Origen e historia.
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Las fuentes del rito de la comunión de los fieles no se deben buscar en los antiguos sacramentarios romanos que no hacen mención de ella, no porque no se considerase la comunión como parte de la misa, sino porque para ellos la comunión del pueblo iba unida hasta tal punto con la del celebrante que ambas formaban una misma ceremonia: la comunión del celebrante abría la de los fieles, como en la antigüedad, y esto sin rito especial.
En cambio, para la comunión de los enfermos se formó ya en época temprana un rito especial. La razón es obvia. Más frecuente que la comunión en la iglesia, estaba pidiendo como ceremonia aislada un rito propio, que además calcase las ceremonias de comunión dentro de la misa desde el Paternóster hasta la recepción del sacramento. Lo malo es que más tarde cuando empezó a considerarse la comunión de los fieles dentro de la misa como separada del sacrificio eucarístico, ésta adoptó los esquemas rituales de la comunión de los enfermos fuera de la misa.
A modo de ejemplo: proveniente de la liturgia galicana, en el siglo IX encontramos el rezo del Credo como elemento del rito de la comunión de los enfermos como elemento fijo, generalmente en forma de interrogatorio sobre los artículos principales de la fe, a las que el moribundo debía contestar.
Más tarde, en el siglo XII, y para mejor preparación personal, encontramos el Confiteor y el Misereatur. En un retoque posterior entró el Agnus Dei, convertido ya de canto en oración privada del celebrante: posteriormente se presentada el sacramento diciendo “Ecce Agnus Dei” en sustitución del antiguo interrogatorio sobre la fe, mientras se le enseñaba al enfermo la sagrada forma. Recordaba además una ceremonia oriental (e hispánica), la del “Sancta Sanctis” (“El Santo para los santos”) perteneciente a las ceremonias de la comunión.
Finalmente se añadió el “Domine non sum dignus”, procedente asimismo, de la comunión del celebrante.
Todas estas fórmulas, sobre todo las preguntas y respuestas, se rezaban en lengua vulgar y no son pocos los Sínodos de la Edad Media que así lo mandan expresamente. Pero al adoptar este rito el Ritual Romano en 1614, compuesto por Confiteor, Ecce Agnus Dei y Domine non sum dignus, unificando los ritos diocesanos, se pusieron en latín. Esto trajo como consecuencia el que el enfermo no pudiera rezar ni entender las oraciones con las que debía prepararse a la comunión, y quedaron reservadas al sacerdote. Para el Confiteor se encontró la solución de que fuera el monaguillo quien lo recitara en vez del enfermo.
Tenemos, por lo tanto, un rito que, nacido como ceremonial de la comunión de los enfermos, sirvió después de la reforma de Pío V, para la comunión de los fieles fuera e incluso dentro de la misa. Y aunque la supresión del Confiteor, con el Misereatur y el Indulgentiam antes de la comunión de los fieles, ya en tiempos de Juan XXIII, quería remediar ese evidente intercalo de ceremonias, ni esa eliminación y ni siquiera la ceremonia resultante de la reforma de Pablo VI ha podido borrar las huellas de esa historia reduplicativa.
Las fuentes del rito de la comunión de los fieles no se deben buscar en los antiguos sacramentarios romanos que no hacen mención de ella, no porque no se considerase la comunión como parte de la misa, sino porque para ellos la comunión del pueblo iba unida hasta tal punto con la del celebrante que ambas formaban una misma ceremonia: la comunión del celebrante abría la de los fieles, como en la antigüedad, y esto sin rito especial.
En cambio, para la comunión de los enfermos se formó ya en época temprana un rito especial. La razón es obvia. Más frecuente que la comunión en la iglesia, estaba pidiendo como ceremonia aislada un rito propio, que además calcase las ceremonias de comunión dentro de la misa desde el Paternóster hasta la recepción del sacramento. Lo malo es que más tarde cuando empezó a considerarse la comunión de los fieles dentro de la misa como separada del sacrificio eucarístico, ésta adoptó los esquemas rituales de la comunión de los enfermos fuera de la misa.
A modo de ejemplo: proveniente de la liturgia galicana, en el siglo IX encontramos el rezo del Credo como elemento del rito de la comunión de los enfermos como elemento fijo, generalmente en forma de interrogatorio sobre los artículos principales de la fe, a las que el moribundo debía contestar.
