El mandato de repetición.
*
Termina el relato de la institución y la consagración con unas palabras que recuerdan el mandato del Señor. La reforma litúrgica de 1969 ha modificado aquellas que la tradición litúrgica romana había tomado de la tradición paulina “Haec quotiescumque feceritis…” (Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria mía) que, modificando el “bebiereis” por el “hiciereis”, cuadraba maravillosamente con su carácter de acción litúrgica. El actual “Hoc facite in meam commemorationem” y sus múltiples y variadas traducciones en las lenguas vernáculas (Haced esto en conmemoración mía- Feu això que és el meu memorial, etc….) no nos acaba de satisfacer, especialmente si nos induce a creer –siguiendo la teología luterana- que la Eucaristía es una mera conmemoración es decir el relato de un acontecimiento pasado.
En cambio su colocación, inmediatamente después de las palabras sobre el cáliz, tal como se hacía antes de la reforma de San Pío V, nos satisface plenamente. Efectivamente, la reforma tridentina hasta los libros litúrgicos de 1962 lo colocaban sólo después de la elevación. Con su colocación, en la reforma del 69, como broche final de la consagración se resalta más el carácter de las palabras de la consagración como acción presente y no sólo como historia de un acontecimiento pretérito ahora recordado.
La amplificación de su carácter de acción presente y real se consigue con la colocación de una aclamación que combina las palabras del mandato de repetición de la liturgia milanesa con la contestación a la que en la liturgia copta es invitado el pueblo tras las palabras del mandato. Aquí esta respuesta-aclamación es colocada después de la recolocada proclamación “Mysterium fidei”: “Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam Ressurrectionem confitemur, donec venias”” (“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección: Ven, Señor Jesús” “Anunciem la vostra mort, confessem la vostra Ressurrecció, esperem el vostre retorn, Senyor Jesús!”) También aquí las traducciones van campando a sus anchas…
Efectivamente en la liturgia milanesa el sacerdote dice “Cuantas veces lo haréis en recuerdo mío, anunciareis mi muerte, pregonareis mi resurrección, esperareis mi advenimiento, cuando venga a vosotros del cielo”.
Y en la liturgia copta a las palabras del mandato el pueblo contesta “Anunciamos tu muerte, confesamos tu resurrección, esperando tu segunda venida”.
Teológicamente nos parece muy aceptable porque hace que el recuerdo de la pasión de Cristo no quede limitado a un sentimiento subjetivo e inmanente: lo exteriorizamos y lo objetivamos en un acto sacrificial. Las palabras del mandato pues, creemos se amplifican cuando se combina con la “anámnesis” paulina. (1ª Cor. 11,26) Es evidente que todo esto sólo es posible litúrgicamente cuando se abandona el silencio en las palabras de la consagración y en toda la recitación del canon, por lo cual una cosa lleva a la otra. Sin prejuzgar el conjunto de la reforma litúrgica del 69, afirmemos asépticamente que, abandonado el silencio en la recitación del canon, la aclamación de la anámnesis nos parece correcta y en la línea de la tradición litúrgica –quizá no romana- pero si católica.
Termina el relato de la institución y la consagración con unas palabras que recuerdan el mandato del Señor. La reforma litúrgica de 1969 ha modificado aquellas que la tradición litúrgica romana había tomado de la tradición paulina “Haec quotiescumque feceritis…” (Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria mía) que, modificando el “bebiereis” por el “hiciereis”, cuadraba maravillosamente con su carácter de acción litúrgica. El actual “Hoc facite in meam commemorationem” y sus múltiples y variadas traducciones en las lenguas vernáculas (Haced esto en conmemoración mía- Feu això que és el meu memorial, etc….) no nos acaba de satisfacer, especialmente si nos induce a creer –siguiendo la teología luterana- que la Eucaristía es una mera conmemoración es decir el relato de un acontecimiento pasado.
