viernes, 31 de julio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El sentido del misterio eucarístico (1ª Parte).

En el sugestivo ambiente de la Semana Santa, un estudio de la Misa que quiere ser síntesis, no puede estar falto de la explicación ideológica y dogmática de su rito central, la consagración, porque en él se concentra focalmente el misterio todo como acción y se verifica el sacrificio en su esencia.
Hay en el sacrificio de la Misa una consideración esencial que debe ser hecha: la entrega sacrificial de Cristo como acto de obediencia heroica para reparar la desobediencia de Adán. El recuerdo de esa entrega sacrificial es un hecho real y objetivo que tiene que penetrar toda la vida consciente y afectiva del que interviene en esta representación mística de su muerte. Sin duda no depende de ellos la fuerza infinita del sacrificio ni su significación pero la omnipotencia divina ideó en la Misa un medio asombroso para que las generaciones siguientes estuvieran místicamente presentes asimilando la tragedia salvadora de la cruz.
Durante la Edad Media las interpretaciones místicas que dieron a la misa los que aquella edad, tuvieron el mérito inapreciable de meter en la conciencia popular la idea esencial de la misa como sacrificio representativo de la Cruz: la pasión del Señor la vieron representada en la fracción del pan, en su distribución a los fieles, en la sunción del cáliz, por la que la sangre del Señor pasaba a la boca de los fieles. Éste fue el punto de arranque para extender la alegoría, deliciosa hasta el detalle, a toda la misa. En el velar la patena mediante el paño de hombros cuando la coge el subdiácono, o cuando el sacerdote lo pone, en la misa rezada o cantada, de bajo de los corporales, veían representada la huida de los Apóstoles al comienzo de la pasión. Se le ve padecer al Señor cuando el celebrante pone los brazos en cruz durante el prefacio y el canon. En la inclinación de cabeza al final del “Memento etiam” figuran el inclinar Jesús la cabeza al entregar en la muerte su espíritu al Padre eterno. Al “Nobis quoque” levanta el sacerdote la voz y se da un golpe de pecho, porque se lee en la Sagrada Escritura del centurión que levantó su voz para dar testimonio de Cristo y porque los que estaban alrededor de la cruz volvían a casa después de la muerte dándose golpes de pecho. La mezcla de una partícula de la forma con el sanguis, representa la resurrección del Señor, cuando se unió otra vez el alma, la vida representada por la sangre, con el cuerpo. Mediante el ósculo de la paz saluda Cristo Resucitado a los Apóstoles…
Otras alegorías posteriores van haciendo desfilar en la misa la cinta de la vida toda de Cristo y aunque nos parezcan endebles tuvieron esa virtud pedagógica para el pueblo cristiano.
Esta conmemoración de la pasión fue un progreso sobre la forma primitiva de la eucaristía que veía el recuerdo del Señor más bien en la forma exterior de banquete, siendo para los cristianos ante todo recuerdo de la cena, No fue fácil la evolución de la idea de cena conmemorativa a sacrificio representativo. Los primeros cristianos no encontraban satisfactorio hablar de altar ni de materias sacrificiales les recordaba demasiado los sacrificios de los paganos y los judíos. Ellos, los cristianos, se reunían alrededor de una mesa, Nada mejor para expresar la unión intima entre el “que presidía”- por la misma razón no le llamaban sacerdote- y la comunidad, que el ambiente acogedor de un banquete.