Más tarde, en el siglo XII, y para mejor preparación personal, encontramos el Confiteor y el Misereatur. En un retoque posterior entró el Agnus Dei, convertido ya de canto en oración privada del celebrante: posteriormente se presentada el sacramento diciendo “Ecce Agnus Dei” en sustitución del antiguo interrogatorio sobre la fe, mientras se le enseñaba al enfermo la sagrada forma. Recordaba además una ceremonia oriental (e hispánica), la del “Sancta Sanctis” (“El Santo para los santos”) perteneciente a las ceremonias de la comunión.
Finalmente se añadió el “Domine non sum dignus”, procedente asimismo, de la comunión del celebrante.
Todas estas fórmulas, sobre todo las preguntas y respuestas, se rezaban en lengua vulgar y no son pocos los Sínodos de la Edad Media que así lo mandan expresamente. Pero al adoptar este rito el Ritual Romano en 1614, compuesto por Confiteor, Ecce Agnus Dei y Domine non sum dignus, unificando los ritos diocesanos, se pusieron en latín. Esto trajo como consecuencia el que el enfermo no pudiera rezar ni entender las oraciones con las que debía prepararse a la comunión, y quedaron reservadas al sacerdote. Para el Confiteor se encontró la solución de que fuera el monaguillo quien lo recitara en vez del enfermo.
Tenemos, por lo tanto, un rito que, nacido como ceremonial de la comunión de los enfermos, sirvió después de la reforma de Pío V, para la comunión de los fieles fuera e incluso dentro de la misa. Y aunque la supresión del Confiteor, con el Misereatur y el Indulgentiam antes de la comunión de los fieles, ya en tiempos de Juan XXIII, quería remediar ese evidente intercalo de ceremonias, ni esa eliminación y ni siquiera la ceremonia resultante de la reforma de Pablo VI ha podido borrar las huellas de esa historia reduplicativa.
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Modo de comulgar.
Modo de comulgar.
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Al dar la comunión, el celebrante baja al sitio destinado para que los fieles reciban el cuerpo del Señor. Vimos que en el culto estacional éste era toda la iglesia y el celebrante iba a donde estaban los fieles, que no se movían de sus sitios. Este modo de dar la comunión no era el único en la antigüedad. En el norte de África se daba la comunión en la barandilla que rodeaba el presbiterio y que tenía tal altura que llegaba hasta el pecho de un hombre en pie. Se comulgaba, por lo tanto en pie. En las Galias lo fieles se acercaban hasta las gradas del altar; pero a partir del siglo VIII no se admite cerca del altar sino a los monjes y al clero. A los demás se les daba la comunión en un altar lateral.
Hasta el siglo XI fue regla general comulgar de pie. A partir del siglo XI y durante cinco siglos, la costumbre fue cambiando poco a poco. Nos lo dicen las disposiciones que durante todo este tiempo urgen la postura de rodillas. En el siglo XIII se manda que en los conventos dos acólitos extiendan ante los comulgantes un paño. Al llegar al siglo XVI se pone este paño sobre una especie de reclinatorio o banco: el comulgatorio. En Alemania y países del norte de Europa, este comulgatorio vino a sustituir con el tiempo a la barandilla, que en su forma antigua había desaparecido antes del siglo XI. El uso de la patena de comunión en vez del paño o juntamente con éste es más reciente; menos en España, que data de muy antiguo.
En la Edad Media nos encontramos con las más diversas muestras de reverencia: los señores se quitan el calzado, las monjas se ponían un vestido especial, se besaba el suelo o el pie del celebrante, se hacían genuflexiones o inclinaciones. San Agustín habla de la costumbre de juntar las manos. En Oriente los fieles avanzan con las manos extendidas y los ojos bajos y orando.
Al dar la comunión, el celebrante baja al sitio destinado para que los fieles reciban el cuerpo del Señor. Vimos que en el culto estacional éste era toda la iglesia y el celebrante iba a donde estaban los fieles, que no se movían de sus sitios. Este modo de dar la comunión no era el único en la antigüedad. En el norte de África se daba la comunión en la barandilla que rodeaba el presbiterio y que tenía tal altura que llegaba hasta el pecho de un hombre en pie. Se comulgaba, por lo tanto en pie. En las Galias lo fieles se acercaban hasta las gradas del altar; pero a partir del siglo VIII no se admite cerca del altar sino a los monjes y al clero. A los demás se les daba la comunión en un altar lateral.
