En el sugestivo ambiente de la Semana Santa, un estudio de la Misa que quiere ser síntesis, no puede estar falto de la explicación ideológica y dogmática de su rito central, la consagración, porque en él se concentra focalmente el misterio todo como acción y se verifica el sacrificio en su esencia.
Hay en el sacrificio de la Misa una consideración esencial que debe ser hecha: la entrega sacrificial de Cristo como acto de obediencia heroica para reparar la desobediencia de Adán. El recuerdo de esa entrega sacrificial es un hecho real y objetivo que tiene que penetrar toda la vida consciente y afectiva del que interviene en esta representación mística de su muerte. Sin duda no depende de ellos la fuerza infinita del sacrificio ni su significación pero la omnipotencia divina ideó en la Misa un medio asombroso para que las generaciones siguientes estuvieran místicamente presentes asimilando la tragedia salvadora de la cruz.
Durante la Edad Media las interpretaciones místicas que dieron a la misa los que aquella edad, tuvieron el mérito inapreciable de meter en la conciencia popular la idea esencial de la misa como sacrificio representativo de la Cruz: la pasión del Señor la vieron representada en la fracción del pan, en su distribución a los fieles, en la sunción del cáliz, por la que la sangre del Señor pasaba a la boca de los fieles. Éste fue el punto de arranque para extender la alegoría, deliciosa hasta el detalle, a toda la misa. En el velar la patena mediante el paño de hombros cuando la coge el subdiácono, o cuando el sacerdote lo pone, en la misa rezada o cantada, de bajo de los corporales, veían representada la huida de los Apóstoles al comienzo de la pasión. Se le ve padecer al Señor cuando el celebrante pone los brazos en cruz durante el prefacio y el canon. En la inclinación de cabeza al final del “Memento etiam” figuran el inclinar Jesús la cabeza al entregar en la muerte su espíritu al Padre eterno. Al “Nobis quoque” levanta el sacerdote la voz y se da un golpe de pecho, porque se lee en la Sagrada Escritura del centurión que levantó su voz para dar testimonio de Cristo y porque los que estaban alrededor de la cruz volvían a casa después de la muerte dándose golpes de pecho. La mezcla de una partícula de la forma con el sanguis, representa la resurrección del Señor, cuando se unió otra vez el alma, la vida representada por la sangre, con el cuerpo. Mediante el ósculo de la paz saluda Cristo Resucitado a los Apóstoles…
Otras alegorías posteriores van haciendo desfilar en la misa la cinta de la vida toda de Cristo y aunque nos parezcan endebles tuvieron esa virtud pedagógica para el pueblo cristiano.
Esta conmemoración de la pasión fue un progreso sobre la forma primitiva de la eucaristía que veía el recuerdo del Señor más bien en la forma exterior de banquete, siendo para los cristianos ante todo recuerdo de la cena, No fue fácil la evolución de la idea de cena conmemorativa a sacrificio representativo. Los primeros cristianos no encontraban satisfactorio hablar de altar ni de materias sacrificiales les recordaba demasiado los sacrificios de los paganos y los judíos. Ellos, los cristianos, se reunían alrededor de una mesa, Nada mejor para expresar la unión intima entre el “que presidía”- por la misma razón no le llamaban sacerdote- y la comunidad, que el ambiente acogedor de un banquete.
Llevaba, sin embargo, una desventaja: el acentuar tanto la idea de cena podía desdibujar las líneas de la idea sacrificial. Cayeron en la cuenta del peligro y por eso fueron aislando la función religiosa de la celebración del ágape, aunque sin suprimir ninguna de las dos expresiones. Es evidente que a medida que avanzaban los siglos la conciencia del carácter esencialmente sacrificial de la celebración eucarística encontraba expresión cada vez más clara. La fe inquebrantable en la palabra de Cristo iba transformando la forma primitiva de una cena conmemorativa. El mandato del Señor, que se acomodaba además a la natural tendencia del hombre de tener sacrificios en el culto y auténticos sacrificios en acción, venció finalmente todos los reparos contra un sacrificio visible. Un elemento poderosísimo en esta evolución fue, sin duda, el entregar los fieles las ofrendas para la misa. Con todo, tanto en la antigüedad como en la Edad Media sabían los fieles que la aportación de ofrendas no era el sacrifico, sino sólo su preparación, y no pasó de elemento de segundo orden. El sacrificio cristiano no consistía en la oblación del pan y del vino, sino en la del cuerpo y la sangre de Cristo. Pero si el llevar su ofrenda al altar no constituía aún el sacrificio, contribuía eficazmente a que la oblación inmolativa del cuerpo y la sangre de Cristo se considerase como sacrificio nuestro. Esta advertencia última tiene cierta actualidad: la liturgia siempre habló con toda claridad junto al sacrificio de Cristo, del sacrificio de la Iglesia, aunque en la teología sacramental y la predicación a partir del siglo XVI en su polémica contra las herejías protestantes venía acostumbrándose a hablar casi exclusivamente del sacrificio de Cristo.