Llevaba, sin embargo, una desventaja: el acentuar tanto la idea de cena podía desdibujar las líneas de la idea sacrificial. Cayeron en la cuenta del peligro y por eso fueron aislando la función religiosa de la celebración del ágape, aunque sin suprimir ninguna de las dos expresiones. Es evidente que a medida que avanzaban los siglos la conciencia del carácter esencialmente sacrificial de la celebración eucarística encontraba expresión cada vez más clara. La fe inquebrantable en la palabra de Cristo iba transformando la forma primitiva de una cena conmemorativa. El mandato del Señor, que se acomodaba además a la natural tendencia del hombre de tener sacrificios en el culto y auténticos sacrificios en acción, venció finalmente todos los reparos contra un sacrificio visible. Un elemento poderosísimo en esta evolución fue, sin duda, el entregar los fieles las ofrendas para la misa. Con todo, tanto en la antigüedad como en la Edad Media sabían los fieles que la aportación de ofrendas no era el sacrifico, sino sólo su preparación, y no pasó de elemento de segundo orden. El sacrificio cristiano no consistía en la oblación del pan y del vino, sino en la del cuerpo y la sangre de Cristo. Pero si el llevar su ofrenda al altar no constituía aún el sacrificio, contribuía eficazmente a que la oblación inmolativa del cuerpo y la sangre de Cristo se considerase como sacrificio nuestro. Esta advertencia última tiene cierta actualidad: la liturgia siempre habló con toda claridad junto al sacrificio de Cristo, del sacrificio de la Iglesia, aunque en la teología sacramental y la predicación a partir del siglo XVI en su polémica contra las herejías protestantes venía acostumbrándose a hablar casi exclusivamente del sacrificio de Cristo.
No extrañe si insistimos en que el sacrificio eucarístico es al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia, como desde la antigüedad lo recuerdan los Santos Padres de la Iglesia y quiso afirmar rotundamente también el Concilio de Trento. (Denzinger nº 938) Parece una cosa obvia celebrándose como se celebra en la Iglesia. Sin embargo, no se trata de esto solamente, sino de saber si además de Cristo, la Iglesia, o sea la institución de Cristo y cada uno de los miembros que la componen, intervienen directamente en este sacrificio. La respuesta categórica la da la misma liturgia cuando en uno de sus textos más venerables la acción del altar es llamada “oblatio servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae” (oblación de nosotros tus siervos y también de toda tu familia). Y algo después de la consagración afirma: “nos famuli tui, sed et plebs tua sancta offerimus praeclari maiestati tuae” (nosotros tus siervos pero también tu pueblo santo ofrecemos a tu excelsa majestad…) La liturgia distingue pues, dentro del concepto de Iglesia, clero y pueblo; lo que equivale a afirmar llanamente que también el pueblo interviene en el sacrificio.
Así pues en la consagración las ceremonias sobre el pan y el vino son sacrificio en que se ofrece Cristo a sí mismo y al mismo tiempo en él se ofrece la Iglesia, sacerdotes y fieles.
Para comprender cómo la transubstanciación de pan y vino pueda ser sacrificio, es necesario y basta señalar en ella la efusión de la sangre. Las mismas palabras de la consagración del cáliz nos prueban la existencia de tal efusión de la sangre. Aunque en la traducción castellana de la misa actual se dice “será derramada”, el texto original tal como viene en San Marcos y en San Lucas y se encuentra en la anáfora de San Hipólito dice “es derramada” o sea que la efusión de la sangre no se refiere exclusivamente al sacrificio de la cruz, sino también al de la cena y, en consecuencia, a cada sacrificio eucarístico. Si en la redacción actual no se atiende a esta duplicidad de la efusión de la sangre, ciertamente no se la excluye. En efecto, es unánime la doctrina de los teólogos sobre el sacrificio eucarístico: no hay sacrificio con la sola consagración del pan, se requiere la del vino. Para la presencia real bastaría la consagración de una sola especie, pero para que haya sacrificio es necesaria la consagración de ambas especies. ¿Razón? Que por la consagración subsiguiente del vino, se separa sacramentalmente la sangre del cuerpo, realizándose de este modo el acto cumbre de todo sacrificio cruento: la efusión de la sangre, Hasta la reforma de San Pío V esto se expresaba incluso plásticamente colocando el cáliz al lado derecho de la forma, como dice Inocencio III (De sacro alt. Myst, II, 58 : PL 217): “como si debiera recoger la sangre que se cree y se ve derramada del costado derecho”. En la reforma postconciliar se enfatizó esa forma antigua de colocación de la patena y del cáliz a su derecha pero sin hacer pedagogía para recordar la antigua explicación alegórica sacrificial por lo que no ha servido absolutamente a ningún fin educativo: ha acabado siendo un cambiar por cambiar. Aunque con la sola posterioridad de la consagración de la sangre en relación a la del pan se hace ya visible la separación de la sangre y cumple por tanto la condición de ser un acto sensible y perceptible de efusión de sangre que manifiesta la intención sacrificial.