Hasta el siglo XI fue regla general comulgar de pie. A partir del siglo XI y durante cinco siglos, la costumbre fue cambiando poco a poco. Nos lo dicen las disposiciones que durante todo este tiempo urgen la postura de rodillas. En el siglo XIII se manda que en los conventos dos acólitos extiendan ante los comulgantes un paño. Al llegar al siglo XVI se pone este paño sobre una especie de reclinatorio o banco: el comulgatorio. En Alemania y países del norte de Europa, este comulgatorio vino a sustituir con el tiempo a la barandilla, que en su forma antigua había desaparecido antes del siglo XI. El uso de la patena de comunión en vez del paño o juntamente con éste es más reciente; menos en España, que data de muy antiguo.
En la Edad Media nos encontramos con las más diversas muestras de reverencia: los señores se quitan el calzado, las monjas se ponían un vestido especial, se besaba el suelo o el pie del celebrante, se hacían genuflexiones o inclinaciones. San Agustín habla de la costumbre de juntar las manos. En Oriente los fieles avanzan con las manos extendidas y los ojos bajos y orando.
San Cirilo de Jerusalén (315-386) da avisos concretos para el modo de acercarse a la comunión: “Cuando te acerques, no lo hagas con las manos extendidas o los dedos separados, sino haz con la izquierda uno trono para la derecha, que ha de recibir al Rey y luego con la palma de la mano forma un recipiente, recoge el cuerpo del Señor y di “amén”. En seguida santifica con todo cuidado tus ojos con el contacto del sagrado cuerpo y tómalo, pero ten cuidado de que no te caiga nada” (Catequesis Mistagógicas V, 21 ss.
Como se ve por esta cita, al menos en la Iglesia Madre de Jerusalén, se daba la comunión en la mano. Para ello, los hombres debían lavar las manos, por lo que nunca faltaba una fuente en el atrio de las antiguas basílicas. Las mujeres, además, cubrían las manos con un pañito blanco. También se encuentran ya entonces testimonios de que se besaba la mano del celebrante.
No hacen ningún favor a la Liturgia ni a la Tradición pues, y lamento decirlo, las palabras de Mons. Nicolas Bux el pasado lunes 20 de julio afirmando que no hay testimonios en la Tradición a favor de la comunión en la mano.
Los hay y muchos. Pero al mismo tiempo abundan los testimonios de que este modo de recibir la comunión se prestaba a abusos. Por esto, hacia el siglo IX, o tal vez antes, se empezó a dar la comunión directamente en la boca, casi por el mismo tiempo en que el pan fermentado quedó sustituido por el pan ázimo. La primera noticia de estos cambios la tenemos en España. Un sínodo de Córdoba del año 839, al condenar una secta que tenía su centro en la ciudad de Cabra (Egabrum), habla de dar la comunión en la boca como de una costumbre antigua. Solamente al diácono y al subdiácono se les seguía dando la comunión en la mano. En el siglo X se limita este privilegio a los diáconos y sacerdotes y pronto desaparece por completo.
Solamente en el periodo posconciliar y como una concesión a determinadas Conferencias Episcopales u Ordinarios diocesanos, dispensadora de la ley general, vuelve a reaparecer la comunión en la mano.
Pronto habrá que hacer un balance de los resultados cosechados en este periodo, en la reverencia y la devoción de los fieles, y tras la experiencia vivida en estos 40 años en esos lugares, tomar una resolución final.
Casi nunca el arqueologismo litúrgico, espcialmente en nuestros tiempos, ha reportado buenos resultados. Y este caso es un ejemplo típico.
Como se ve por esta cita, al menos en la Iglesia Madre de Jerusalén, se daba la comunión en la mano. Para ello, los hombres debían lavar las manos, por lo que nunca faltaba una fuente en el atrio de las antiguas basílicas. Las mujeres, además, cubrían las manos con un pañito blanco. También se encuentran ya entonces testimonios de que se besaba la mano del celebrante.
No hacen ningún favor a la Liturgia ni a la Tradición pues, y lamento decirlo, las palabras de Mons. Nicolas Bux el pasado lunes 20 de julio afirmando que no hay testimonios en la Tradición a favor de la comunión en la mano.
