneat semper (descienda sobre vosotros y os acompañe siempre).
El gran problema de esta oración, suponiendo como cierto que eran una bendición general, está en que desde San Gregorio Magno sólo se reza en las misas feriales de Cuaresma y se limita a ella. Ciertamente influyó en ello la tendencia general a conservar en Cuaresma con más fidelidad los ritos antiguos. Pero no basta para su explicación. Habrá que suponer que San Gregorio, en una refundición inteligente del rito primitivo, lo combinó con la disciplina penitencial que desde el siglo V se limitaba a la Cuaresma, haciendo coincidir la bendición general del pueblo con la especial de los penitentes y creando al mismo tiempo nuevas fórmulas que, aunque no excluían positivamente a los fieles en sus intenciones más generales, se destinaban primordialmente a los penitentes. No se explica, de lo contrario, por qué la oración sobre el pueblo, que en el Gregoriano se presenta con nuevas fórmulas, coincida precisamente con los días de penitencia pública y nunca con los domingos de Cuaresma ni con la Semana Santa, en la por lo demás se han respetado con fidelidad los ritos primitivos.
Es cierto que en la época de San Gregorio la penitencia cuaresmal empezaba el lunes después del primer domingo de Cuaresma y que entonces los jueves no tenían culto, como no lo había el sábado que precede al Domingo de Ramos. Actualmente en cambio, se dice la oración todos los días, a partir del Miércoles de Ceniza. No es difícil este problema, que se soluciona teniendo en cuenta una adición posterior del siglo VIII, Ignoraban que en la intención de San Gregorio esta oración iba en primer término para los penitentes y la tomaron como propia de todas las misas feriales de Cuaresma. Las mismas fórmulas de estos días confirman esta interpretación; son las únicas que aluden a la comunión, y esto no lo podían hacer las otras oraciones toda vez que los penitentes estaban excluidos de la comunión. Hay aquí además otro hecho, y es que la idea primitiva del carácter de bendición general que se encuentra algo alterada en San Gregorio, brilla con nueva fuerza en el siglo VIII y por varios siglos. El que poco tiempo después de San Gregorio se perdiera el carácter de bendición para los penitentes que les había impreso dicho pontífice, se debe a la circunstancia de que el sacramentario de su nombre, creado para el culto pontifical en el que únicamente podía haber penitentes públicos, se adoptó para todas las misas, incluso fuera de la ciudad, y en las aldeas. Así se explica que los comentaristas francos ignoraran su carácter penitencial.
En las misas feriales de Cuaresma nos encontramos después de la comunión con otra fórmula semejante que se llama “oratio super populum”. Le precede el aviso: “Humiliate capita vestra” (Inclinad vuestras cabezas), aviso que juntamente con el nombre de la oración y su contenido, indican que efectivamente se trata de una bendición. Por eso, al contrario de las otras oraciones sacerdotales en cuyas peticiones el celebrante se incluye a sí mismo, redactándola en primera persona del plural, y hablando de nosotros, en la superpopulum, al menos en la mayor parte de ellas, ele celebrante designa a los destinatarios de las gracias como “tu pueblo, tu familia, tu Iglesia”, es decir no se incluye a sí mismo. De las 158 fórmulas primitivas del Sacramentario Leoniano, 154 estás redactadas de esa forma. Y aunque en el Sacramentario Gregoriano desapareció en gran parte este criterio, con todo, en el siglo VIII, al componer las fórmulas de las misas para los jueves cuaresmales, aparece de nuevo la primitiva ley estilística.
El carácter de oraciones últimas se conoce porque en ellas se pide “para siempre” o “continuadamente”. Recuerdan en esto a nuestra bendición actual: Benedictio….descendat super vos et maneat semper (descienda sobre vosotros y os acompañe siempre).