A continuación y cómo conclusión de la primera parte de este capítulo un breve excursus sobre la cuestión del “pro multis”. Sencilla y al alcance de todos.
Próximo capítulo: "El sentido del misterio eucarístico (2ª Parte)”.
Extraído de Germinans Germinabit.

martes, 21 de julio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El “Quam Oblationem”.

Nos encontramos de nuevo en la sección más antigua del canon. Realmente así lo podemos suponer teniendo en cuenta que gramaticalmente forma una sola pieza con las palabras de la consagración. Es el último esfuerzo humano para llegar a las entrañas del misterio. Como tiene forma de petición, uno se puede preguntar qué es lo que pide exactamente.
Según el texto actual, que es el mismo que en tiempos de San Gregorio Magno, pedimos a Dios que se digne hacer que esta ofrenda sea en todo bendecida, admitida, aprobada, sobrenatural y grata, para que quede convertida en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Por de pronto, no conviene fijarse en cada uno de los atributos por separado, sino más bien en la relación que existe entre ellos como conjunto, y en el acto de consagración. Es decir, si lo que pedimos, es la perfección previa de los dones que exige la consagración o si pedimos sencillamente la misma consagración. En este segundo caso los atributos describirían ya la materia sacrificial como consagrada. El problema estriba pues, en si hemos de considerar en estos cinco atributos, la última preparación para la consagración o no. Es el problema básico de esta oración. El otro, el secundario, es el sentido exacto de cada uno de los atributos.
De atenernos puntualmente al texto actual, hemos de afirmar que pedimos la última preparación inmediata a la consagración. Pero contra esta interpretación tenemos un texto antiguo, cita del canon romano, que es conservado por San Ambrosio y además la circunstancia de que en tal caso faltaría en la liturgia romana una oración correspondiente a la que tienen los orientales y que se llama “epíclesis” a saber: la petición directa de que Dios intervenga en la realización del misterio de la consagración.
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El texto de San Ambrosio.
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En la cita del canon romano que San Ambrosio reporta en el libro IV del “De Sacramentis” la presente oración tiene efectivamente un sentido de ruego dirigido a Dios para que intervenga y obre la transubstanciación. El texto es como sigue: “Fac nobis hanc oblationem adscriptam, ratam, rationabilem, acceptabilem, quod figura est corporis et sanguinis Domini nostri Iesu Christi”. Como se ve comparando el texto, las diferencias están en que en lugar del “facere digneris” (te dignes hacer) se pone “fac” (haz) y en vez de “ut nobis fiat” (hágase para nosotros) se dice “quod figura est” (que es la representación). La primera diferencia no tiene importancia alguna. El interés se concentra en el haber cambiado el hecho (quod est) por el deseo (ut fiat). Si ponemos “quod est” , se afirma que todo el conjunto de los atributos señalan las materias sacrificiales como ya consagradas, mientras al decir “ut fiat” los atributos expresan un estado de las ofrendas inmediatamente anterior a la consagración, previo al misterio esencial.
¿Cuál es el sentido pues de nuestra fórmula actual confrontándola con la que San Ambrosio nos reporta?
Sencillamente el que la versión castellana ha traducido. Es decir, pedimos que las ofrendas sean bendecidas o sea que queden consagradas para que al serlo queden convertidas en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti, de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.
Hace falta subrayar que hay que interpretar esta oración como una petición de consagración al modo de la epíclesis oriental, es decir, invocando al Espíritu Santo para que descienda sobre los dones y los convierta con su poder divino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La oración va dirigida al Espíritu Santo porque es Él el que continúa la obra de Cristo en la tierra tal como prometió el Señor a los Apóstoles como virtud iluminadora y sobrenatural que obrase en los sacramentos de la Iglesia. Por lo cual, ese “Oh Padre” , traducción caprichosa del “Deus” del original latino destroza todo el sentido de la oración que es una plegaria pneumatológica. El traslado del gesto de extender las manos sobre las ofrendas desde el “Hanc igitur” hasta el inicio del “Quam oblationem” subraya ese carácter pneumatológico.
