En señal de respeto la palabra humana ha querido, al llegar el momento augusto de la consagración, desaparecer o aparecer lo menos posible para dejar espacio a la palabra divina que se asoma al relato maravilloso de la institución. Ahora, una vez pronunciadas las palabras divinas, de ellas brotan espontáneamente las humanas, como ampliación y cumplimiento de un mandato. El mandato fue que hiciéramos lo que hizo Cristo. Por tanto, las palabras con que los hombres reanudan su plegaria son expresión de haberse cumplido el mandato; en memoria suya se ha realizado la acción sacrificial. Es lo que queremos decir con el “…memores…offerimus”: (recordando…te ofrecemos). No decimos: “ofreciendo recordamos” ni tampoco “recordamos y ofrecemos”, porque ambas acciones no tienen el mismo valor: Cristo nos mandó como acción principal el sacrificio.
Esto no impide que la oración empiece con el recuerdo: “Por tanto, Señor…recordando la sagrada pasión del mismo Cristo, tu Hijo, Señor Nuestro, así como su resurrección de entre los muertos y también su gloriosa ascensión a los cielos…” No se trata aquí de recordar la vida de Cristo, lo que únicamente se quiere conmemorar es propiamente la redención, que no se limita a la pasión y muerte (como lo parecer suponer la liturgia galicana) sino que comprende también la resurrección, colofón que cierra la obra redentora de Cristo. Pasión y resurrección forman una unidad inseparable; por esto se les dio un único nombre que abarca ambas fases del misterio de la redención: “pascha”. Pascua fue la expresión para designar no sólo el Domingo de Resurrección, sino aún la Semana Santa. Antiguamente pascha era sinónimo de sacrificio, hoy lo es de solemnidad. ¡Esplendida profesión de fe en la fuerza victoriosa de la acción redentora de Jesús, que en la resurrección no cambia de signo, sino que continúa recta hasta llegar en línea ascensional al trono mismo de Dios!
La resurrección no es triunfo solamente “para la naturaleza” desde el punto de vista humano, sino principalmente para la gracia, como perfección que es del sacrificio. En la primera predicación del cristianismo, la mayor locura a los ojos de los gentiles no era la doctrina sobre la pasión de Cristo, sino el anuncio de su resurrección. Se comprende esta aparente paradoja, porque lo que nuestra naturaleza anhela no es precisamente resurrección, sino una vida anclada en la tierra que no acabe nunca o a lo más una vuelta a la vida anterior, desde luego sin los sinsabores de la vida vulgar, aunque se alejen los gozos espirituales del cielo. Para los cristianos, en cambio, la pasión de Cristo, vehículo de nuestra redención, juntamente con nuestra cooperación, representan el camino real que a través de la muerte y resurrección nos lleva a la felicidad en Dios. Por eso el recuerdo de la resurrección y su gloriosa ascensión completan la idea del sacrificio, pensamiento que empapa todo el contenido de esta oración.
El fin principal, sin embargo, de esta oración es dar expresión definitiva a nuestro sacrificio: “…nos servi tui sed et plebs sancta…offerimus” (no sólo nosotros tus siervos, sino también tu pueblo santo…te ofrecemos…) Con tales palabras, manifestadoras de la intención interior, se cumple definitivamente el mandato de Cristo. Observemos que, como sujeto que ofrece, no figura Cristo, sino la Iglesia, es decir, el celebrante con sus asistentes y todo el pueblo santo. Esta idea dominará en las tres oraciones de después de la consagración. Luego se pasa a insistir en la parte que en el sacrificio eucarístico tiene la Iglesia, que ya no presenta pan y vino sino “hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis perpetuae”.
Hostia significa un ser animado que se inmola como víctima: Cristo mismo en su cuerpo y sangre. Las dos últimas expresiones hablan de las materias sacrificales como manjar que nos será devuelto en la comunión, por la que se nos comunicará la vida eterna y la salud inmarcesible.