Los hay y muchos. Pero al mismo tiempo abundan los testimonios de que este modo de recibir la comunión se prestaba a abusos. Por esto, hacia el siglo IX, o tal vez antes, se empezó a dar la comunión directamente en la boca, casi por el mismo tiempo en que el pan fermentado quedó sustituido por el pan ázimo. La primera noticia de estos cambios la tenemos en España. Un sínodo de Córdoba del año 839, al condenar una secta que tenía su centro en la ciudad de Cabra (Egabrum), habla de dar la comunión en la boca como de una costumbre antigua. Solamente al diácono y al subdiácono se les seguía dando la comunión en la mano. En el siglo X se limita este privilegio a los diáconos y sacerdotes y pronto desaparece por completo.
Solamente en el periodo posconciliar y como una concesión a determinadas Conferencias Episcopales u Ordinarios diocesanos, dispensadora de la ley general, vuelve a reaparecer la comunión en la mano.
Pronto habrá que hacer un balance de los resultados cosechados en este periodo, en la reverencia y la devoción de los fieles, y tras la experiencia vivida en estos 40 años en esos lugares, tomar una resolución final.
Casi nunca el arqueologismo litúrgico, espcialmente en nuestros tiempos, ha reportado buenos resultados. Y este caso es un ejemplo típico.
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La comunión bajo las dos especies.
La comunión bajo las dos especies.
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Durante más tiempo se mantuvo la comunión de los seglares bajo las dos especies a pesar de la dificultad que esto creaba en la administración del sacramento. De varios modos intentaban el evitar que se derramase lo menos posible el sanguis. En Oriente encontraron como solución la “intinctio”, el empapar los trocitos de pan consagrado en el sanguis, sea poniéndolos todos juntos al principio de la comunión, sea mojando cada trocito en el momento de darlo. En Occidente se conocía este procedimiento pero luego lo rechazaron. A veces utilizaban la “fistula” o “pugillaris”, un tubito con el que sorber algo del cáliz.
Después tanto en Oriente como en Occidente comenzaron a distribuir vino con unas gotas del sanguis, rito llamado “consecratio” tal como vimos anteriormente.
Una mayor profundización del dogma en época escolástica probó que en cada especie esta Cristo todo entero, y por lo tanto, no hacía falta comulgar con las dos especies para recibir a Cristo. Santo Tomás de Aquino aún conoció la comunión bajo las dos especies pero pronto se perdió por completo. Se mantuvo para algunas ocasiones como la coronación de un rey o en la Misa Papal del Domingo de Resurrección.
Una supervivencia de ello fue la costumbre de las abluciones de la boca, es decir, ofrecer a todos los que habían comulgado un poco de vino para que no quedara nada de la sagrada especie entre los dientes.
Durante más tiempo se mantuvo la comunión de los seglares bajo las dos especies a pesar de la dificultad que esto creaba en la administración del sacramento. De varios modos intentaban el evitar que se derramase lo menos posible el sanguis. En Oriente encontraron como solución la “intinctio”, el empapar los trocitos de pan consagrado en el sanguis, sea poniéndolos todos juntos al principio de la comunión, sea mojando cada trocito en el momento de darlo. En Occidente se conocía este procedimiento pero luego lo rechazaron. A veces utilizaban la “fistula” o “pugillaris”, un tubito con el que sorber algo del cáliz.
Después tanto en Oriente como en Occidente comenzaron a distribuir vino con unas gotas del sanguis, rito llamado “consecratio” tal como vimos anteriormente.
Una mayor profundización del dogma en época escolástica probó que en cada especie esta Cristo todo entero, y por lo tanto, no hacía falta comulgar con las dos especies para recibir a Cristo. Santo Tomás de Aquino aún conoció la comunión bajo las dos especies pero pronto se perdió por completo. Se mantuvo para algunas ocasiones como la coronación de un rey o en la Misa Papal del Domingo de Resurrección.
Una supervivencia de ello fue la costumbre de las abluciones de la boca, es decir, ofrecer a todos los que habían comulgado un poco de vino para que no quedara nada de la sagrada especie entre los dientes.
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La reserva eucarística.
La reserva eucarística.
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Terminada la comunión el celebrante tenía que consumir las formas consagradas. Esta fue la práctica más común en la antigüedad, sea en Oriente que en Occidente, como lo prueban las rúbricas y las disposiciones de los sínodos desde el siglo IX al XIII. No faltan , sin embargo, otros procedimientos: en Antioquia, con un testimonio del siglo IV, se mandaba llevarla a la sacristía, sin nada saber sobre lo que se hacía con ella. En otros sitios se quemaban las que sobraban. Hace referencia de ello Hesiquio de Jerusalén a inicios del siglo V. Así también lo registra Durando todavía en el siglo XIII (Rationale IV, 41)
De la antigüedad cristiana existen también testimonios de que se conservaban especies en cantidad notable para otra misa, Por ejemplo, en Jerusalén, para poder atender el culto de los Santos Lugares. Leemos también que se llamaban a niños a quienes se les daba a comulgar de las especies sobrantes.