No extrañe si insistimos en que el sacrificio eucarístico es al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia, como desde la antigüedad lo recuerdan los Santos Padres de la Iglesia y quiso afirmar rotundamente también el Concilio de Trento. (Denzinger nº 938) Parece una cosa obvia celebrándose como se celebra en la Iglesia. Sin embargo, no se trata de esto solamente, sino de saber si además de Cristo, la Iglesia, o sea la institución de Cristo y cada uno de los miembros que la componen, intervienen directamente en este sacrificio. La respuesta categórica la da la misma liturgia cuando en uno de sus textos más venerables la acción del altar es llamada “oblatio servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae” (oblación de nosotros tus siervos y también de toda tu familia). Y algo después de la consagración afirma: “nos famuli tui, sed et plebs tua sancta offerimus praeclari maiestati tuae” (nosotros tus siervos pero también tu pueblo santo ofrecemos a tu excelsa majestad…) La liturgia distingue pues, dentro del concepto de Iglesia, clero y pueblo; lo que equivale a afirmar llanamente que también el pueblo interviene en el sacrificio.
Así pues en la consagración las ceremonias sobre el pan y el vino son sacrificio en que se ofrece Cristo a sí mismo y al mismo tiempo en él se ofrece la Iglesia, sacerdotes y fieles.
Para comprender cómo la transubstanciación de pan y vino pueda ser sacrificio, es necesario y basta señalar en ella la efusión de la sangre. Las mismas palabras de la consagración del cáliz nos prueban la existencia de tal efusión de la sangre. Aunque en la traducción castellana de la misa actual se dice “será derramada”, el texto original tal como viene en San Marcos y en San Lucas y se encuentra en la anáfora de San Hipólito dice “es derramada” o sea que la efusión de la sangre no se refiere exclusivamente al sacrificio de la cruz, sino también al de la cena y, en consecuencia, a cada sacrificio eucarístico. Si en la redacción actual no se atiende a esta duplicidad de la efusión de la sangre, ciertamente no se la excluye. En efecto, es unánime la doctrina de los teólogos sobre el sacrificio eucarístico: no hay sacrificio con la sola consagración del pan, se requiere la del vino. Para la presencia real bastaría la consagración de una sola especie, pero para que haya sacrificio es necesaria la consagración de ambas especies. ¿Razón? Que por la consagración subsiguiente del vino, se separa sacramentalmente la sangre del cuerpo, realizándose de este modo el acto cumbre de todo sacrificio cruento: la efusión de la sangre, Hasta la reforma de San Pío V esto se expresaba incluso plásticamente colocando el cáliz al lado derecho de la forma, como dice Inocencio III (De sacro alt. Myst, II, 58 : PL 217): “como si debiera recoger la sangre que se cree y se ve derramada del costado derecho”. En la reforma postconciliar se enfatizó esa forma antigua de colocación de la patena y del cáliz a su derecha pero sin hacer pedagogía para recordar la antigua explicación alegórica sacrificial por lo que no ha servido absolutamente a ningún fin educativo: ha acabado siendo un cambiar por cambiar. Aunque con la sola posterioridad de la consagración de la sangre en relación a la del pan se hace ya visible la separación de la sangre y cumple por tanto la condición de ser un acto sensible y perceptible de efusión de sangre que manifiesta la intención sacrificial.