El gran problema de esta oración, suponiendo como cierto que eran una bendición general, está en que desde San Gregorio Magno sólo se reza en las misas feriales de Cuaresma y se limita a ella. Ciertamente influyó en ello la tendencia general a conservar en Cuaresma con más fidelidad los ritos antiguos. Pero no basta para su explicación. Habrá que suponer que San Gregorio, en una refundición inteligente del rito primitivo, lo combinó con la disciplina penitencial que desde el siglo V se limitaba a la Cuaresma, haciendo coincidir la bendición general del pueblo con la especial de los penitentes y creando al mismo tiempo nuevas fórmulas que, aunque no excluían positivamente a los fieles en sus intenciones más generales, se destinaban primordialmente a los penitentes. No se explica, de lo contrario, por qué la oración sobre el pueblo, que en el Gregoriano se presenta con nuevas fórmulas, coincida precisamente con los días de penitencia pública y nunca con los domingos de Cuaresma ni con la Semana Santa, en la por lo demás se han respetado con fidelidad los ritos primitivos.
Es cierto que en la época de San Gregorio la penitencia cuaresmal empezaba el lunes después del primer domingo de Cuaresma y que entonces los jueves no tenían culto, como no lo había el sábado que precede al Domingo de Ramos. Actualmente en cambio, se dice la oración todos los días, a partir del Miércoles de Ceniza. No es difícil este problema, que se soluciona teniendo en cuenta una adición posterior del siglo VIII, Ignoraban que en la intención de San Gregorio esta oración iba en primer término para los penitentes y la tomaron como propia de todas las misas feriales de Cuaresma. Las mismas fórmulas de estos días confirman esta interpretación; son las únicas que aluden a la comunión, y esto no lo podían hacer las otras oraciones toda vez que los penitentes estaban excluidos de la comunión. Hay aquí además otro hecho, y es que la idea primitiva del carácter de bendición general que se encuentra algo alterada en San Gregorio, brilla con nueva fuerza en el siglo VIII y por varios siglos. El que poco tiempo después de San Gregorio se perdiera el carácter de bendición para los penitentes que les había impreso dicho pontífice, se debe a la circunstancia de que el sacramentario de su nombre, creado para el culto pontifical en el que únicamente podía haber penitentes públicos, se adoptó para todas las misas, incluso fuera de la ciudad, y en las aldeas. Así se explica que los comentaristas francos ignoraran su carácter penitencial.
*
El “ite missa est”.
El “ite missa est”.
*
Terminada la bendición en forma de poscomunión, o poscomunión y oración sobre el pueblo, el diácono avisaba a los fieles que podían retirarse. Entre los orientales, en tiempos de San Juan Crisóstomo, el diácono solía decir en voz alta: “Id en paz”. Parecida era la fórmula en las demás liturgias orientales y en la ambrosiana de Milán. En la misa hispánica (visigótico-mozárabe) se dice aún actualmente: “El culto ha terminado en el nombre del Señor Jesucristo. Sea agradable nuestro voto con paz. Demos gracias a Dios.”
Más difícil de comprender es el sentido de la fórmula romana: Ite missa est. No cabe duda de que el fondo, muy sobrio y aparentemente de poca unción, es: “Id, ha llegado el momento de separarnos”. De modo que “missa” no sólo significa “despedida”, sino que era el término técnico para indicar el final de una reunión, sobre todo en la corte imperial. De Roma pasó luego a Bizancio, donde se usó sin traducirlo del latín al griego. No puede, por lo tanto, caber duda de que la fórmula es mucho más antigua que los documentos que la registran por primera vez, los Ordines Romani. Además cuando estos se redactaron, la palabra “missa” significaba ya sacrificio eucarístico.
¿Cómo es posible que un término que originariamente significó “despedida” después llegara a ser sinónimo de sacrifico eucarístico? La historia de esta evolución ilustra maravillosamente el sentido de nuestro rito de despedida, confirmando lo que acabamos de exponer sobre su significación como bendición.
En primer lugar la palabra Missa como despedida fue sinónimo de bendición. Así figura ya en el relato de Eteria (Peregrinatio Aetheriae cap. XXIV) cuando dice “et fit missa” para referirse a la bendición que tiene lugar después de los actos religiosos que se celebraban en Palestina y Arabia. Y como esta bendición era referida a los penitentes y tenía carácter sacerdotal. Missa pasó pues a querer decir sencillamente “oración sacerdotal con carácter de bendición”.