En cambio su colocación, inmediatamente después de las palabras sobre el cáliz, tal como se hacía antes de la reforma de San Pío V, nos satisface plenamente. Efectivamente, la reforma tridentina hasta los libros litúrgicos de 1962 lo colocaban sólo después de la elevación. Con su colocación, en la reforma del 69, como broche final de la consagración se resalta más el carácter de las palabras de la consagración como acción presente y no sólo como historia de un acontecimiento pretérito ahora recordado.
La amplificación de su carácter de acción presente y real se consigue con la colocación de una aclamación que combina las palabras del mandato de repetición de la liturgia milanesa con la contestación a la que en la liturgia copta es invitado el pueblo tras las palabras del mandato. Aquí esta respuesta-aclamación es colocada después de la recolocada proclamación “Mysterium fidei”: “Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam Ressurrectionem confitemur, donec venias”” (“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección: Ven, Señor Jesús” “Anunciem la vostra mort, confessem la vostra Ressurrecció, esperem el vostre retorn, Senyor Jesús!”) También aquí las traducciones van campando a sus anchas…
Efectivamente en la liturgia milanesa el sacerdote dice “Cuantas veces lo haréis en recuerdo mío, anunciareis mi muerte, pregonareis mi resurrección, esperareis mi advenimiento, cuando venga a vosotros del cielo”.
Y en la liturgia copta a las palabras del mandato el pueblo contesta “Anunciamos tu muerte, confesamos tu resurrección, esperando tu segunda venida”.
Teológicamente nos parece muy aceptable porque hace que el recuerdo de la pasión de Cristo no quede limitado a un sentimiento subjetivo e inmanente: lo exteriorizamos y lo objetivamos en un acto sacrificial. Las palabras del mandato pues, creemos se amplifican cuando se combina con la “anámnesis” paulina. (1ª Cor. 11,26) Es evidente que todo esto sólo es posible litúrgicamente cuando se abandona el silencio en las palabras de la consagración y en toda la recitación del canon, por lo cual una cosa lleva a la otra. Sin prejuzgar el conjunto de la reforma litúrgica del 69, afirmemos asépticamente que, abandonado el silencio en la recitación del canon, la aclamación de la anámnesis nos parece correcta y en la línea de la tradición litúrgica –quizá no romana- pero si católica.
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Las ceremonias antes y después de la consagración.
Las ceremonias antes y después de la consagración.
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No contenta la Iglesia con hacer pronunciar al sacerdote las palabras de la consagración, le manda imitar a Cristo también en sus gestos. Así, toma el pan en sus manos y luego el cáliz, lo levanta un poco, como es probable que lo hiciera Cristo, para enseñar el pan y el cáliz ante sus comensales. Esta elevación se hacía de modo más visible en la Edad Media; pero como esto dio lugar a que el pueblo adorara la forma antes de ser consagrada, se redujo la elevación antes de la consagración a insinuar el gesto, dejando la elevación mayor para después de consagradas las especies. Hoy en día ese gesto más bien tiene carácter de ademán oblativo. Por eso el celebrante levanta al mismo tiempo su mirada en dirección al cielo. Esa mirada al cielo la está pidiendo la misma frase pronunciada por el celebrante: “…levantando los ojos al cielo, a Ti, Dios, su Padre Todopoderoso…”
A continuación inclina la cabeza cuando dice: “…dándote gracias…” Como manifestación de acción de gracias, encontramos la inclinación de la cabeza en otros pasajes de la misa. Es un modo plástico de expresar el agradecimiento, no un calco histórico de un gesto de Cristo. Lo mismo podemos decir de la ceremonia de trazar una cruz sobre el y sobre el cáliz mientras se dice “benedixit”. Cristo bendijo el pan y el vino rezando sobre ellos una oración de alabanza y de acción de gracias, no trazando sobre ellos una cruz. Pero ese signo de la cruz sobre las especies es un modo respetuoso que el uso litúrgico nos ha traído.