Y el hecho de que lo sea no significa que la consagración tenga lugar en virtud de esta súplica al Espíritu Santo y no por las palabras de la institución. En el trágico cisma entre Oriente y Occidente, esta interpretación de la epíclesis es uno de los puntos principales que separa a los orientales de Roma.
Además es muy probable que en Roma, al menos por algún tiempo, se intercalara entre el “acceptabile facere digneris” y el “ut nobis” la siguiente frase de invocación al Espiritu Santo: “eique virtutem Spiritus Sancti infundere digneris” . Así aparece en un pasaje de una carta del papa San Gelasio I (Ep. Fragm. 7).
Próximo capítulo: "El sentido del misterio eucarístico (1ª Parte)”.
Extraído de Germinans Germinabit.

jueves, 9 de julio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: “Hanc igitur”

El “Hanc igitur” es una oración intercesora más dentro del canon y, como tal, añadida al canon primitivo. Lo está gritando la fórmula final “Per Christum Dominum nostrum”. Sin embargo, no por esto deja de ser una oración antiquísima, registrada ya por los primeros documentos que poseemos de la misa romana.
Es necesario recurrir a una interpretación histórica para entender porqué se ha añadido otra oración de petición pues con el mero análisis de su forma actual no nos conduce a la causa.
Al fijarnos en la función que realizan los nombres nos daremos cuenta que no son los de los oferentes sino los de las personas por las que se ofrece. Pongamos un ejemplo: en las misas de los escrutinios bautismales se nombraban en el Memento los padrinos, que habían encargado la misa, y en el Hanc igitur, los candidatos al bautismo. Otro ejemplo instructivo: en la misa que se ofrecía por las mujeres estériles como no convenía que asistiesen personalmente a la misa, otros ofrecían por ellas. Su nombre se pronunciaba en el Hanc igitur y no en el Memento. Finalmente, el Hanc igitur fue la oración en que se nombraban especialmente los difuntos, por los que se ofrecía el sacrificio.
Estos ejemplos nos dicen que el Hanc igitur era una oración propia de las misas votivas. De no ofrecerse el sacrificio por una intención especial, como en los domingos y fiestas, no había Hanc igitur.
El Hanc igitur era una oración circunstancial. Se reflejaba aún en su texto que, a no ser por las primeras palabras variaba muchísimo. En él se expresaban todas las combinaciones posibles entre el celebrante, el oferente y por quien se ofrecían. Existía pues mucha variedad y libertad incluso para expresar la intención. Lo malo empezó a ser cuando los asuntos eran poco espirituales: para que la vaca dé a luz bien, para que se conserven los quesos, para que el vino no se nos agrie con la luna llena, para que el barco de telas llegue a buen puerto, etc… Y eso en latín ya casi macarrónico y en voz alta. Para desternillarse de risa y morirse.
Se imponía pues un retoque definitivo. Y fue San Gregorio Magno quien lo dio. Por su antigüedad no quiso suprimir el Hanc igitur; por eso, para que en adelante figurasen en ella nada más que intenciones de un elevado interés religioso, dio a esta oración una redacción fija que no dependiera de las iniciativas particulares del celebrante. En lugar de intenciones privadas se pusieron las grandes y universales, ante todo la paz alterada por las continuas guerras, que consigo trajo la invasión de los pueblos germánicos: “diesque nostros in tua pace disponas” (ordenes en paz nuestros días) Otra intención era la perseverancia final: “atque ab aeterna damnatione nos eripi et in electorum tuorum iubeas grege numerari” (nos libres de la condenación eterna y nos cuentes en el número de tus elegidos).
Finalmente, fijó las palabras alusivas a los oferentes: “servitutis nostrae se et cunctae familiae tuae” (“la ofrenda de nosotros tus siervos (el clero) y de toda tu familia (el pueblo cristiano).