Más tarde, siendo la oración sacerdotal el núcleo de todas las funciones religiosas, mejor dicho, de cada una de las partes que la componían, estas se llamaron missa. En documentos del siglo IV se habla de “missa nocturna” “missa vespertina” en el sentido de la hora canónica de rezo litúrgico de ese momento de la tarde o la noche. Como varias de estas “missae” componían la función religiosa del sacrificio eucarístico, éste se empezó a llamar missarum sollemnia ( en plural) o missae.
Con esto queda indicada la última fase de la evolución. No sólo en plural sino también en singular, missa se empleaba como sinónimo de sacrificio eucarístico. La transición de una a otra denominación es tan obvia que no creo necesario buscar razones más trascendentales. En este sentido aparece la palabra missa hacia la mitad del siglo V en las regiones más distintas del Imperio Romano. El primer texto es del papa San León, del año 445, cuando condena el pontífice la costumbre general de entonces de tener una sola misa los domingos. Pocas veces se usa con epíteto. Tenía en sí tanta fuerza la palabra y tal colorido de expresividad que cualquier epíteto que se añadiera hubiera sido contraproducente (santa misa, por ejemplo)
Hasta la reforma de 1969 el “ite missa est” estaba precedido del saludo “Dominus vobiscum” que, como en tantos otros casos, servía para llamar la atención sobre lo que sigue y establecer contacto con la comunidad. Como en el Misal de Pablo VI el rito final está compuesto por “Dominus vobiscum. Bendición e “Ita missa est” se considera que el primer “dominus vobiscum” ya cumple esta función. En cambio en el orden bendicional gregoriano el “Ite missa est” se inserta antes de la bendición, por eso va precedido del “Dominus vobiscum”.
En algunas misas, el “ite missa est” es sustituido por el “Benedicamus Domino”, especialmente en aquellas funciones como en la noche de Navidad, cuando continúa la función religiosa con las “Laudes”.
Siendo un aviso propio del diácono, el “Ite missa est” se canta con voz más fuerte y melodía más variada. Mientras el celebrante, como moderador de la función hablaba siempre con voz más recatada, al diácono que hacía de heraldo se le podía permitir dejarse oír con voz más fuertemente. La Edad Media puso abundantes “tropos” en el “Ite missa est” para sostener las diferentes notas de melismos. En cambio, por considerar tal vez al “Benedicamus Domino” como menos solemne le dejaron sin tropos.
Más difícil de comprender es el sentido de la fórmula romana: Ite missa est. No cabe duda de que el fondo, muy sobrio y aparentemente de poca unción, es: “Id, ha llegado el momento de separarnos”. De modo que “missa” no sólo significa “despedida”, sino que era el término técnico para indicar el final de una reunión, sobre todo en la corte imperial. De Roma pasó luego a Bizancio, donde se usó sin traducirlo del latín al griego. No puede, por lo tanto, caber duda de que la fórmula es mucho más antigua que los documentos que la registran por primera vez, los Ordines Romani. Además cuando estos se redactaron, la palabra “missa” significaba ya sacrificio eucarístico.
¿Cómo es posible que un término que originariamente significó “despedida” después llegara a ser sinónimo de sacrifico eucarístico? La historia de esta evolución ilustra maravillosamente el sentido de nuestro rito de despedida, confirmando lo que acabamos de exponer sobre su significación como bendición.
En primer lugar la palabra Missa como despedida fue sinónimo de bendición. Así figura ya en el relato de Eteria (Peregrinatio Aetheriae cap. XXIV) cuando dice “et fit missa” para referirse a la bendición que tiene lugar después de los actos religiosos que se celebraban en Palestina y Arabia. Y como esta bendición era referida a los penitentes y tenía carácter sacerdotal. Missa pasó pues a querer decir sencillamente “oración sacerdotal con carácter de bendición”.
Más tarde, siendo la oración sacerdotal el núcleo de todas las funciones religiosas, mejor dicho, de cada una de las partes que la componían, estas se llamaron missa. En documentos del siglo IV se habla de “missa nocturna” “missa vespertina” en el sentido de la hora canónica de rezo litúrgico de ese momento de la tarde o la noche. Como varias de estas “missae” componían la función religiosa del sacrificio eucarístico, éste se empezó a llamar missarum sollemnia ( en plural) o missae.