La supresión de esas cruces en la consagración de cada una de las dos especies sacramentales en la reforma del 69, no tendría más importancia si el “lo bendijo” no hubiese sido transformado en las traducciones vernáculas por un “te bendijo” dirigido a Dios Padre. ¿Bendijo el pan y el vino o bendijo a Dios Padre por el pan y el vino? ¿Otra vez el encaje de otro paralelismo con las berecats de bendición? Esto nos parece más peligroso y por ello inapropiado. Parece un reflejo de la misma tendencia que apareció con el movimiento revolucionario de los albigenses y otros herejes de su misma tendencia para los que la eucaristía no era más que un pan bendecido. Los cátaros, mezclando antiguas herejías maniqueas, negaron la transubstanciación. Y el pueblo fiel, prueba de lo arraigada que estaba la fe en él, no solamente rechazó la herejía sino que reaccionó valientemente con un movimiento positivo: la veneración a la eucaristía como jamás se había conocido.
Es cierto que ya desde fines del siglo XI los intelectuales habían empezado a prestar más atención a la teología de la presencia real de Cristo en el sacramento, complementándola con la afirmación de que en cada una de las dos especies está Cristo totalmente. Así, se decide la Iglesia a dar la comunión bajo la sola especie de pan. La herejía de Berengario de Tours (m. 1088) había motivado esa mayor profundización en el problema de la presencia real.
Desacostumbrados desde hacía siglos a la comunión frecuente por un respeto exagerado al sacramento, el nuevo movimiento eucarístico no siguió este cauce, sino que abrió nuevas sendas, más fáciles y que mejor encajaban con su modo de pensar. Aumentan las muestras de reverencia, como son los lavatorios de manos y las abluciones del cáliz; algunos sacerdotes empiezan a juntar los dedos en señal de respeto después de haber tocado en la consagración el cuerpo de Cristo bajo la especie de pan. No importaba que el gran liturgista Bertoldo de Constanza se levantase contra esa innovación (Micrologus, c 16 PL 151, 987); fue ganando terreno y Durando en su “Rationale” litúrgico (libro IV) la exige como cosa normal después de la consagración.
En el pueblo la mayor veneración de la eucaristía tomó otras modalidades. Siempre había podido contemplar en ciertos instantes, aunque brevemente y a distancia, las sagradas especies. Ahora quería verlas de cerca y por más espacio. Consciente de su indignidad, no aspiraba a ver, como los santos, en la sagrada forma al mismo Cristo con su figura real. Pero sí a verlo velado en la contemplación y adoración de las especies sacramentales ya consagradas. Por eso el obispo Odón de París dispuso a principios del siglo XIII que los sacerdotes antes de consagrar levantasen la forma a la altura del pecho pero que después de la consagración la levantases a una altura conveniente para que todos la pudiesen adorar cómodamente (Precepta Synodalia, c.28: Mansi, XXIII,682). Es la primera noticia segura sobre la elevación, pero parece probable que las mismas causas dieran lugar en otras regiones, aún antes, a semejantes disposiciones.
Con esto la elevación oblativa de antes de la consagración se redujo notablemente, tomando en cambio la elevación mayor con el tiempo la absoluta primacía. Idea del fervor por contemplar la sagrada forma nos la dan las noticias de procesos ante los tribunales, en que se disputaban los sitios de la iglesia desde donde mejor se pudiera ver la forma, o el hecho de que los excomulgados que no podían entrar en la iglesia, abrieran boquetes en los muros que daban al altar mayor para no verse privados de la elevación. Hubo casos en que ofrecían al sacerdote una limosna para que tuviese más tiempo elevada la forma; e incluso se podían oír en el templo durante la elevación voces rogando no acabara la elevación. Mucha gente se contentaba con haber visto la forma al alzar. En muchas iglesias como no era fácil ver la forma sobre los colores del fondo del retablo, para que se recortara mejor corrían un velo negro entre el altar y el retablo y, en las misas tempranas, encendían una vela que levantaban detrás de la hostia.