A continuación y cómo conclusión de la primera parte de este capítulo un breve excursus sobre la cuestión del “pro multis”. Sencilla y al alcance de todos.
Hay en el sacrificio de la Misa una consideración esencial que debe ser hecha: la entrega sacrificial de Cristo como acto de obediencia heroica para reparar la desobediencia de Adán. El recuerdo de esa entrega sacrificial es un hecho real y objetivo que tiene que penetrar toda la vida consciente y afectiva del que interviene en esta representación mística de su muerte. Sin duda no depende de ellos la fuerza infinita del sacrificio ni su significación pero la omnipotencia divina ideó en la Misa un medio asombroso para que las generaciones siguientes estuvieran místicamente presentes asimilando la tragedia salvadora de la cruz.
Durante la Edad Media las interpretaciones místicas que dieron a la misa los que aquella edad, tuvieron el mérito inapreciable de meter en la conciencia popular la idea esencial de la misa como sacrificio representativo de la Cruz: la pasión del Señor la vieron representada en la fracción del pan, en su distribución a los fieles, en la sunción del cáliz, por la que la sangre del Señor pasaba a la boca de los fieles. Éste fue el punto de arranque para extender la alegoría, deliciosa hasta el detalle, a toda la misa. En el velar la patena mediante el paño de hombros cuando la coge el subdiácono, o cuando el sacerdote lo pone, en la misa rezada o cantada, de bajo de los corporales, veían representada la huida de los Apóstoles al comienzo de la pasión. Se le ve padecer al Señor cuando el celebrante pone los brazos en cruz durante el prefacio y el canon. En la inclinación de cabeza al final del “Memento etiam” figuran el inclinar Jesús la cabeza al entregar en la muerte su espíritu al Padre eterno. Al “Nobis quoque” levanta el sacerdote la voz y se da un golpe de pecho, porque se lee en la Sagrada Escritura del centurión que levantó su voz para dar testimonio de Cristo y porque los que estaban alrededor de la cruz volvían a casa después de la muerte dándose golpes de pecho. La mezcla de una partícula de la forma con el sanguis, representa la resurrección del Señor, cuando se unió otra vez el alma, la vida representada por la sangre, con el cuerpo. Mediante el ósculo de la paz saluda Cristo Resucitado a los Apóstoles…
Otras alegorías posteriores van haciendo desfilar en la misa la cinta de la vida toda de Cristo y aunque nos parezcan endebles tuvieron esa virtud pedagógica para el pueblo cristiano.
Esta conmemoración de la pasión fue un progreso sobre la forma primitiva de la eucaristía que veía el recuerdo del Señor más bien en la forma exterior de banquete, siendo para los cristianos ante todo recuerdo de la cena, No fue fácil la evolución de la idea de cena conmemorativa a sacrificio representativo. Los primeros cristianos no encontraban satisfactorio hablar de altar ni de materias sacrificiales les recordaba demasiado los sacrificios de los paganos y los judíos. Ellos, los cristianos, se reunían alrededor de una mesa, Nada mejor para expresar la unión intima entre el “que presidía”- por la misma razón no le llamaban sacerdote- y la comunidad, que el ambiente acogedor de un banquete.
Llevaba, sin embargo, una desventaja: el acentuar tanto la idea de cena podía desdibujar las líneas de la idea sacrificial. Cayeron en la cuenta del peligro y por eso fueron aislando la función religiosa de la celebración del ágape, aunque sin suprimir ninguna de las dos expresiones. Es evidente que a medida que avanzaban los siglos la conciencia del carácter esencialmente sacrificial de la celebración eucarística encontraba expresión cada vez más clara. La fe inquebrantable en la palabra de Cristo iba transformando la forma primitiva de una cena conmemorativa. El mandato del Señor, que se acomodaba además a la natural tendencia del hombre de tener sacrificios en el culto y auténticos sacrificios en acción, venció finalmente todos los reparos contra un sacrificio visible. Un elemento poderosísimo en esta evolución fue, sin duda, el entregar los fieles las ofrendas para la misa. Con todo, tanto en la antigüedad como en la Edad Media sabían los fieles que la aportación de ofrendas no era el sacrifico, sino sólo su preparación, y no pasó de elemento de segundo orden. El sacrificio cristiano no consistía en la oblación del pan y del vino, sino en la del cuerpo y la sangre de Cristo. Pero si el llevar su ofrenda al altar no constituía aún el sacrificio, contribuía eficazmente a que la oblación inmolativa del cuerpo y la sangre de Cristo se considerase como sacrificio nuestro. Esta advertencia última tiene cierta actualidad: la liturgia siempre habló con toda claridad junto al sacrificio de Cristo, del sacrificio de la Iglesia, aunque en la teología sacramental y la predicación a partir del siglo XVI en su polémica contra las herejías protestantes venía acostumbrándose a hablar casi exclusivamente del sacrificio de Cristo.