Con esto queda indicada la última fase de la evolución. No sólo en plural sino también en singular, missa se empleaba como sinónimo de sacrificio eucarístico. La transición de una a otra denominación es tan obvia que no creo necesario buscar razones más trascendentales. En este sentido aparece la palabra missa hacia la mitad del siglo V en las regiones más distintas del Imperio Romano. El primer texto es del papa San León, del año 445, cuando condena el pontífice la costumbre general de entonces de tener una sola misa los domingos. Pocas veces se usa con epíteto. Tenía en sí tanta fuerza la palabra y tal colorido de expresividad que cualquier epíteto que se añadiera hubiera sido contraproducente (santa misa, por ejemplo)
Hasta la reforma de 1969 el “ite missa est” estaba precedido del saludo “Dominus vobiscum” que, como en tantos otros casos, servía para llamar la atención sobre lo que sigue y establecer contacto con la comunidad. Como en el Misal de Pablo VI el rito final está compuesto por “Dominus vobiscum. Bendición e “Ita missa est” se considera que el primer “dominus vobiscum” ya cumple esta función. En cambio en el orden bendicional gregoriano el “Ite missa est” se inserta antes de la bendición, por eso va precedido del “Dominus vobiscum”.
En algunas misas, el “ite missa est” es sustituido por el “Benedicamus Domino”, especialmente en aquellas funciones como en la noche de Navidad, cuando continúa la función religiosa con las “Laudes”.
Siendo un aviso propio del diácono, el “Ite missa est” se canta con voz más fuerte y melodía más variada. Mientras el celebrante, como moderador de la función hablaba siempre con voz más recatada, al diácono que hacía de heraldo se le podía permitir dejarse oír con voz más fuertemente. La Edad Media puso abundantes “tropos” en el “Ite missa est” para sostener las diferentes notas de melismos. En cambio, por considerar tal vez al “Benedicamus Domino” como menos solemne le dejaron sin tropos.
Próximo capítulo: Despedida del altar y Bendición final.
Extraído de Germinans Germinabit.
Extraído de Germinans Germinabit.
sábado, 24 de octubre de 2009
Liturgia Eucarística Romana: La Poscomunión.
Lo que afirmábamos sobre el canto de comunión, a saber, que no es un canto de acción de gracias, vale también para la oración que cierra esta parte de la Misa: no es acción de gracias sino petición. Los Padres Griegos de la Iglesia no dejaron de exhortar a los fieles a que no saliesen a la calle inmediatamente después de la comunión, sino que esperasen para dar gracias; por eso las liturgias orientales contienen tales oraciones al final, en cambio faltan en la liturgia romana.
La poscomunión romana es una oración sacerdotal; y fuera del prefacio, pervivencia de la antigua acción de gracias, todas las oraciones sacerdotales son suplicas con carácter de bendición, también la poscomunión. Así como la colecta cierra el introito y la secreta (oratio super oblata) cierra el ofertorio, con la poscomunión acaba la comunión.
Este paralelismo con la colecta y la secreta hace que la poscomunión revista carácter de petición en la que se resumen las plegarias que los fieles han dirigido anteriormente a Dios.
Si paramos atención nos daremos cuenta que entorno a esas tres oraciones (colecta, secreta y poscomunión) se agrupan las ceremonias entorno a un movimiento local acompañado de salmodia y plegarias privadas: en el introito el movimiento de entrada, en la secreta la procesión de ofrendas y en la poscomunión la comunión de los asistentes.
Hay con todo una diferencia: en la poscomunión no se invita antes a los fieles a que recen en voz baja como se hace en la colecta y en la secreta. La razón es obvia. Al darles el cuerpo del Señor estaba demás invitarles a la oración. Con todo, para que no falte la introducción tradicional de las oraciones sacerdotales, también en la poscomunión se hace preceder el “Dominus vobiscum” y el Oremus.
