Primeras noticias.
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La anáfora de San Hipólito es la única plegaria eucarística en que falta el Sanctus. Por una cita de San Clemente, que alude evidentemente al texto litúrgico del Sanctus tal como se encuentra en las liturgia orientales (combinación de los dos pasajes de Isaías y Daniel) deducimos que ya se usaba a fines del siglo I, señal manifiesta de que lo cantaba también la Iglesia primitiva. En efecto, armoniza maravillosamente con la idea de acción de gracias, toda vez que la razón última y definitiva de nuestras alabanzas será siempre la santidad infinita de Dios, uno y trino.
El texto litúrgico del Sanctus en lengua latina deja sin traducir la palabra “Sabaot” (multitudes, ejércitos) que no se refiere únicamente a los coros celestiales, sino a todos los seres creados por Dios. En todos ellos brilla y resplandece la gloria de Dios, que llena la tierra. En lugar de “gloria sua” del texto escriturístico se dice en el texto litúrgico “gloria tua”. El centro de la glorificación está, sin duda, en los cielos; por eso se le añaden las palabras “caeli et” ausentes en el texto bíblico, que se refería sólo al culto del templo. Con esta adición se hace resaltar la aspiración universalista de la naciente religión cristiana. No sólo el templo, sino toda la tierra y el cielo están llenos de la majestad de Dios. Así queda además mejor justificado el porqué se atribuye este canto a los coros celestes. Otra prueba de lo arraigada que estaba en la antigua Iglesia la idea de que la liturgia de los cielos tiene que ser el modelo de la nuestra, la de la tierra. En la anáfora egipcia de San Marcos se desarrolla con toda pompa la magnificencia de esta liturgia celeste.
La introducción de la segunda parte del Sanctus, el llamado Benedictus es sin duda posterior. El primer testimonio que de él poseemos es del siglo VI y se lo debemos a San Cesáreo de Arles (Sermón 73,3 PL, 39, 2277). Nace pues en la Iglesia galicana, y de ella pasó luego a la romana, y en el siglo VIII a los ritos orientales. El “qui venit” que según se pronuncie puede significar presente, futuro o pasado, se traduce con razón como “el que viene”. Este es el sentido del texto original griego, y realmente, al que saludamos, se está continuamente acercando a nosotros en el sacramento y, al fin de los siglos, “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.
La anáfora de San Hipólito es la única plegaria eucarística en que falta el Sanctus. Por una cita de San Clemente, que alude evidentemente al texto litúrgico del Sanctus tal como se encuentra en las liturgia orientales (combinación de los dos pasajes de Isaías y Daniel) deducimos que ya se usaba a fines del siglo I, señal manifiesta de que lo cantaba también la Iglesia primitiva. En efecto, armoniza maravillosamente con la idea de acción de gracias, toda vez que la razón última y definitiva de nuestras alabanzas será siempre la santidad infinita de Dios, uno y trino.
El texto litúrgico del Sanctus en lengua latina deja sin traducir la palabra “Sabaot” (multitudes, ejércitos) que no se refiere únicamente a los coros celestiales, sino a todos los seres creados por Dios. En todos ellos brilla y resplandece la gloria de Dios, que llena la tierra. En lugar de “gloria sua” del texto escriturístico se dice en el texto litúrgico “gloria tua”. El centro de la glorificación está, sin duda, en los cielos; por eso se le añaden las palabras “caeli et” ausentes en el texto bíblico, que se refería sólo al culto del templo. Con esta adición se hace resaltar la aspiración universalista de la naciente religión cristiana. No sólo el templo, sino toda la tierra y el cielo están llenos de la majestad de Dios. Así queda además mejor justificado el porqué se atribuye este canto a los coros celestes. Otra prueba de lo arraigada que estaba en la antigua Iglesia la idea de que la liturgia de los cielos tiene que ser el modelo de la nuestra, la de la tierra. En la anáfora egipcia de San Marcos se desarrolla con toda pompa la magnificencia de esta liturgia celeste.
La introducción de la segunda parte del Sanctus, el llamado Benedictus es sin duda posterior. El primer testimonio que de él poseemos es del siglo VI y se lo debemos a San Cesáreo de Arles (Sermón 73,3 PL, 39, 2277). Nace pues en la Iglesia galicana, y de ella pasó luego a la romana, y en el siglo VIII a los ritos orientales. El “qui venit” que según se pronuncie puede significar presente, futuro o pasado, se traduce con razón como “el que viene”. Este es el sentido del texto original griego, y realmente, al que saludamos, se está continuamente acercando a nosotros en el sacramento y, al fin de los siglos, “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.
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El canto del Sanctus.
El canto del Sanctus.
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Desde la más remota antigüedad cristiana sabemos que era cantado por todo el pueblo. Lo atestigua también el Liber Pontificalis. Sin embargo, parece que ya entonces se advertía en Roma la tendencia a dejárselo a los clérigos, Algo más tarde, en el culto estacional de los siglos VI y VII, vemos como el pueblo ya no interviene, a diferencia de lo que sucedía ordinariamente entre los francos. Poseemos por otra parte, noticias del siglo XII por las que deducimos que el pueblo lo cantaba a una con el celebrante.