Sin duda, con el arreglo perdió el Hanc igitur definitivamente su sentido primitivo, ya que no se mencionan las personas por las que se ofrece el sacrificio. Ni siquiera dice que lo ofrecemos por las intenciones generales (como el Te igitur) sino que pide a Dios acepte las ofrendas, y dé la paz y perseverancia final. Es decir, combina, bajo el manto literario de un ruego, el ofrecimiento con la petición directa de las gracias solicitadas. No se borró con todo su carácter primitivo: se conservaron “Hanc igitur” especiales (Pascua y Pentecostés por los neófitos, en Jueves Santo recordando el misterio del día, etc.) que mantuvieron el recuerdo de su carácter intercesor.
A pesar de la reforma gregoriana, los francos se creyeron autorizados a seguir intercalando intenciones particulares como acogiéndose a un privilegio. Crearon fórmulas nuevas y las incluyeron en sus sacramentarios. Con el tiempo, se impuso también en el norte el Hanc igitur retocado por San Gregorio, desapareciendo esos usos.
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Carácter oblativo del Hanc igitur.
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El estudio del Hanc igitur en cuanto oración intercesora o de súplica es el aspecto más interesante de esta oración. Pero no por eso hemos de pasar por alto su carácter oblativo: “rogamos Señor recibas propicio esta ofrenda de tus siervos”. Precisamente el doble carácter impetratorio-oblativo evidencia que el Hanc igitur es oración genuinamente romana, introducida casi a poco de dar entrada en el canon a las primeras súplicas: fue creado como oración para unir el ofrecimiento con la intercesión y no tiene correspondencia alguna en otras liturgias, orientales o no. De esta manera manifiesta con mucha claridad el carácter impetratorio del sacrifico eucarístico: nuestras ofrendas son súplicas hechas realidad en la materia sacrificial. Pero como desde el retoque de San Gregorio, las peticiones tienen un carácter tan general, prevalece el aspecto oblativo de la oración sobre el impetratorio.
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Actitud corporal.
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Hasta fines de la Edad Media, se subrayaba la idea de ofrecimiento con la actitud corporal de inclinación profunda. A comienzos de la Edad Moderna (siglo XV) se la cambió por el gesto de extender las manos sobre las ofrendas, de marcado carácter oblativo y escriturístico, pues recuerda las ceremonias sacrificiales del Antiguo Testamento: se imponían las manos sobre el macho cabrío en el día de la Expiación, cargando sobre él los pecados del pueblo. Pero también, y con distinto sentido, expresaba que la víctima representaba la propia vida del que la sacrificaba. Lo que ciertamente podemos afirmar es que, a pesar de que el gesto se introdujo casi mil años después de crear la fórmula, expresa la oblación que precede inmediatamente la realización del sacrificio: señalamos las ofrendas y expresamos que nos sentimos identificados con Cristo, nuestra victima, y que nos ofrecemos juntamente con Él.
Lo que rotundamente debemos afirmar es que no se trata de una “epíclesis”, hecho que motivó que en el posconcilio, vista la ausencia de un gesto de epíclesis propiamente dicho, esta fuera una de las cuestiones a tratar por la reforma litúrgica. Trataré este problema y su solución en el próximo capítulo, que se centrará exclusivamente en la oración “Quam oblationem”.
Próximo capítulo: El “Quam Oblationem”.
Extraído de Germinans Germinabit.

domingo, 5 de julio de 2009

Liturgia Eucarística Romana: El “memento” y el “communicantes”.

Orígenes y evolución.
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Acerca de la introducción de la costumbre de leer los nombres de los oferentes en el mismo canon, tenemos noticias concretas de principio del siglo V. Hasta entonces se hacía durante la oración general de los fieles, inmediatamente antes de empezar la plegaria eucarística. En el año 416 el papa Inocencio I escribe una carta al obispo Decencio en que le dice que le parece menos conveniente leer los nombres antes de haberse iniciado el acto sacrificial porque esto equivale a querer comunicar a Dios quiénes son los que han contribuido con sus ofrendas al sacrificio, como si Él no lo supiera. En cambio de la otra manera parece más acertado porque tiene el sentido de encomendar a Dios a los donantes. Este el fin dominante en el “Memento” actual: dar expresión litúrgica a la verdad dogmática de que las ofrendas tienen valor impetratorio y hacer vivir esta verdad, añadiendo una breve oración por los oferentes.