Este movimiento llevó a establecer la fiesta del Corpus y la costumbre de la exposición mayor. Fue el siglo en que con motivo de los delitos contra la Sagrada Forma estallaron tanto en España como en Alemania las sangrientas persecuciones contra los judíos.
Por varios siglos este deseo de ver la Sagrada Forma influyó fervorosamente en la espiritualidad de Occidente. A fines de la Edad Media hacía el siglo XV se entibian estas ansias pues se había introducido otra espiritualidad que impuso la costumbre de inclinar la cabeza en señal de veneración. Este hábito degeneró en frialdad creciente al extremo que el papa San Pío X, para reavivar la antigua costumbre juzgó conveniente conceder una indulgencia especial si al alzar se miraba la Sagrada Forma y se rezaba la jaculatoria “Señor mío y Dios mío”.
La elevación influyó en el corte de la casulla. Hasta entonces nunca se había elevado la forma tan alto ni se prolongaba tanto tiempo. Por eso no estorbaba la casulla, que cubría entonces los brazos hasta la mano. Cuando ahora el sacerdote levantaba los brazos casi verticalmente, la casulla estorbaba notablemente este movimiento. Se dieron pues, disposiciones para que el diácono facilitase el gesto al celebrante elevando la casulla; disposiciones que pasaron a las rúbricas de la misa. Sin embargo, dada la forma de entonces en la casulla, poco aliviaba la ayuda del diácono (cuando lo había) De ahí que empezaran a recortar la parte que cubría los brazos hasta hacerla desaparecer totalmente. Con retoques y modificaciones continuas en su ornamentación la casulla llegó a perder su carácter de prenda de vestir, adaptada al cuerpo, para convertirse en dos piezas rígidas unidas entre sí por encima de los hombros.
Ya en la década de los 50 en todo el mundo católico se notó un fuerte movimiento para volver a la forma antigua, que con poca razón se ha llamado “gótica” ya que no es más que la antigua “paenula” romana, conocida ya en el culto estacional y que adquirió posteriormente el nombre de “planeta”. La forma ovalada, casi puntiaguda, que se dio en aquellos años 50 a las primeras casullas en ese retorno a la tradición, se debió a la ignorancia de la forma primitiva que fue tan redonda en ambos extremos como la casulla recortada de la época renascimental y bárroca de los últimos siglos.
Hay que apostillar que la elevación del cáliz no se introdujo cuando la de la forma. Era natural, pues aún levantando en alto el cáliz, no se veía el sanguis. Se comprende, sin embargo, la tendencia a uniformar las ceremonias de ambas consagraciones.
No contenta la Iglesia con hacer pronunciar al sacerdote las palabras de la consagración, le manda imitar a Cristo también en sus gestos. Así, toma el pan en sus manos y luego el cáliz, lo levanta un poco, como es probable que lo hiciera Cristo, para enseñar el pan y el cáliz ante sus comensales. Esta elevación se hacía de modo más visible en la Edad Media; pero como esto dio lugar a que el pueblo adorara la forma antes de ser consagrada, se redujo la elevación antes de la consagración a insinuar el gesto, dejando la elevación mayor para después de consagradas las especies. Hoy en día ese gesto más bien tiene carácter de ademán oblativo. Por eso el celebrante levanta al mismo tiempo su mirada en dirección al cielo. Esa mirada al cielo la está pidiendo la misma frase pronunciada por el celebrante: “…levantando los ojos al cielo, a Ti, Dios, su Padre Todopoderoso…”
A continuación inclina la cabeza cuando dice: “…dándote gracias…” Como manifestación de acción de gracias, encontramos la inclinación de la cabeza en otros pasajes de la misa. Es un modo plástico de expresar el agradecimiento, no un calco histórico de un gesto de Cristo. Lo mismo podemos decir de la ceremonia de trazar una cruz sobre el y sobre el cáliz mientras se dice “benedixit”. Cristo bendijo el pan y el vino rezando sobre ellos una oración de alabanza y de acción de gracias, no trazando sobre ellos una cruz. Pero ese signo de la cruz sobre las especies es un modo respetuoso que el uso litúrgico nos ha traído.