No estará de más fijarnos en otro matiz. Aunque los que ofrecen somos nosotros, aquello que ofrecemos es cosa que Dios puso antes en nuestras manos. Ofrecemos “de tus dones y dádivas” (de tuis donis ac datis).
Los elementos “pan y vino” son al fin y al cabo, aunque hayamos intervenido nosotros en la elaboración, regalos de Dios. Esta alusión directa a nuestra impotencia en el mismo momento del sacrificio es de un subido color cristiano. Nunca nos atreveremos a decir, como diría un pagano, que de lo nuestro hemos ofrecido el sacrificio. Demasiado tenemos que saber como cristianos que no somos más que administradores de los bienes de Dios. Pero nuestros dones son de Dios. Ofrecemos no pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. El don de Dios, que nosotros podemos presentar como nuestro, nos lo dio antes en su Hijo Unigénito.
El mismo pensamiento lo registran las liturgias orientales. Terminada la anámnesis, que se dice poco menos que en silencio, el celebrante levanta la voz para exclamar en tono solemne: “Tas á ek tôn sôn…” (Lo tuyo de lo que es tuyo…) que da lugar a una de las ceremonias más hermosas de ofertorio: durante estas palabras el celebrante extiende los brazos en cruz, sujetando con las manos las manos la forma y el cáliz para ofrecerlos así a Dios. La reforma litúrgica de 1969 quiso introducir ese gesto simbólico en la doxología final de la plegaria eucarística, acompañando al “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente...”, que como veremos, hasta el Misal de Pablo VI, iban acompañadas de otro rito gestual que examinaremos a su debido tiempo. Ahora con la reforma del 69 se ha querido trasladar ese bizantinismo, hermoso sin duda, pero ajeno a la tradición romana, a nuestra liturgia. Pero nadie, nunca jamás, ha hecho pedagogía litúrgica de ese cambio y del sentido de ese nuevo gesto, o ¿quién si no tenía claro, entre todos los lectores seguidores de esta página, el origen y el significado del nuevo gesto doxológico de coger en una mano el cáliz y en la otra la patena poniendo los brazos en cruz mientras el sacerdote los ofrece?
Pero dejando de lado el juicio sobre esta transposición y sobre la falta de pedagogía litúrgica en la innovación , lo que aquí interesa subrayar es que el “Unde et memores” no es sólo la oración más antigua y veneranda del canon, sino la expresión más perfecta de nuestra participación en el sacrificio de Cristo.
Esto no impide que la oración empiece con el recuerdo: “Por tanto, Señor…recordando la sagrada pasión del mismo Cristo, tu Hijo, Señor Nuestro, así como su resurrección de entre los muertos y también su gloriosa ascensión a los cielos…” No se trata aquí de recordar la vida de Cristo, lo que únicamente se quiere conmemorar es propiamente la redención, que no se limita a la pasión y muerte (como lo parecer suponer la liturgia galicana) sino que comprende también la resurrección, colofón que cierra la obra redentora de Cristo. Pasión y resurrección forman una unidad inseparable; por esto se les dio un único nombre que abarca ambas fases del misterio de la redención: “pascha”. Pascua fue la expresión para designar no sólo el Domingo de Resurrección, sino aún la Semana Santa. Antiguamente pascha era sinónimo de sacrificio, hoy lo es de solemnidad. ¡Esplendida profesión de fe en la fuerza victoriosa de la acción redentora de Jesús, que en la resurrección no cambia de signo, sino que continúa recta hasta llegar en línea ascensional al trono mismo de Dios!
La resurrección no es triunfo solamente “para la naturaleza” desde el punto de vista humano, sino principalmente para la gracia, como perfección que es del sacrificio. En la primera predicación del cristianismo, la mayor locura a los ojos de los gentiles no era la doctrina sobre la pasión de Cristo, sino el anuncio de su resurrección. Se comprende esta aparente paradoja, porque lo que nuestra naturaleza anhela no es precisamente resurrección, sino una vida anclada en la tierra que no acabe nunca o a lo más una vuelta a la vida anterior, desde luego sin los sinsabores de la vida vulgar, aunque se alejen los gozos espirituales del cielo. Para los cristianos, en cambio, la pasión de Cristo, vehículo de nuestra redención, juntamente con nuestra cooperación, representan el camino real que a través de la muerte y resurrección nos lleva a la felicidad en Dios. Por eso el recuerdo de la resurrección y su gloriosa ascensión completan la idea del sacrificio, pensamiento que empapa todo el contenido de esta oración.