La melodía era muy sencilla: tan sencilla que un musicólogo del siglo VIII, Aureliano de Reome, ni siquiera lo enumera entre los cantos del ordinario de la Misa. En los pueblos jóvenes del Norte, el júbilo con que cantaban este texto, dio motivo a la utilización de instrumentos musicales. Aquí es donde se menciona por vez primera el órgano. Nos dice Honorio Augustodunense que no se contentaban con cantarlo todos juntos (celebrante, clero y pueblo) sino que además tocaban un instrumento del que se deriva el actual órgano: “conclamare et organis concrepare”.
Todas las noticias coinciden en la gran popularidad del canto del Sanctus en la Edad Media. De este modo tuvieron especial empeño en solemnizar la última intervención que se permitía al pueblo antes del gran misterio, centro de su fe.
Desde la más remota antigüedad cristiana sabemos que era cantado por todo el pueblo. Lo atestigua también el Liber Pontificalis. Sin embargo, parece que ya entonces se advertía en Roma la tendencia a dejárselo a los clérigos, Algo más tarde, en el culto estacional de los siglos VI y VII, vemos como el pueblo ya no interviene, a diferencia de lo que sucedía ordinariamente entre los francos. Poseemos por otra parte, noticias del siglo XII por las que deducimos que el pueblo lo cantaba a una con el celebrante.
La melodía era muy sencilla: tan sencilla que un musicólogo del siglo VIII, Aureliano de Reome, ni siquiera lo enumera entre los cantos del ordinario de la Misa. En los pueblos jóvenes del Norte, el júbilo con que cantaban este texto, dio motivo a la utilización de instrumentos musicales. Aquí es donde se menciona por vez primera el órgano. Nos dice Honorio Augustodunense que no se contentaban con cantarlo todos juntos (celebrante, clero y pueblo) sino que además tocaban un instrumento del que se deriva el actual órgano: “conclamare et organis concrepare”.
Todas las noticias coinciden en la gran popularidad del canto del Sanctus en la Edad Media. De este modo tuvieron especial empeño en solemnizar la última intervención que se permitía al pueblo antes del gran misterio, centro de su fe.
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El Sanctus y el silencio del canon.
El Sanctus y el silencio del canon.
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En la época carolingia expresamente se prohibía al celebrante seguir con el “Te igitur” mientras no se terminara de cantar el Sanctus. Pretendían rodear del máximo respeto el segundo gran silencio de la misa sacrificial, que según la idea nórdica del misterio, debía guardarse en momentos tan augustos del sacrificio.
Hacia fines de la Edad Media se fue perdiendo el respeto a este silencio. El canto del ofertorio o del motete que se cantaba después del ofertorio llenaba todo el tiempo del ofertorio: lo mismo hicieron con el canon. Bajo el influjo de la polifonía el canto del Sanctus duraba hasta la consagración. En esa misma época, siglo XVI, se mandó separar el Sanctus del Benedictus, para cantar esta segunda parte después de la consagración, por no tener tiempo para poder cantar ambos entre el prefacio y la elevación. Decididamente, la polifonía triunfaba por encima del canon. Sin embargo, era un modo de volver, sin darse cuenta, al croquis primitivo; sólo que ahora la acción de gracias y alabanza no será cosa primitiva del celebrante, el cual –a excepción de los breves momentos de la consagración- a los ojos del simple espectador, queda relegado a segundo término.
En la época carolingia expresamente se prohibía al celebrante seguir con el “Te igitur” mientras no se terminara de cantar el Sanctus. Pretendían rodear del máximo respeto el segundo gran silencio de la misa sacrificial, que según la idea nórdica del misterio, debía guardarse en momentos tan augustos del sacrificio.
Hacia fines de la Edad Media se fue perdiendo el respeto a este silencio. El canto del ofertorio o del motete que se cantaba después del ofertorio llenaba todo el tiempo del ofertorio: lo mismo hicieron con el canon. Bajo el influjo de la polifonía el canto del Sanctus duraba hasta la consagración. En esa misma época, siglo XVI, se mandó separar el Sanctus del Benedictus, para cantar esta segunda parte después de la consagración, por no tener tiempo para poder cantar ambos entre el prefacio y la elevación. Decididamente, la polifonía triunfaba por encima del canon. Sin embargo, era un modo de volver, sin darse cuenta, al croquis primitivo; sólo que ahora la acción de gracias y alabanza no será cosa primitiva del celebrante, el cual –a excepción de los breves momentos de la consagración- a los ojos del simple espectador, queda relegado a segundo término.
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La postura.
La postura.
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En la historia de las rúbricas se enfatiza que el celebrante rece el Sanctus con el cuerpo inclinado. Expresión antiquísima para mostrar la reverencia. Así se prescribe en el primer Ordo Romanus no sólo para el Sanctus sino para todo el canon, por lo menos al clero que asiste al coro. Únicamente el celebrante podía enderezarse acabado el Sanctus, santiguándose al Benedictus y entrando así en la Plegaria eucarística, por ser ésta el “sancta sanctorum” de la celebración, erguido y con paso resuelto.
En la historia de las rúbricas se enfatiza que el celebrante rece el Sanctus con el cuerpo inclinado. Expresión antiquísima para mostrar la reverencia. Así se prescribe en el primer Ordo Romanus no sólo para el Sanctus sino para todo el canon, por lo menos al clero que asiste al coro. Únicamente el celebrante podía enderezarse acabado el Sanctus, santiguándose al Benedictus y entrando así en la Plegaria eucarística, por ser ésta el “sancta sanctorum” de la celebración, erguido y con paso resuelto.
Próximo capítulo: "Cronología de la evolución del canon".
Extraído de Germinans Germinabit.
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