La supresión de esas cruces en la consagración de cada una de las dos especies sacramentales en la reforma del 69, no tendría más importancia si el “lo bendijo” no hubiese sido transformado en las traducciones vernáculas por un “te bendijo” dirigido a Dios Padre. ¿Bendijo el pan y el vino o bendijo a Dios Padre por el pan y el vino? ¿Otra vez el encaje de otro paralelismo con las berecats de bendición? Esto nos parece más peligroso y por ello inapropiado. Parece un reflejo de la misma tendencia que apareció con el movimiento revolucionario de los albigenses y otros herejes de su misma tendencia para los que la eucaristía no era más que un pan bendecido. Los cátaros, mezclando antiguas herejías maniqueas, negaron la transubstanciación. Y el pueblo fiel, prueba de lo arraigada que estaba la fe en él, no solamente rechazó la herejía sino que reaccionó valientemente con un movimiento positivo: la veneración a la eucaristía como jamás se había conocido.
Es cierto que ya desde fines del siglo XI los intelectuales habían empezado a prestar más atención a la teología de la presencia real de Cristo en el sacramento, complementándola con la afirmación de que en cada una de las dos especies está Cristo totalmente. Así, se decide la Iglesia a dar la comunión bajo la sola especie de pan. La herejía de Berengario de Tours (m. 1088) había motivado esa mayor profundización en el problema de la presencia real.
Desacostumbrados desde hacía siglos a la comunión frecuente por un respeto exagerado al sacramento, el nuevo movimiento eucarístico no siguió este cauce, sino que abrió nuevas sendas, más fáciles y que mejor encajaban con su modo de pensar. Aumentan las muestras de reverencia, como son los lavatorios de manos y las abluciones del cáliz; algunos sacerdotes empiezan a juntar los dedos en señal de respeto después de haber tocado en la consagración el cuerpo de Cristo bajo la especie de pan. No importaba que el gran liturgista Bertoldo de Constanza se levantase contra esa innovación (Micrologus, c 16 PL 151, 987); fue ganando terreno y Durando en su “Rationale” litúrgico (libro IV) la exige como cosa normal después de la consagración.
En el pueblo la mayor veneración de la eucaristía tomó otras modalidades. Siempre había podido contemplar en ciertos instantes, aunque brevemente y a distancia, las sagradas especies. Ahora quería verlas de cerca y por más espacio. Consciente de su indignidad, no aspiraba a ver, como los santos, en la sagrada forma al mismo Cristo con su figura real. Pero sí a verlo velado en la contemplación y adoración de las especies sacramentales ya consagradas. Por eso el obispo Odón de París dispuso a principios del siglo XIII que los sacerdotes antes de consagrar levantasen la forma a la altura del pecho pero que después de la consagración la levantases a una altura conveniente para que todos la pudiesen adorar cómodamente (Precepta Synodalia, c.28: Mansi, XXIII,682). Es la primera noticia segura sobre la elevación, pero parece probable que las mismas causas dieran lugar en otras regiones, aún antes, a semejantes disposiciones.
Con esto la elevación oblativa de antes de la consagración se redujo notablemente, tomando en cambio la elevación mayor con el tiempo la absoluta primacía. Idea del fervor por contemplar la sagrada forma nos la dan las noticias de procesos ante los tribunales, en que se disputaban los sitios de la iglesia desde donde mejor se pudiera ver la forma, o el hecho de que los excomulgados que no podían entrar en la iglesia, abrieran boquetes en los muros que daban al altar mayor para no verse privados de la elevación. Hubo casos en que ofrecían al sacerdote una limosna para que tuviese más tiempo elevada la forma; e incluso se podían oír en el templo durante la elevación voces rogando no acabara la elevación. Mucha gente se contentaba con haber visto la forma al alzar. En muchas iglesias como no era fácil ver la forma sobre los colores del fondo del retablo, para que se recortara mejor corrían un velo negro entre el altar y el retablo y, en las misas tempranas, encendían una vela que levantaban detrás de la hostia.