Los liturgistas de la reforma del 69 consideraron que el saludo inicial del celebrante sustituía el “Dominus vobiscum” de la colecta, que el “Orate frates” ocupaba también esa posición en la oración sobre las ofrendas e igualmente lo reemplazaba (ant. Secreta) y que la recepción misma del cuerpo de Cristo en la comunión implicaba que “ya el Señor está con vosotros” por lo que suprimieron la estructura tradicional de la oración sacerdotal eliminando el “Dominus vobiscum” aunque no así el Oremus.
Difícilmente veríamos con más claridad que aquí el cambio operado en la concepción de estas fórmulas.
En lo que este apartado nos ocupa, hay que subrayar que el énfasis dado por los liturgistas posconciliares al llamado silencio sagrado después de la comunión inevitablemente recoge los ecos de las acciones de gracias privadas después de la misa que antaño se rezaban acabada la celebración, por lo que casi a manera de ósmosis, el celebrante actualmente impregna la oración de poscomunión de un carácter de acción de gracias. Algunos llegan equivocadamente a añadir: “Oremos al Señor, dando gracias”.
La poscomunión romana es una oración sacerdotal; y fuera del prefacio, pervivencia de la antigua acción de gracias, todas las oraciones sacerdotales son suplicas con carácter de bendición, también la poscomunión. Así como la colecta cierra el introito y la secreta (oratio super oblata) cierra el ofertorio, con la poscomunión acaba la comunión.
Este paralelismo con la colecta y la secreta hace que la poscomunión revista carácter de petición en la que se resumen las plegarias que los fieles han dirigido anteriormente a Dios.
Si paramos atención nos daremos cuenta que entorno a esas tres oraciones (colecta, secreta y poscomunión) se agrupan las ceremonias entorno a un movimiento local acompañado de salmodia y plegarias privadas: en el introito el movimiento de entrada, en la secreta la procesión de ofrendas y en la poscomunión la comunión de los asistentes.
Hay con todo una diferencia: en la poscomunión no se invita antes a los fieles a que recen en voz baja como se hace en la colecta y en la secreta. La razón es obvia. Al darles el cuerpo del Señor estaba demás invitarles a la oración. Con todo, para que no falte la introducción tradicional de las oraciones sacerdotales, también en la poscomunión se hace preceder el “Dominus vobiscum” y el Oremus.
Los liturgistas de la reforma del 69 consideraron que el saludo inicial del celebrante sustituía el “Dominus vobiscum” de la colecta, que el “Orate frates” ocupaba también esa posición en la oración sobre las ofrendas e igualmente lo reemplazaba (ant. Secreta) y que la recepción misma del cuerpo de Cristo en la comunión implicaba que “ya el Señor está con vosotros” por lo que suprimieron la estructura tradicional de la oración sacerdotal eliminando el “Dominus vobiscum” aunque no así el Oremus.
Difícilmente veríamos con más claridad que aquí el cambio operado en la concepción de estas fórmulas.
En lo que este apartado nos ocupa, hay que subrayar que el énfasis dado por los liturgistas posconciliares al llamado silencio sagrado después de la comunión inevitablemente recoge los ecos de las acciones de gracias privadas después de la misa que antaño se rezaban acabada la celebración, por lo que casi a manera de ósmosis, el celebrante actualmente impregna la oración de poscomunión de un carácter de acción de gracias. Algunos llegan equivocadamente a añadir: “Oremos al Señor, dando gracias”.
*
Auténtica forma y contenido de la poscomunión romana.
Auténtica forma y contenido de la poscomunión romana.
*
La mayor parte de las poscomuniones romanas, conforme a las antiguas leyes, se dirigen a Dios Padre y terminan con el “Per Dominum…” (Por N.S.J.C tu Hijo…) Sólo en siglos posteriores se repite con más frecuencia la invocación de Cristo. Este carácter distingue pues perfectamente su antigüedad y origen romano.
Existen aún otras más modernas y de carácter más intimista en las se alude directamente a la comunión recibida. Lo que llama la atención es que estas oraciones nacieron en una época en la que había bajado notablemente la frecuencia de la comunión.