No extrañe si insistimos en que el sacrificio eucarístico es al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia, como desde la antigüedad lo recuerdan los Santos Padres de la Iglesia y quiso afirmar rotundamente también el Concilio de Trento. (Denzinger nº 938) Parece una cosa obvia celebrándose como se celebra en la Iglesia. Sin embargo, no se trata de esto solamente, sino de saber si además de Cristo, la Iglesia, o sea la institución de Cristo y cada uno de los miembros que la componen, intervienen directamente en este sacrificio. La respuesta categórica la da la misma liturgia cuando en uno de sus textos más venerables la acción del altar es llamada “oblatio servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae” (oblación de nosotros tus siervos y también de toda tu familia). Y algo después de la consagración afirma: “nos famuli tui, sed et plebs tua sancta offerimus praeclari maiestati tuae” (nosotros tus siervos pero también tu pueblo santo ofrecemos a tu excelsa majestad…) La liturgia distingue pues, dentro del concepto de Iglesia, clero y pueblo; lo que equivale a afirmar llanamente que también el pueblo interviene en el sacrificio.
Así pues en la consagración las ceremonias sobre el pan y el vino son sacrificio en que se ofrece Cristo a sí mismo y al mismo tiempo en él se ofrece la Iglesia, sacerdotes y fieles.
Para comprender cómo la transubstanciación de pan y vino pueda ser sacrificio, es necesario y basta señalar en ella la efusión de la sangre. Las mismas palabras de la consagración del cáliz nos prueban la existencia de tal efusión de la sangre. Aunque en la traducción castellana de la misa actual se dice “será derramada”, el texto original tal como viene en San Marcos y en San Lucas y se encuentra en la anáfora de San Hipólito dice “es derramada” o sea que la efusión de la sangre no se refiere exclusivamente al sacrificio de la cruz, sino también al de la cena y, en consecuencia, a cada sacrificio eucarístico. Si en la redacción actual no se atiende a esta duplicidad de la efusión de la sangre, ciertamente no se la excluye. En efecto, es unánime la doctrina de los teólogos sobre el sacrificio eucarístico: no hay sacrificio con la sola consagración del pan, se requiere la del vino. Para la presencia real bastaría la consagración de una sola especie, pero para que haya sacrificio es necesaria la consagración de ambas especies. ¿Razón? Que por la consagración subsiguiente del vino, se separa sacramentalmente la sangre del cuerpo, realizándose de este modo el acto cumbre de todo sacrificio cruento: la efusión de la sangre, Hasta la reforma de San Pío V esto se expresaba incluso plásticamente colocando el cáliz al lado derecho de la forma, como dice Inocencio III (De sacro alt. Myst, II, 58 : PL 217): “como si debiera recoger la sangre que se cree y se ve derramada del costado derecho”. En la reforma postconciliar se enfatizó esa forma antigua de colocación de la patena y del cáliz a su derecha pero sin hacer pedagogía para recordar la antigua explicación alegórica sacrificial por lo que no ha servido absolutamente a ningún fin educativo: ha acabado siendo un cambiar por cambiar. Aunque con la sola posterioridad de la consagración de la sangre en relación a la del pan se hace ya visible la separación de la sangre y cumple por tanto la condición de ser un acto sensible y perceptible de efusión de sangre que manifiesta la intención sacrificial.
A continuación y cómo conclusión de la primera parte de este capítulo un breve excursus sobre la cuestión del “pro multis”. Sencilla y al alcance de todos.
Próximo capítulo: "El sentido del misterio eucarístico (2ª Parte)”.
Extraído de Germinans Germinabit.
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