Este movimiento llevó a establecer la fiesta del Corpus y la costumbre de la exposición mayor. Fue el siglo en que con motivo de los delitos contra la Sagrada Forma estallaron tanto en España como en Alemania las sangrientas persecuciones contra los judíos.
Por varios siglos este deseo de ver la Sagrada Forma influyó fervorosamente en la espiritualidad de Occidente. A fines de la Edad Media hacía el siglo XV se entibian estas ansias pues se había introducido otra espiritualidad que impuso la costumbre de inclinar la cabeza en señal de veneración. Este hábito degeneró en frialdad creciente al extremo que el papa San Pío X, para reavivar la antigua costumbre juzgó conveniente conceder una indulgencia especial si al alzar se miraba la Sagrada Forma y se rezaba la jaculatoria “Señor mío y Dios mío”.
La elevación influyó en el corte de la casulla. Hasta entonces nunca se había elevado la forma tan alto ni se prolongaba tanto tiempo. Por eso no estorbaba la casulla, que cubría entonces los brazos hasta la mano. Cuando ahora el sacerdote levantaba los brazos casi verticalmente, la casulla estorbaba notablemente este movimiento. Se dieron pues, disposiciones para que el diácono facilitase el gesto al celebrante elevando la casulla; disposiciones que pasaron a las rúbricas de la misa. Sin embargo, dada la forma de entonces en la casulla, poco aliviaba la ayuda del diácono (cuando lo había) De ahí que empezaran a recortar la parte que cubría los brazos hasta hacerla desaparecer totalmente. Con retoques y modificaciones continuas en su ornamentación la casulla llegó a perder su carácter de prenda de vestir, adaptada al cuerpo, para convertirse en dos piezas rígidas unidas entre sí por encima de los hombros.
Ya en la década de los 50 en todo el mundo católico se notó un fuerte movimiento para volver a la forma antigua, que con poca razón se ha llamado “gótica” ya que no es más que la antigua “paenula” romana, conocida ya en el culto estacional y que adquirió posteriormente el nombre de “planeta”. La forma ovalada, casi puntiaguda, que se dio en aquellos años 50 a las primeras casullas en ese retorno a la tradición, se debió a la ignorancia de la forma primitiva que fue tan redonda en ambos extremos como la casulla recortada de la época renascimental y bárroca de los últimos siglos.
Hay que apostillar que la elevación del cáliz no se introdujo cuando la de la forma. Era natural, pues aún levantando en alto el cáliz, no se veía el sanguis. Se comprende, sin embargo, la tendencia a uniformar las ceremonias de ambas consagraciones.
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El toque de campanilla, la actitud corporal de los fieles y los cantos de saludo.
El toque de campanilla, la actitud corporal de los fieles y los cantos de saludo.
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Hacia el año 1201 encontramos un testimonio documental del toque de campanilla. Coincide su aparición cronológicamente con el de la elevación mayor, a la que debía acompañar. Se considera como una señal y una invitación para venerar el sacramento. La misma finalidad tenía desde finales del siglo XIII el toque de una de las campanas de la torre, para que los que estuvieran ocupados en las faenas del campo pudieran recogerse por un momento, dirigir su mirada respetuosamente hacia la iglesia y adorar a Cristo, que acababa de bajar de los cielos a la tierra.
Por otra parte, el poder mirar la Sagrada Forma explica también por qué en la Edad Media en vez de la profunda inclinación durante la consagración o el canon, que mantuvieron las iglesias orientales, los fieles se pusieran de rodillas. No cuajó esta nueva costumbre sin alguna resistencia por parte del clero, sobre todo de los canónigos, que por ejemplo en Chartres, mantuvieron la postura antigua hasta el siglo XVIII.