En nuestra liturgia romana el “Memento” recoge el grupo de los vivos que se encomiendan a la oración del sacerdote y el “Communicantes” inmediatamente posterior recoge la lista de los santos que están unidos a nosotros.
Recordemos que si en algún momento y lugar, la mención pública de los oferentes tuvo aspecto honorífico, esta lo perdió en el momento en el que la liturgia actual pasó a rezarse en voz baja a partir del siglo XI. Además dio libertad al celebrante para encomendar a quien quería sin reglamentación alguna como cuando todo era público.
Justo después de recordar y mencionar a los oferentes, el celebrante nombra a los “circumstantes”, es decir, los asistentes a misa. La costumbre general durante los diez primeros siglos fue la de estar de pie, circundando el altar en semicírculo frontal, facilitado por el hecho de la colocación del altar en el límite entre la nave y el presbiterio.
Para encomendar a los oferentes y a los circumstantes se afirma de ellos en primer lugar que “su fe y devoción es conocida por Dios” y en segundo lugar que son ellos los que le ofrecen a Dios “este sacrificio de alabanza rindiéndole sus votos”. Asoma aquí el eco del versículo 14 del salmo 49: “Sacrifica a Dios tu sacrificio de alabanza y rinde al Altísimo tus votos”.
El “Memento” consistía pues en una palabras generales de recomendación de aquellos “cuya fe y devoción te es conocida” y la adaptación de un versículo del salmo.
Muy pronto, seguramente en el siglo V, al nombre de los oferentes se le añadió un segundo grupo: “el de los suyos”. También, de la misma manera, se resumieron las intenciones en dos clases de intenciones reales: la salvación eterna y el bienestar temporal (pro spe salutis et incolumitatis suae)
Esta no ha sido la única ampliación de que ha sido objeto la cita del salmo. Le precede otra que data de la época en que los francos adoptaron la liturgia romana: a los liturgistas francos les parecía demasiado atrevido afirmar que los fieles con sus ofrendas ofrecían realmente el sacrificio eucarístico. Por eso, para suavizar la expresión pues no se atrevían a suprimir nada del texto litúrgico, le antepusieron las palabras “por los cuales te ofrecemos”, indicando con esta atenuación que el mismo celebrante intervenía en este sacrificio y que los fieles no ofrecían solos el sacrificio.
La enmienda que proponía las intenciones divididas en dos grupos, rompe la unidad y la armonía del versículo del salmo; esta circunstancia fue aprovechada por San León Magno para iniciar otra oración. Fue entonces cuando la mención del catálogo de los venerados como santos penetró en el canon: el “Communicantes”, nacido como prolongación del Memento y dependiendo de este gramaticalmente. El fin principal de la oración no es pues pedir la intercesión de los santos sino el respetuoso recuerdo de que los santos son de los nuestros, que fueron hombres como nosotros sometidos a las mismas miserias. La oración sin embargo tiene una tonalidad alegre: sabernos unidos estrechamente con ellos. Indudablemente, el tomar conciencia de nuestra unión íntima con ellos pudo sugerir al fin y al cabo el pedir su intercesión, pero como motivo secundario, aprovechando como de paso la ocasión: “…por cuyos méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio de su protección”.
San León no creó la fórmula, sino que la tomó ya hecha, quizá de la liturgia bizantina. Actualmente la lista contiene después del nombre de la Virgen (y el de San José añadido por Juan XXIII) dos series de doce nombres en cada serie: la primera la forman los Apóstoles y la segunda los mártires. El culto de los confesores no ha dejado huella en ellas, prueba evidente de su antigüedad, confirmada por el hecho de que en ellas no se contienen otros mártires que los venerados en Roma. Se advierte además un orden jerárquico: en primer lugar se enumeran seis obispos, de los que cinco son papas, el sexto es Cipriano, obispo de Cartago. Argumento sólido para probar la estrecha relación que siempre ha existido entre las Iglesias romana y norteafricana. A San Cipriano le precede inmediatamente San Cornelio, alterando la cronología: se hizo para que ocupase su puesto junto a San Cipriano del que era contemporáneo. Entre los seis mártires aparecen primero dos clérigos: San Lorenzo y San Juan Crisóstomo, a los que siguen los seglares Juan y Pablo, Cosme y Damián.