El fin principal, sin embargo, de esta oración es dar expresión definitiva a nuestro sacrificio: “…nos servi tui sed et plebs sancta…offerimus” (no sólo nosotros tus siervos, sino también tu pueblo santo…te ofrecemos…) Con tales palabras, manifestadoras de la intención interior, se cumple definitivamente el mandato de Cristo. Observemos que, como sujeto que ofrece, no figura Cristo, sino la Iglesia, es decir, el celebrante con sus asistentes y todo el pueblo santo. Esta idea dominará en las tres oraciones de después de la consagración. Luego se pasa a insistir en la parte que en el sacrificio eucarístico tiene la Iglesia, que ya no presenta pan y vino sino “hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis perpetuae”.
Hostia significa un ser animado que se inmola como víctima: Cristo mismo en su cuerpo y sangre. Las dos últimas expresiones hablan de las materias sacrificales como manjar que nos será devuelto en la comunión, por la que se nos comunicará la vida eterna y la salud inmarcesible.
No estará de más fijarnos en otro matiz. Aunque los que ofrecen somos nosotros, aquello que ofrecemos es cosa que Dios puso antes en nuestras manos. Ofrecemos “de tus dones y dádivas” (de tuis donis ac datis).
Los elementos “pan y vino” son al fin y al cabo, aunque hayamos intervenido nosotros en la elaboración, regalos de Dios. Esta alusión directa a nuestra impotencia en el mismo momento del sacrificio es de un subido color cristiano. Nunca nos atreveremos a decir, como diría un pagano, que de lo nuestro hemos ofrecido el sacrificio. Demasiado tenemos que saber como cristianos que no somos más que administradores de los bienes de Dios. Pero nuestros dones son de Dios. Ofrecemos no pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. El don de Dios, que nosotros podemos presentar como nuestro, nos lo dio antes en su Hijo Unigénito.
El mismo pensamiento lo registran las liturgias orientales. Terminada la anámnesis, que se dice poco menos que en silencio, el celebrante levanta la voz para exclamar en tono solemne: “Tas á ek tôn sôn…” (Lo tuyo de lo que es tuyo…) que da lugar a una de las ceremonias más hermosas de ofertorio: durante estas palabras el celebrante extiende los brazos en cruz, sujetando con las manos las manos la forma y el cáliz para ofrecerlos así a Dios. La reforma litúrgica de 1969 quiso introducir ese gesto simbólico en la doxología final de la plegaria eucarística, acompañando al “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente...”, que como veremos, hasta el Misal de Pablo VI, iban acompañadas de otro rito gestual que examinaremos a su debido tiempo. Ahora con la reforma del 69 se ha querido trasladar ese bizantinismo, hermoso sin duda, pero ajeno a la tradición romana, a nuestra liturgia. Pero nadie, nunca jamás, ha hecho pedagogía litúrgica de ese cambio y del sentido de ese nuevo gesto, o ¿quién si no tenía claro, entre todos los lectores seguidores de esta página, el origen y el significado del nuevo gesto doxológico de coger en una mano el cáliz y en la otra la patena poniendo los brazos en cruz mientras el sacerdote los ofrece?
Pero dejando de lado el juicio sobre esta transposición y sobre la falta de pedagogía litúrgica en la innovación , lo que aquí interesa subrayar es que el “Unde et memores” no es sólo la oración más antigua y veneranda del canon, sino la expresión más perfecta de nuestra participación en el sacrificio de Cristo.
Próximo capítulo: “Supra quae”.
Extraído de Germinans Germinabit.
Extraído de Germinans Germinabit.
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