En el culto estacional era costumbre reservar para la próxima misa la primera partícula que el Papa había separado del lado derecho de la oblación. Esto dio lugar a que se destinara para la comunión de los enfermos, la tercera de las tres partículas en que dividía la forma grande. Para ello, como consta en el ritual de Soissons, el diácono, después de la comunión del sacerdote bajaba el vaso en forma de paloma, que pendía del techo y colocaba en él la nueva partícula. Es la famosa “colomba” eucarística o peristera. A veces el celebrante comulgaba, no con la forma por él consagrada, sino con la que el diácono sacaba de esa peristera. Así lo dice el mencionado ritual. Costumbre curiosa que se encuentra también en España y Bélgica en la Edad Media. Entre los cartujos era el diácono el que comulgaba con esa partícula. Aún entrado el siglo XVIII las partículas que se reservaban en las parroquias no llegaban más que a ocho, generalmente bastante menos. La “paloma” era pues, de dimensiones muy reducidas. En realidad la reserva del Santísimo era independiente de la comunión del pueblo, y tenía como único fin el disponer en cualquier momento de formas para el viático.
Es sólo a partir del siglo XVIII que empezamos a encontrar profusión de sagrarios monumentales o tabernáculos de dimensiones muchísimo mayores así como ciborios o copones para una reserva de formas más cuantiosa.
Las grandes capillas laterales para albergar el Sagrario o capillas del Santísimo aparecerán en la España del siglo XVI y se convertirán en un denominador común de los templos renacentistas, barrocos y neoclásicos hispanos.
Terminada la comunión el celebrante tenía que consumir las formas consagradas. Esta fue la práctica más común en la antigüedad, sea en Oriente que en Occidente, como lo prueban las rúbricas y las disposiciones de los sínodos desde el siglo IX al XIII. No faltan , sin embargo, otros procedimientos: en Antioquia, con un testimonio del siglo IV, se mandaba llevarla a la sacristía, sin nada saber sobre lo que se hacía con ella. En otros sitios se quemaban las que sobraban. Hace referencia de ello Hesiquio de Jerusalén a inicios del siglo V. Así también lo registra Durando todavía en el siglo XIII (Rationale IV, 41)
De la antigüedad cristiana existen también testimonios de que se conservaban especies en cantidad notable para otra misa, Por ejemplo, en Jerusalén, para poder atender el culto de los Santos Lugares. Leemos también que se llamaban a niños a quienes se les daba a comulgar de las especies sobrantes.
En el culto estacional era costumbre reservar para la próxima misa la primera partícula que el Papa había separado del lado derecho de la oblación. Esto dio lugar a que se destinara para la comunión de los enfermos, la tercera de las tres partículas en que dividía la forma grande. Para ello, como consta en el ritual de Soissons, el diácono, después de la comunión del sacerdote bajaba el vaso en forma de paloma, que pendía del techo y colocaba en él la nueva partícula. Es la famosa “colomba” eucarística o peristera. A veces el celebrante comulgaba, no con la forma por él consagrada, sino con la que el diácono sacaba de esa peristera. Así lo dice el mencionado ritual. Costumbre curiosa que se encuentra también en España y Bélgica en la Edad Media. Entre los cartujos era el diácono el que comulgaba con esa partícula. Aún entrado el siglo XVIII las partículas que se reservaban en las parroquias no llegaban más que a ocho, generalmente bastante menos. La “paloma” era pues, de dimensiones muy reducidas. En realidad la reserva del Santísimo era independiente de la comunión del pueblo, y tenía como único fin el disponer en cualquier momento de formas para el viático.
Es sólo a partir del siglo XVIII que empezamos a encontrar profusión de sagrarios monumentales o tabernáculos de dimensiones muchísimo mayores así como ciborios o copones para una reserva de formas más cuantiosa.
Las grandes capillas laterales para albergar el Sagrario o capillas del Santísimo aparecerán en la España del siglo XVI y se convertirán en un denominador común de los templos renacentistas, barrocos y neoclásicos hispanos.
Próximo capítulo: Las Abluciones.
Extraído de Germinans Germinabit.
Extraído de Germinans Germinabit.
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