Otras más modernas y no tan afortunadas no aluden absolutamente a la comunión sino únicamente a la fiesta del día. Generalmente una buena estructura de composición empezaría con una mención agradecida de la comunión para pedir luego las gracias necesarias con que alcanzar la felicidad eterna.
Es interesante observar cómo en las más antiguas poscomuniones romanas al hablar de Cristo no se le considera nunca como huésped del alma, ni se dirigen directamente al Cuerpo y la Sangre de Cristo allí presentes: son oraciones con invocación inicial directamente dirigidas al Padre Celestial y que cuando mencionan el cuerpo y la sangre de Cristo, lo hacen refiriéndose únicamente a ellos como a medios de nuestra salvación, para tener, por ejemplo, fuerza moral en las tentaciones o simplemente para que nos libren de toda adversidad y acechanza del enemigo.
Las gracias que pedimos se califican a veces, en comparación con lo que acabamos de recibir (la comunión) , incluso como bienes más altos (beneficia potiora ). La expresión se refiere a la eterna bienaventuranza, la unión con Dios, su posesión eterna.
Incluso cuando en una poscomunión “moderna” como la de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús( que fue extendida a toda la iglesia en 1856 por Pío IX y se le dio la máxima categoría litúrgica en 1928 con Pío XI) la oración se dirige a Cristo, no habla de él en cuanto presente en las especies, sino que distingue entre Cristo y sus misterios (que son su cuerpo y su sangre): “Nos infundan tus misterios, Señor Jesús, divino fervor, con que gustada la suavidad de tu dulcísimo Corazón, aprendamos a despreciar lo terreno y amar lo celestial. Que vives y reinas con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén”. En la oración nos figuramos pues, a Cristo sentado a la diestra de su Padre celestial.
Esta oración fue recogida en 1935 por la Iglesia Anglicana que asumió la festividad y la mantiene en la edición del “Book of Common Prayer” de 1979.
La mayor parte de las poscomuniones romanas, conforme a las antiguas leyes, se dirigen a Dios Padre y terminan con el “Per Dominum…” (Por N.S.J.C tu Hijo…) Sólo en siglos posteriores se repite con más frecuencia la invocación de Cristo. Este carácter distingue pues perfectamente su antigüedad y origen romano.
Existen aún otras más modernas y de carácter más intimista en las se alude directamente a la comunión recibida. Lo que llama la atención es que estas oraciones nacieron en una época en la que había bajado notablemente la frecuencia de la comunión.
Otras más modernas y no tan afortunadas no aluden absolutamente a la comunión sino únicamente a la fiesta del día. Generalmente una buena estructura de composición empezaría con una mención agradecida de la comunión para pedir luego las gracias necesarias con que alcanzar la felicidad eterna.
Es interesante observar cómo en las más antiguas poscomuniones romanas al hablar de Cristo no se le considera nunca como huésped del alma, ni se dirigen directamente al Cuerpo y la Sangre de Cristo allí presentes: son oraciones con invocación inicial directamente dirigidas al Padre Celestial y que cuando mencionan el cuerpo y la sangre de Cristo, lo hacen refiriéndose únicamente a ellos como a medios de nuestra salvación, para tener, por ejemplo, fuerza moral en las tentaciones o simplemente para que nos libren de toda adversidad y acechanza del enemigo.
Las gracias que pedimos se califican a veces, en comparación con lo que acabamos de recibir (la comunión) , incluso como bienes más altos (beneficia potiora ). La expresión se refiere a la eterna bienaventuranza, la unión con Dios, su posesión eterna.
Incluso cuando en una poscomunión “moderna” como la de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús( que fue extendida a toda la iglesia en 1856 por Pío IX y se le dio la máxima categoría litúrgica en 1928 con Pío XI) la oración se dirige a Cristo, no habla de él en cuanto presente en las especies, sino que distingue entre Cristo y sus misterios (que son su cuerpo y su sangre): “Nos infundan tus misterios, Señor Jesús, divino fervor, con que gustada la suavidad de tu dulcísimo Corazón, aprendamos a despreciar lo terreno y amar lo celestial. Que vives y reinas con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén”. En la oración nos figuramos pues, a Cristo sentado a la diestra de su Padre celestial.