Sin duda alguna este grupo de santos no se formó de una sola vez sino que representa el ajuste definitivo tras varias tentativas de época diversas. La lista primitiva debió de contener sólo los nombres de los santos que recibían en Roma culto especial. Según investigaciones recientes parece ser que en un principio solo figuraban, entre los Apóstoles, los santos Pedro y Pablo, Andrés y tal vez Santiago y Juan. Parece que durante el siglo VI se añadieron a ellos los nombres de los santos Tomás, Santiago el Menor y Felipe. Algo parecido ocurrió seguramente con la lista de los mártires. En Roma sólo tenían culto los santos Sixto y Lorenzo, Cornelio y Cipriano. La fiesta de este último empezó a celebrarse en Roma en el siglo IV, aunque no pertenecía a aquella Iglesia. El culto del papa Clemente tomó gran auge en el siglo VI, apoyado por una abundante literatura. San Crisóstomo es el mártir legendario a quien se le identificaba con el fundador de una de las iglesias titulares de Roma; los santos Juan y Pablo son mártires del tiempo de Julián, el apóstata. Los santos Cosme y Damián son médicos y mártires muy venerados en Oriente. Todos estos nombres formaban con toda seguridad ya en el siglo VI la lista de los santos. Esta lista del “Communicantes”, así como la del “Nobis quoque” fue sometida a una revisión al final del siglo VI. Por aquel tiempo entraron a formar parte los dos primeros sucesores de San Pedro, Lino y Cleto, poco conocidos hasta entonces. El redactor a quién se debe la revisión fue el mismo San Gregorio Magno. A él se debe pues, el orden jerárquico y cronológico que hoy observamos en ella.
Durante la Edad Media solían añadir en las diversas regiones los patronos y otros santos muy populares. Por algún tiempo se usó una fórmula general para incluir los santos a cada día a semejanza de la fórmula con que se conmemoran actualmente las grandes solemnidades (sed et diem festum celebrantes…quórum solemnitas hodie celebratur: celebrando en este día la fiesta de san tal o cual). El Misal de San Pío V eliminó definitivamente estos incisos, conservando una fórmula especial solo para las grandes solemnidades de Navidad, Epifanía, Jueves Santo, Pascua de Resurrección y Pentecostés, fórmulas que ya existían en el siglo VI, por lo que sabemos de una carta del papa Vigilio al obispo Profuturo de Braga. Estas adiciones, que sólo por su antigüedad y tradición clásica se salvaron en la reforma tridentina, chocan sin embargo con el sentido primitivo del “Communicantes”.
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La fórmula final : “per Christum Dominum nostrum. Amen”.
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Al final del Communicantes nos hallamos con la fórmula “Per Christum Dominum nostrum”. Tal conclusión sólo se encuentra en las oraciones añadidas posteriormente y que han atomizado la plegaria eucarística cambiando su carácter unitario en una serie de oraciones parciales: el Communicantes, el Hanc igitur, el Memento etiam, el Nobis quoque y finalmente el Supplices, que es la única oración sin carácter intercesor pero que acaba con esta fórmula porque durante algún tiempo era la última del canon. Es interesante observar, por otro lado, que a pesar de que la fórmula tiene abiertamente tono de final no se la cerrara con un Amén hasta que la liturgia romana fue puesta en manos de los francos en el siglo XI.
Nótese, como cosa curiosa y paradójica, que durante el resurgir en Francia de las liturgias neogalicanas en el siglo XVIII, y hacerse propaganda de la recitación del canon en voz alta, apareció el misal de Meaux en 1709 que llevaba delante de los Amen una R/ impresa en rojo, como invitando al pueblo a contestar en voz alta al sacerdote. Creían volver de este modo a las costumbres primitivas de la Iglesia y ¡estaban en realidad tan lejos del verdadero espíritu de aquella época!
Próximo capítulo: “Hanc igitur”.
Extraído de Germinans Germinabit.