Otras formas de demostrar la veneración a la eucaristía era extender los brazos en cruz o levantar por lo menos las manos. La genuflexión simple con una sola rodilla y por un momento, aparece por vez primera mencionada en Enrique de Hesse (m. 1397) como costumbre de algunos sacerdotes piadosos. El Misal Romano no la prescribe hasta el año 1498 y fue el Misal de San Pío V quien la universalizó.
Fue en esta época, entre los siglos XV y XVI, cuando aparecen en los documentos de fundaciones piadosas algunas estipulaciones sobre el canto en el momento de la elevación de himnos como el “O salutaris hostia” y el “Ave verum” o de la oración “O sacrum convivium”.
El mismo significado de ceremonia de saludo tenía el presentarse en el presbiterio inmediatamente antes de la consagración ( al canto del Benedictus del Santo) algunos acólitos con velas encendidas y un turiferario. Esta última costumbre arraigó y logró imponerse generalmente.
Sin embargo en lo que se refiere a los cantos, podemos afirmar que se los encuentra con preferencia en los países latinos, mientras que en los germánicos querían más bien el silencio. Las decisiones de la Sagrada Congregación de Ritos favoreció generalmente la tendencia el silencio, prohibiendo los cantos aunque permitiendo que se toque el órgano al alzar pero no más allá, como testarudamente aún se hace en algunos sitios contraviniendo la norma litúrgica de antes y de después del Concilio…
No hay que tener miedo al silencio litúrgico, que debe ocupar un espacio importante en la celebración.
Hacia el año 1201 encontramos un testimonio documental del toque de campanilla. Coincide su aparición cronológicamente con el de la elevación mayor, a la que debía acompañar. Se considera como una señal y una invitación para venerar el sacramento. La misma finalidad tenía desde finales del siglo XIII el toque de una de las campanas de la torre, para que los que estuvieran ocupados en las faenas del campo pudieran recogerse por un momento, dirigir su mirada respetuosamente hacia la iglesia y adorar a Cristo, que acababa de bajar de los cielos a la tierra.
Por otra parte, el poder mirar la Sagrada Forma explica también por qué en la Edad Media en vez de la profunda inclinación durante la consagración o el canon, que mantuvieron las iglesias orientales, los fieles se pusieran de rodillas. No cuajó esta nueva costumbre sin alguna resistencia por parte del clero, sobre todo de los canónigos, que por ejemplo en Chartres, mantuvieron la postura antigua hasta el siglo XVIII.
Otras formas de demostrar la veneración a la eucaristía era extender los brazos en cruz o levantar por lo menos las manos. La genuflexión simple con una sola rodilla y por un momento, aparece por vez primera mencionada en Enrique de Hesse (m. 1397) como costumbre de algunos sacerdotes piadosos. El Misal Romano no la prescribe hasta el año 1498 y fue el Misal de San Pío V quien la universalizó.
Fue en esta época, entre los siglos XV y XVI, cuando aparecen en los documentos de fundaciones piadosas algunas estipulaciones sobre el canto en el momento de la elevación de himnos como el “O salutaris hostia” y el “Ave verum” o de la oración “O sacrum convivium”.
El mismo significado de ceremonia de saludo tenía el presentarse en el presbiterio inmediatamente antes de la consagración ( al canto del Benedictus del Santo) algunos acólitos con velas encendidas y un turiferario. Esta última costumbre arraigó y logró imponerse generalmente.
Sin embargo en lo que se refiere a los cantos, podemos afirmar que se los encuentra con preferencia en los países latinos, mientras que en los germánicos querían más bien el silencio. Las decisiones de la Sagrada Congregación de Ritos favoreció generalmente la tendencia el silencio, prohibiendo los cantos aunque permitiendo que se toque el órgano al alzar pero no más allá, como testarudamente aún se hace en algunos sitios contraviniendo la norma litúrgica de antes y de después del Concilio…
No hay que tener miedo al silencio litúrgico, que debe ocupar un espacio importante en la celebración.
Próximo capítulo: "“Unde et memores” (Recordando te ofrecemos…)”.
Extraído de Germinans Germinabit.
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