Esta oración fue recogida en 1935 por la Iglesia Anglicana que asumió la festividad y la mantiene en la edición del “Book of Common Prayer” de 1979.
*
Postcommunion Collect.
Postcommunion Collect.
*
May thy holy mysteries, O Lord Jesus, impart to us divine fervour, so that tasting the
sweetness of thy most gracious Heart, we may learn to despise earthly things and love those
of heaven; who livest and reignest with the Father and the Holy Ghost, one God, for ever
and ever. Amen.
May thy holy mysteries, O Lord Jesus, impart to us divine fervour, so that tasting the
sweetness of thy most gracious Heart, we may learn to despise earthly things and love those
of heaven; who livest and reignest with the Father and the Holy Ghost, one God, for ever
and ever. Amen.
*
Sin embargo la reforma del 1969 arremetió contra ella (con muy poca sensibilidad y delicadeza ecuménica, pues) eliminándola por completo y elaborando una oración nueva poniendo de relieve una dimensión más horizontal.
Sin embargo la reforma del 1969 arremetió contra ella (con muy poca sensibilidad y delicadeza ecuménica, pues) eliminándola por completo y elaborando una oración nueva poniendo de relieve una dimensión más horizontal.
*
Oración para después de la comunión:
“Este sacramento de tu amor, Dios nuestro, encienda en nosotros el fuego del amor que nos mueva más a unirnos a Cristo y reconocerle presente en los hermanos.”
Oración para después de la comunión:
“Este sacramento de tu amor, Dios nuestro, encienda en nosotros el fuego del amor que nos mueva más a unirnos a Cristo y reconocerle presente en los hermanos.”
*
Lo mismo hizo con el prefacio y con la oración colecta, aunque preservó esta última, basada en una teología de la reparación, conservándola como alternativa (ad líbitum) a la nueva.
Lo mismo hizo con el prefacio y con la oración colecta, aunque preservó esta última, basada en una teología de la reparación, conservándola como alternativa (ad líbitum) a la nueva.
*
Una poscomunión invariable.
Una poscomunión invariable.
*
Durante algún tiempo parece ser que se usó como poscomunión invariable el “Quod ore sumpsimus” trasladado posteriormente como una de las oraciónes para las abluciones: “Lo que hemos tomado con la boca, Señor, recibámoslo con alma pura; y de don temporal se nos vuelva remedio eterno”. Es esta una de las fórmulas más clásicas para observar todo lo que acabamos de exponer sobre el carácter de estas oraciones de poscomunión.
Hasta el Misal de 1962 del rito romano tradicional esta oración sirve de poscomunión el Viernes Santo, pues no se dice a las abluciones sino después de las mismas. Con ella se termina la Acción Litúrgica y el celebrante se retira del altar.
Con el “Amén” después de la poscomunión se termina la comunión, y con ella misma misa sacrificial o liturgia eucarística propiamente dicha. Todos los ritos que seguirán: despedida, bendición, oración sobre el pueblo y demás oraciones, formarán ya parte de la postmisa.
Durante algún tiempo parece ser que se usó como poscomunión invariable el “Quod ore sumpsimus” trasladado posteriormente como una de las oraciónes para las abluciones: “Lo que hemos tomado con la boca, Señor, recibámoslo con alma pura; y de don temporal se nos vuelva remedio eterno”. Es esta una de las fórmulas más clásicas para observar todo lo que acabamos de exponer sobre el carácter de estas oraciones de poscomunión.
Hasta el Misal de 1962 del rito romano tradicional esta oración sirve de poscomunión el Viernes Santo, pues no se dice a las abluciones sino después de las mismas. Con ella se termina la Acción Litúrgica y el celebrante se retira del altar.
Con el “Amén” después de la poscomunión se termina la comunión, y con ella misma misa sacrificial o liturgia eucarística propiamente dicha. Todos los ritos que seguirán: despedida, bendición, oración sobre el pueblo y demás oraciones, formarán ya parte de la postmisa.
Próximo capítulo: Ritos finales: La “oratio super populum” y el “Ite, missa est”.
Extraído de Germinans Germinabit.
Extraído de Germinans Germinabit.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)